sábado, 7 de diciembre de 2019

Dos amigos Nobel en el balneario


En 1951, Hermann Hesse publicaba un libro donde reunía las cartas que había enviado a diversos escritores. Esto era así porque, como bien indica Josep Maria Carandell, “las cartas de los intelectuales son tan públicas como sus obras”. Lo dice en el prólogo de 1977 que en su día acompañó esta edición, ahora reactualizada y con añadidos, que contó con la traducción de Juan José Solar (ahora ampliada y revisada por Laura Sánchez Ríos). En el prólogo, el gran especialista en la obra de Gaudí y de la geografía catalana mostraba la teoría de que en los países nórdicos, en contraste con los mediterráneos, tenía una importancia muy seria las comunicaciones por carta al considerarlas “documentos y pruebas que algún día serán conocidos por el público”. Una voluntad de difusión, lo cual implicaría cierta rigidez en las formas, ausentes de cordialidad efusiva, por ejemplo, prima en este tipo de textos entre, por lo demás, dos autores de personalidad introspectiva y hasta atormentada.

Hace unos pocos años nos quedamos impresionados por el Hesse que aparecía en el libro de Bärbel Reetz «Las mujeres de Hermann Hesse», a raíz de las tres esposas que tuvo y el mal trato a las que las sometió. Y es que el escritor germano-suizo mantuvo una tormentosa relación con tres mujeres que se dieron con una entrega sin límites, pero que recibieron poca cosa a cambio: abandono, humillación, rechazo. El tópico de que a veces es mejor no conocer en persona al artista al que se admira se ejemplificaba con un trío de admiradoras que soportaron una gran soledad con tal de estar con el famoso escritor. La primera acabó en un psiquiátrico, a la segunda Hesse hizo que no apareciera citada en la biografía que de él hizo su amigo Hugo Ball, y la tercera al menos se llevó lo que ansiaba pese a que Hesse se casó con ella a regañadientes: acompañar al premio Nobel 1946, codearse con el mundillo literario y cuidar de su legado literario póstumo.

Por su parte, Thomas Mann está en perpetua actualidad editorial, pues una y otra vez surgen trabajos sobre una trayectoria que tuvo un reconocimiento precoz donde los haya: el eco de su primer gran éxito, «Los Buddenbrook» (1901), en Alemania sólo fue comparable al que obtuvo en su día el «Werther» de Goethe. Muy pronto, pues, a Mann le llegaría la fama y el prestigio, y se erigió, por voluntad propia, en el pope de las letras germanas, e incluso compitió con su hermano mayor, el novelista y dramaturgo Heinrich Mann, cuya obra siempre despreció por vulgar aunque públicamente le alabara. Un comportamiento muy propio de Thomas: la hipocresía más fina, como demostró el reputado crítico Marcel Reich-Ranicki, apoyándose en las cartas y en el diario del escritor. Es la actitud de un hombre serio, muy consciente de su talento y capacidad artística, seguro de sí mismo, de su trascendencia.

Alejarse de Alemania

Tal vez por eso ambas personalidades, que además pertenecieron a la misma generación, Mann y Hesse –este era dos años menor–, acabaron convergiendo tan bien aunque al inicio se vieron muy distintos, como queda claro en esta serie de epístolas que recorren el periodo 1910-1955 (la última corresponde a un Hesse lamentando la muerte de su colega, dirigida a su viuda) y que dan prueba de su admiración artística recíproca. Se conocieron en un hotel de Múnich, invitados por el editor de ambos, en 1904, y ya desde el comienzo se dispensaron una cortesía que no cesó durante décadas: «“El lobo estepario” me ha vuelto a enseñar, por primera vez después de mucho tiempo, lo que significa leer», le dice Mann en 1928, para dos años más tarde, al contestar una encuesta de un medio de comunicación sobre los mejores libros del año, decir que “Narciso y Goldmundo” es un “libro extraordinario por su inteligencia poética y la conjunción de elementos de la tradición romántica alemana, de la psicología moderna e incluso del psicoanálisis que en él se opera”.

Por su parte, Hesse da buena cuenta de su carácter hablando a su amigo de que se siente tan alejado de la Alemania de la Gran Guerra como de la de los años treinta, con fenómenos que le parecen absurdos, y naturalmente agasaja a Mann; es el caso de su comentario a un libro sobre Goethe y Tolstói, en el que “no pretende usted atenuar, simplificar y cohonestar, sino precisamente hacer hincapié y profundizar en la problemática trágica”. Curas de salud y mensajes sobre planes conjuntos de verse en St. Moritz, el gusto por la obra de ciertos autores –Knut Hamsun o André Gide–, asuntos relativos a la burocracia de las academias se suman a anécdotas curiosas, como cuando Mann cuenta que un tipo le envió un ejemplar carbonizado de uno de sus libros por haber hablado mal de Hitler. Y como trasfondo, ese desapego a Alemania, pues ambos cambiaron de nacionalidad, en un camino, al decir de Hesse, “de lo alemán a lo europeo y de lo actual a lo supratemporal”. Y ciertamente libros como este demuestran que Hesse y Mann han permanecido más allá del tiempo que les tocó vivir, siendo inmortales en su obra y, también, en sus biografías.

Publicado en La Razón, 5-XII-2019