El enfoque de
este libro es tan estimulante como arriesgado, al menos puede parecerlo en
primera instancia. Casi al comienzo, se diría que Timothy Brook fuerza un poco
las justificaciones con las que intenta explicar los argumentos que le han
llevado a escribir “El sombrero de Vermeer” (traducción de Victoria Ordóñez
Diví). Habla de Delft nada más empezar, la ciudad donde vivió el gran pintor
holandés, pero lo hace por el mero azar de un accidente de bicicleta que tuvo
allí en su juventud, y que para su propósito lo mismo hubiera podido elegir
otra ciudad, como Shanghái. Una alusión más que interesada, pues Brook es un
reconocido sinólogo, autor de un estudio importante como “Confusions
of Pleasure. Commerce and Culture in Ming China”. Así, en
definitiva, dice que va establecer un campo de interconexiones entre Europa y
China, para entender cómo se fue gestando el intercambio de mercancías que también alcanzó América, de ahí
que subtitule el libro “Los albores del mundo globalizado en el siglo XVII”.
Para penetrar en esa centuria, Brook se
fija en ciertos detalles de los cuadros de Vermeer que ilustran lo que estaba
ocurriendo. En “Vista de Delft”, se distingue el almacén de la Casa de las
Indias Orientales, la primera gran sociedad anónima del mundo y al cabo de unas
pocas décadas la corporación comercial más poderosa del mundo. Incluso era “el
modelo para las grandes empresas que ahora dominan la economía global”. En otro
cuadro, “Militar y muchacha sonriente”, el sombrero que lleva uno de los
personajes –que podría estar flirteando con la chica– le lleva a reflexionar
sobre las nuevas normas sociales de la época y el comercio del suministro
canadiense de pieles de castor, lo cual estimuló la demanda de sombreros. En
“Lectora en la ventana”, se aprecia una alfombra turca y una fuente china, dos
de las importaciones predilectas de aquellos tiempos, lo cual conduce a Brook a
hablar de los viajes comerciales en barco…
Así
las cosas, “El sombrero de Vermeer” es un libro de historia y arte, un estudio
detallado del modo en que objetos como la porcelana china penetró en los
hogares europeos, si bien tal cosa puede acabar generando un estudio tan
erudito y bien documentado como farragoso en su detallismo, como cuando explica
la diferencia entre diversos tipos de tazones de sopa. Por ello, la idea de que
el autor ha querido seguir hablando del universo que tan bien conoce, la
historia china, se acrecienta pese a tomar las pinturas del artista holandés
como pretexto para acabar hablando de las rutas comerciales que se extendían
por todo el planeta.
Visto
desde esta perspectiva, la imagen de cajón de sastre que puede dar el trabajo
cobra relevancia si uno siente interés por la confección de mapas (cuadro “El
geógrafo”), o la costumbre de pesar las monedas por entonces (“Mujer con
balanza”). Lo extraño es que este nexo común con las obras de Vermeer no será
tal, pues Brook usa obras de Hendrik van der Burch, “Los jugadores de cartas”,
sobre otro militar cortejando a una joven, y Leonaert Bramer, “Viaje de los
Reyes Magos a Belén”.
Publicado
en La Razón, 24-V-2019