domingo, 9 de diciembre de 2018

Conan Doyle, un «auténtico lunático»


La legión de incondicionales de la obra de A. C. Doyle siempre está de enhorabuena: se recuperan historias inéditas o traducidas hace más de un siglo y descatalogadas, por iniciativa de la editorial Renacimiento; aparecen libros tan hermosos y curiosos como «Viaje al Ártico y cuatro relatos del norte» (Confluencias), el diario de juventud sobre los siete meses que pasó en un ballenero como médico; meses atrás, El Paseo publicaba una novela suya que era inédita en español, «Las cartas de Stark Munro», que Conan Doyle dio a la imprenta en 1895, en plena cumbre de su fama literaria; y ahora viene nada menos que «la biografía definitiva del creador de Sherlock Holmes», pues así se subtitula este «Arthur Conan Doyle» que nos ofrece Eduardo Caamaño, que ya incursionó en el género biográfico mediante libros como «Manfred von Richthofen (el Barón Rojo)» y «Harry Houdini».

Por supuesto, una de las fuentes principales de este impecable trabajo, que no puede empezar de manera más llamativa –en torno a una anécdota póstuma de tinte espiritista–, es la autobiografía del propio autor escocés, «Memorias y aventuras». En ellas, Conan Doyle evocó a su familia irlandesa y aquel helado viaje en barco, sus inicios profesionales en Southsea, los primeros éxitos literarios en los periódicos, su encuentro con Oscar Wilde, su temprano interés por los «estudios psíquicos»... Doyle presumió de practicar deportes como el boxeo, el críquet o el automovilismo, e incluso de ser el primero en introducir el esquí en Suiza para desplazamientos largos, aparte de recordar su otro empleo en un barco comercial por la costa de África Occidental. Y añadió: «He participado en tres guerras: la de Sudán, la de Suráfrica y la guerra con Alemania».

Caamaño demuestra conocer toda esta trayectoria al dedillo y presenta a un Doyle que, desde luego, va mucho más allá de la concepción del personaje al que hizo aficionado a la apicultura, al boxeo y a tocar el violín. Por eso elige un epígrafe del propio narrador –sí, pero también poeta y dramaturgo, como se aprecia en uno de los apéndices–, en que manifestaba su decepción si en el futuro solo le recordaba por el detective del número 221 de la londinense Baker Street que come galletas y toma cocaína. Y, sin embargo, como bien apunta el biógrafo, en Edimburgo hay una estatua que rinde homenaje a Holmes, pero no a Doyle.

Esta manera parcelada de ver al también autor del profesor Challenger, que hubiera preferido ser considerado un escritor de novelas históricas –escribió diez– que un creador de obras de entretenimiento, queda anulada gracias a trabajos como este, en el que Caamaño no insiste en la trascendencia de Sherlock, por ya estar muy estudiada, y se centra en seguir la vida de Doyle de forma precisa, «que no solo tuvo reconocimiento internacional, sino también el desprecio de sus detractores, que solían referirse a él como un “auténtico lunático” por las descabelladas creencias que defendió con ahínco en la última etapa de su vida». Entre ellas, la existencia de las hadas y que era posible hablar con el más allá.

Publicado en La Razón, 6-XII-2018