En 1984, se estrenaba “The Killing Fields” (en español, “Los gritos del silencio”), que obtuvo tres Oscar de los siete a los que aspiraba; la película recreaba reportajes de periodistas como Sydney Schanberg, del “New York Times”, y Jon Swain, que trabajaba como corresponsal “freelance” para el británico “Sunday Times”, los cuales cubrieron lo acontecido durante el régimen de los Jemeres Rojos de Camboya. Así se llamaba la organización guerrillera que, tras la Guerra de Vietnam, alcanzó el poder en 1975 imponiendo una dictadura basada en evacuar las ciudades y regresar al orden agrario ancestral. La opresión a la población, mediante trabajos forzados, torturas y crímenes sanguinarios durarían cuatro años, cuando Vietnam intervino militarmente en el país.
Pues bien, los dos periodistas citados decidieron permanecer en Nom Pen cuando la ciudad fue tomada, poniendo su vida en peligro de forma extrema; de hecho, Swain sería capturado y sentiría cómo le apuntaban una pistola en la cabeza, aunque milagrosamente sobreviviría a la situación. Hoy, “Los gritos del silencio” –el actor Julian Sands encarnó a Swain en la cinta– es todo un clásico del cine contemporáneo; y lo mismo podría decirse de “El río del tiempo” (traducción de Magdalena Palmer), formidable crónica de guerra que tiene al Mekong como gran referencia personal, preciosamente íntima, un río que le enseñaría todo de la vida y de la muerte al autor y que “acabaría convirtiéndose en algo más familiar de lo que es el Támesis para muchos londinenses”.
Esplendor camboyano
Swain, criado entre Inglaterra e India, y ávido de aventuras, llegó desde París a esas remotas tierras cuando Indochina estaba en guerra, en 1970, y veinticinco años después la nostalgia por lo vivido le llevaba a escribir el deseo de volver a aquella Camboya que le secuestró el alma para siempre: “las calles perfumadas de Nom Pen; la simplicidad de las aldeas a orillas del Mekong, rodeadas de bananeros, mangos y cocoteros; el esplendor de la jungla; los arrozales, verdes como prados; las mujeres exquisitas…” Esa perspectiva adoptada desde el lejano recuerdo embellece una narración que siempre es tan espléndida como dura, desde que Swain llega con su Olivetti portátil y una cámara, con el pretexto de que ha estallado un golpe de Estado del que hay que informar, y enseguida estrecha lazos de amistad –tan bien reflejados en la cinta dirigida por Roland Joffé– con colegas de profesión y trabajadores locales.
Swain cuenta su bautismo de fuego, su primera zambullida en el Mekong, la primera vez que vio a un soldado muerto, su primera vez temiendo ser atravesado por una bala por parte del Viet Cong (Frente Nacional de Liberación de Vietnam), hasta que tales escenas se van convirtiendo en rutinarias, con la salvedad de evasiones como el sexo y el opio. “Los periodistas despreciaban el peligro y apenas se daban margen de seguridad”, escribe antes de recordar un accidente en coche por culpa de una mina por haber desafiado a la suerte. Él pudo contarlo, una y otra vez, hasta componer este potentísimo testimonio, repleto de belleza y terror.
Publicado en La Razón, 15-XI-2018