Hace unos pocos años aparecía entre nosotros, de la
mano de la editorial Pre-Textos, un libro de Wade Davis sobre la Primera Guerra
Mundial que estudiaba aquella tragedia desde un ámbito muy particular, el
alpinismo. Así, para su mastodóntico “En el silencio”, el autor viajaba a 1924,
para investigar el destino de un par de expedicionarios ingleses, George
Mallory, considerado el mejor alpinista de Gran Bretaña, y Sandy Irvine, un
estudiante de Oxford de tan sólo veintidós años. Esta pareja desapareció entre
la bruma para siempre, a 7.900 metros, y no sería hasta 1999 cuando se
encontraría el cadáver de Mallory –al que su país rindió honores de héroe
nacional en su día–, aún con el misterio de si llegó a la cima del monte o no,
pues se piensa que pudo morir en pleno descenso, de noche, al llevar las gafas
de sol en su abrigo.
Asimismo, Davis hablaba de cómo vivieron diversos jóvenes la Gran Guerra y cómo esa pulsión aventurera los motivó a dejar atrás el atronador ruido de las armas para cambiarlo con el silencio y la soledad nevada del Himalaya. Conocíamos entonces a diferentes escaladores del Alpine Club y la Real Sociedad Geográfica, y los planes de una aventura que devendría simbólica para la población británica, en su busca de redención por haber enviado a tantos muchachos a la muerte, en una serie de ascensiones en que también ahí “el precio de la vida es la muerte”.
Tal cosa no inquietaría a otro alpinista que heredó ese anhelo de escaparse a los confines del mundo, Julian Vincent "Mo" Anthoine (Kidderminster, 1939-1989), al que dedicó un pequeño libro su amigo Al Alvarez. “Alimentar a la bestia” (traducción de Juan Nadalini) apareció en 1988 –el título, “Feeding the Rat”, evoca la forma en que Anthoine necesitaba de aventura como una rata que le remordía–, y en él este escritor londinense de apellido hispano hizo un retrato completo de la personalidad y hazañas de Anthoine, que muy joven sació sus ansias de peripecias haciendo autoestop por toda Europa y Asia con el objetivo de alcanzar Nueva Zelanda –la idea era escalar allí en hielo– en un trayecto que emprendió sin apenas dinero y que duró dos años, de 1961 hasta 1963, recurriendo a trabajos esporádicos de lo más curiosos para ganarse la vida. A su regreso al Reino Unido, cuenta Alvarez –que lo conoció en 1964 y también escalaba–, se formaría como docente, y luego se establecería en Gales del Norte, ocupándose de un negocio de cascos para escalada, uno de los pocos objetos que se necesitan para subir montañas. De hecho, “la escalada en roca es uno de los deportes más puros y menos desordenados que existen, y requiere de un equipamiento mínimo: calzado especial, una cuerda, un casco de seguridad y una colección de cintas de nailon y herramientas metálicas –mosquetones, estribos, pitones y fisureros de aleación– que servirán para proteger al escalador en caso de caída”.
Escalar como pasatiempo
Anthoine se hizo todo un experto en ascender por los riscos galeses, y más adelante tuvo una de sus legendarias experiencias en los Alpes, cuando una tormenta durante seis días cerca de la cumbre del Mont Blanc segó la vida de siete escaladores. Alvarez detalla las acciones heroicas de un hombre que fue ejemplo de discreción y modestia, que quiso estar en un segundo plano en determinados hitos montañeros, pues «la escalada, según Mo, no es un deporte. “Es un pasatiempo”, asegura. “Incluye el placer. Mientras que un deporte, por definición, incluye la competición. Cuando uno escala compite solo contra sí mismo”; esto es: contra la rebelión de los músculos, contra los nervios y, cuando algo falla, contra la falta de entereza. En cierto modo, la escalada es incluso una actividad intelectual, aunque con un requisito indispensable: hay que pensar con el cuerpo. Cada largo plantea una serie de problemas puntuales y específicos: qué agarres usar, y en qué combinaciones, para subir a salvo y consumiendo la menor cantidad de energía posible. Hay que calcular cada movimiento con una suerte de estrategia física, en términos de esfuerzo, equilibrio y consecuencias. Es como jugar al ajedrez con el cuerpo».
Esta parte psicológica que implica enfrentarse a las ascensiones más arriesgadas se describe muy bien en el libro, al hilo de pequeñas anécdotas de Anthoine y sus compañeros de expediciones, por ejemplo un par que se habían roto las piernas y las costillas y a los que el propio Mo y un amigo, Clive Rowland, en 1978, salvaron las vidas descendiendo la montaña pakistaní de El Ogro, durante siete días. El propio Alvarez, en las Tres Cimas de Lavaredo, se salvó gracias a Anthoine, cuando tuvieron que pasar la noche en una cornisa en estado de casi congelación; pero entonces el gran escalador mantuvo la sangre fría e hizo que su amigo permaneciera despierto para mantener active su circulación sanguínea. No en vano, el escritor destaca cómo Anthoine disfrutó tanto de los desafíos del montañismo como del compañerismo que eso genera, más el aliciente de viajar a lugares remotos y conocer otras culturas, además de proporcionarnos una estampa del escalador bien singular, como el de un haragán que “alterna intensos estallidos de esfuerzo en las paredes de roca con largos descansos en las reuniones, donde uno se relaja, fuma, contempla el paisaje o se queja de la lluvia”.
Publicado en La Razón, 30-VII-2020