El 10 de enero de 1929 sucedió algo grande para el arte del siglo XX, aunque su aparición fuera algo en principio llamado a ser insignificante, pasajero, más si cabe cuando estaba destinado a entretener a los niños. En “Le Petit Vingtième”, suplemento infantil del diario “Le XXè Siècle”, se publicaba la primera historieta que tenía como protagonista a un joven llamado Tintín que emprendía un viaje a la Unión Soviética. Aquella novedad crecería hasta convertirse en veinticuatro álbumes que no han dejado de ganar adeptos generación tras generación, hasta el último, “Tintín y los pícaros”, hasta la desaparición de su creador, Georges Remi, o como se hizo llamar, Hergé, en 1983. Hoy, su nombre y área de acción mantienen su atracción intacta; en cuanto a la biografía del artista, ya quedaba muy lejos el magnífico pero descatalogado “Hergé”, de Pierre Assouline, que Destino publicó en 1997, lo que quedó compensado por el libro de Benoît Peeters “Hergé, hijo de Tintín”, bastante reciente, bellamente editado por Confluencias.
Y en cuanto a la Bruselas donde empezó todo, el curioso puede acercarse al museo dedicado por entero al dibujante, en Louvain-la-Neuve, a 30 kilómetros de la capital belga, o incluso pasearse por ésta contemplando los edificios que inspiraron a Hergé, tales como el Palacio Real, un edificio del siglo XVIII (antigua residencia de los reyes belgas y hoy sede del Parlamento), que se vio reflejado en “El cetro de Ottokar”, o el Hotel Métropole, que aparece en “Las 7 bolas de cristal”, por no hablar del Centro Cultural Ukkle, donde se encuentra la primera estatua en bronce de Tintín y su fiel perro Milú. Todo lo cual tuvo un punto de inflexión publicitario a partir de la película de Steven Spielberg “Las aventuras de Tintín: El secreto del Unicornio”, del año 2011, que a pesar del título, coincidente con una historia del reportero del que no se conoce que publicara nada jamás, era una mezcla de diversos cómics. Está claro que el cineasta americano tenía una deuda pendiente con Tintín, que de alguna manera está encarnado en algunos de sus filmes más famosos y taquilleros.
Así lo sugiere
Fernando Castillo en “Tintín-Hergé. Una vida del siglo XX”, que se reedita,
revisado y ampliado con algunos apartados más, aprovechando la mencionada
onomástica –tras “El siglo de Tintín” (Páginas de Espuma, 2004) y una
versión anterior también, como ahora, en la editorial Fórcola (2011)–, esto es,
el hecho de que “Indiana Jones a veces parece, más que deudor, tributario de
muchos lances del reportero belga”. Y entonces el gran historiador madrileño
pone varios ejemplos entre “En busca del arca perdida” y “Los cigarros del
faraón”, o entre “El templo maldito” y “El loto azul”. Incluso, asegura,
“tampoco es difícil detectar la figura de Haddock tras el personaje del padre
arqueólogo del intrépido Jones, encarnado por un Sean Connery barbudo y más
flemático que el marino, pero, al igual que él, capaz de llevar a cabo unas
enormes meteduras de pata”.
En la URRS y el Congo
En un
memorable libro que atesoramos los que hemos ido recogiendo diferente material
hasta convertirnos en tintinólogos después de haber crecido con el capitán
Haddock, el científico Tornasol, los gemelos Hernández y Fernández o la
cantante de ópera Castafiore, “Conversaciones con Hergé. Tintín y yo” (1986), Numa
Sadoul nos acercaba a un dibujante para quien, como resulta obvio, la figura
del adolescente héroe era fundamental desde la niñez. Ya en la educación
primaria, se inventó a un muchacho que hacía mil jugarretas al ejército alemán,
en tiempos del fin de la Gran Guerra. Ello, unido a su gusto por el escultismo,
de 1918 hasta 1930, forma la base del inmortal personaje al que Castillo
analiza álbum tras álbum con minuciosidad, abordando, claro está, asuntos a los
que tanta punta se ha intentado sacar en los últimos lustros, esto es, el
trasfondo racista en la aventura de Tintín en el Congo, o una mirada muy
conservadora hacia la Rusia comunista.
El punto de
vista de Castillo, un especialista en el periodo de entreguerras (en especial,
en el París ocupado), es sensato y comprensible. Digamos que en 1930 apareció
en libro que reunía las viñetas publicadas en “Le Petit Vingtième” con el
título de “Tintín en el país de los Sóviets”, una peripecia “que destaca por lo
explícito y panfletario de la crítica realizada al régimen soviético, fruto del
acentuado catolicismo de Hergé”. Una idea aquella que fue iniciativa de su
jefe, al igual que el viaje africano de su siguiente álbum. En el primer caso,
se trataría de un trabajo en la línea de la propaganda antisoviética que
proliferaba en todo Occidente; en el segundo, de una aproximación tópica a un
país más parecida a una novela de Tarzán, sin una trama definida, protagonizada
por un Tintín que “todavía es más un niño que un adolescente” y que está lejos
de estar bien informado. Y a eso se consagraría Hergé en delante de modo tan
creativo como estimulante: en obtener información fidedigna para las siguientes
aventuras.
Él, que fue
alérgico a viajar y que solía acudir al Musée du Cinquantenaire bruselense para
documentarse y lanzar, a su ya nonagenario personaje, a recorrer mundo: a
América Latina en torno a situaciones de lugares ficticios totalitarios, al
Asia exótica o la nevada del Tíbet, al Sahara entre camellos. Y no sólo este
planeta, por supuesto, porque Hergé, en su vertiente más visionaria –si bien le
dijo a Sadoul que, entre sus lecturas de chaval, no entraron las obras
proféticas de Jules Verne–, llevó a sus personajes a alunizar en “Objetivo la
Luna” y “Aterrizaje en la Luna”, a colocarlo en circunstancias extremas, a
punto de perder la vida, como en el que se ha convertido en su trabajo póstumo,
inacabado, “Tintín y el Arte-Alfa” (1986), que como bien explica Castillo, por
eso mismo defraudó a todo el mundo.
Publicado en La Razón, 24-I-2019