Mucho de lo
relacionado con la vida y obra de Charles Dickens es posible disfrutarlo en el
número 48
de Doughty Street, en el barrio londinense de Bloomsbury: el hogar en que el autor escribió “Oliver Twist”, parte de “Pickwick
Papers” y “Nicholas Nickleby”. El visitante puede recorrer su estudio, las
habitaciones de la familia y los cuartos de servicio, entre mil y un tesoros,
como los borradores escritos a mano de las novelas citadas o el anillo de
compromiso de su joven esposa, o sus muebles, vajillas, retratos, bustos de
mármol, adornos y pinturas de porcelana. Se había mudado ahí con su esposa
Catherine, unos meses antes de que la reina Victoria comenzara su reinado en
1837. La pareja crio a los tres mayores de sus diez hijos en la casa, y también
organizaron muchas cenas y fiestas a las que acudían algunos de los escritores,
actores y agentes teatrales más importantes de la época.
Muy en particular, al hilo de la deliciosa novedad “El pequeño Dombey y otras adaptaciones de novelas para leer en público”, y que coincide con los ciento cincuenta años transcurridos desde su muerte –falleció en 1870 en la capital británica–, podemos evocar cómo en ese museo puede contemplarse un atril que él mismo encargó construir. Un objeto cuyo diseño facilitaba lo que a él le gustaba: que se le viera bien gesticular y hablar, por así decirlo, con todo su cuerpo, y desde el cual realizó un sinfín de actuaciones públicas. Y es que, en 1846, a Dickens se le ocurrió hacer algunas adaptaciones de pasajes o capítulos de sus novelas para leerlos en público.
El momento de ello tardó en llegar: diez años, pero una vez que se vio separado de su esposa, y en plena relación con la actriz Ellen Ternan, vio en ese tipo de lecturas una manera de ganar dinero y recabar más lectores. De este modo, en 1858 se inició en tales lecturas, y este libro se hace eco de tal cosa reuniendo los textos que preparó y leyó a partir de sus novelas “Dombey e hijo”, “Vida y aventuras de Martin Chuzzlewit”, “David Copperfield” y “Oliver Twist”. Un trabajo que no era un mero ejercicio de síntesis, pues suponía para el autor el replanteamiento de lo creado. Así, en 1855, como recuerda en la introducción Miguel Temprano García, Dickens apuntaba: «He estado hojeando “Copperfield” (que es mi favorita) con la intención de sacar una lectura. […] Pero me enfrento a la enorme dificultad de que la construí con inmenso esfuerzo, y la entretejí y mezclé hasta tal punto que aún no he podido separar las partes para contar la historia de la vida de casado de David con Dora y el relato de la búsqueda de su nieta por el señor Peggorty, en el tiempo requerido”.
Este ejemplo da la talla de la intensidad de cómo el autor tenía interiorizada la peripecia particular de cada uno de sus personajes, y el modo en que las escenas más llamativas de sus obras podrían impresionar a su auditorio; como en el caso de “Oliver Twist”, sobre la cual reescribió tres capítulos que contenían algunas de sus partes más dramáticas. Por todo ello, “Dickens al principio tenía miedo de cuál sería la reacción del público de su gira de lecturas ante su violento contenido, así que lo probó con cien invitados en una lectura especial. Los oyentes se quedaron cautivados y se convirtió en una pieza habitual de su repertorio”, anota el traductor.
Reescribir lo creado
Y es que miles y miles de personas vieron y oyeron a un Dickens que estaba acostumbrado a hacer representaciones teatrales en su propia casa, para sus hijos y amigos, tanto en Inglaterra como en una gira que lo llevó por Estados Unidos. “Modeló sus ficciones para representarlas, acortando y revisando material de sus novelas y relatos para crear unas lecturas que tuviesen entidad artística en sí mismas”, sigue diciendo, siempre tan atinado, Temprano García. Así, Dickens elegía de sus novelas los capítulos que más conmovedores le parecían, eliminaba personajes e incluso ampliaba el papel de otros. Una tarea a la que se entregó con tanta pasión freten a sus admiradores que vio su salud malograda extremadamente por culpa de ello.
En su día, la editorial Alba ya dio un “David Copperfield” (1998) de unas pocas docenas de páginas (con traducción de Anne-Hélène Suárez e ilustraciones de Alan Marks); era la versión que Dickens centró en la historia de la pobre Emily y su fuga con Steerforth. Una obra ésta que, como veíamos, era su preferida por su trasfondo autobiográfico y cuya adaptación declamaba con especial sensibilidad dramática. En esta ocasión, más de veinte años después de aquella bella edición, se incluye también una serie de artículos, cartas y reseñas que captan la recepción que obtuvieron las lecturas públicas en su momento. Una de ellas está firmada por el mismísimo Mark Twain, fechada en 1868 y escrita para un periódico californiano; ahí, el gran humorista norteamericano recordaba cómo había escuchado al popular escritor días atrás en Nueva York, haciendo de él un retrato memorable y concluyendo que este autor al que idolatraba, paradójicamente, le había decepcionado en su forma de leer, para él monótona en exceso.
Publicado en La Razón, 13-VIII-2020