Las calles que Dickens retrató en sus
artículos costumbristas con los que se hizo famoso con poco más de veinte años;
las calles donde Arthur Conan Doyle puso a caminar a Sherlock Holmes, aunando
ciudad y misterio, como haría después Agatha Christie; las calles que miraba la
«Mrs. Dalloway» de Virginia Woolf… Londres es uno de los imaginarios literarios
más potentes que podemos encontrarnos, y sobre el testimonio que dejó de la
ciudad Woolf ya tuvimos ocasión de conocer, como en el «Londres» (Lumen, 2005)
que recogía seis pinceladas a la ciudad de 1931; en uno de estos textos, «El oleaje
de Oxford Street», se leía cómo «la calle es un criadero, una dinamo de
sensaciones. Del pavimento parecen brotar horrendas tragedias». Una sensación
que sigue latente si continuamos buscando huellas letradas, como en el caso de
J. M. Coetzee, que dejó escrito en su biografía «Juventud»: «Puede que Londres
sea glacial, laberíntica y fría, pero tras sus muros intimidatorios hombres y
mujeres trabajan escribiendo libros, pintando cuadros, componiendo música. Uno
se cruza con ellos a diario por la calle sin adivinar su secreto gracias a la
famosa y admirable discreción británica».
En el pasado, una de esas
personas que escribieron libros y pintaron cuadros fueron Woolf y su hermana
Vanessa, la cual se asoma a este libro, una edición realmente preciosa, “Paseos
por Londres” (traducción de Lluïsa Moreno), mediante la carta que la escritora
le escribió al decidir quitarse la vida. Y es que la
actualidad editorial en la que se ve inmersa Virginia –sus novelas más otros
textos dispersos: diarios, cartas, crónicas de viajes, ensayos sobre sus
autores favoritos...– indica un interés continuo por esa mujer de prodigiosa
inteligencia demente, probable lesbiana de vida heterosexual o asexual con su
fiel y paciente marido, Leonard Woolf, que la consideró un absoluto genio desde
que la conoció y calificó cada una de sus escrituras de obra maestra. Desde que
murió en 1941, metiéndose en el río Ouse con una piedra en el bolsillo de su
vestido, a los cincuenta y nueve años, después de redactar dos cartas, una para
la citada hermana y otra para su marido en la que decía que temía volverse loca
definitivamente, su figura como gran narradora no ha dejado de crecer, y la
curiosidad por su vida ha generado un buen puñado de biografías, en las que
naturalmente la capital británica tiene un peso preponderante.
Callejear y
fascinarse
Ejemplo de ello es la presente novedad, prologada por Laura Freixas, que
nos habla de que se incluyen seis artículos que Woolf escribió
para una revista femenina, en 1931, más tres relatos, cuatro breves ensayos «y
un texto maravilloso, “Street Haunting”, excelente muestra (figura en
innumerables antologías) de ese género que en inglés se llama essay», mezcla de
reportaje, autobiografía y artículo de opinión. En ese tipo de textos, Woolf
demostró su gusto por observar innumerables rincones londinenses: abadías y
catedrales, la Cámara de los Comunes, las casas de grandes hombres, los muelles,
los jardines Kew Gardens… Le gusta, sobre todo, la variedad, dice Freixas: “Variedad
de barrios: observa los matices estéticos y sociales que diferencian Piccadilly
Circus de Savile Row, Whitechapel de Mayfair, Bond Street de Oxford Street, Hampstead de Cheyne Row”, y “variedad de objetos: acordeones,
libros de segunda mano, broches, anillos, estatuas de mármol, tulipanes,
pelucas, cigarrillos envueltos en papel plateado” en las páginas tituladas, tan
significativamente, “Ruta callejera”.
Maravillosamente
ilustrado, el libro está lleno de recuadros informativos que rodean todos estos
fragmentos de la obra de Woolf relativos a Londres, y que nos llevan a conocer
al Grupo de Bloomsbury, a cómo eran los ómnibus de la ciudad antiguamente, a
los hogares donde vivió la autora y que sufrieron la destrucción por culpa de
la guerra, a sus viajes a España o a la carta en la que se despidió de su
marido antes de suicidarse. Y sobre todo, por doquier se respira la fascinación
por cómo Londres la estimula a todas horas: “… me brinda una obra de teatro,
una historia y un poema, sin dificultad alguna, salvo la de caminar por sus
calles... Andar sola por Londres es el mayor descanso”, como apuntó en una
ocasión. Para ella, como registró en su diario, la ciudad era una joya entre
las joyas, algo que quedó por supuesto reflejado en sus novelas: “El cuarto de
Jacob”, “La señora Dalloway”, “Las olas”, “Los años”. Desde su nacimiento,
en 1882, y su infancia pasada en la casa
familiar junto a Hyde Park.
Toda esa mirada que ahora
podemos disfrutar gracias a iniciativas tan espléndidas como esta de La Línea
del Horizonte tiene traslación directa a, si pudiéramos, nuestros pasos por el
suelo londinense, pues aún hoy es posible gozar de algo que Woolf reseñaba: “Por
fortuna, se empieza a llenar de casas de grandes hombres que el Estado ha
comprado; se conservan íntegramente, con los sillones en los que se sentaban y
las tazas con las que bebían, con los paraguas y las cómodas que utilizaban”. Se
refería a las casas de Dickens, Samuel Johnson, Carlyle, Keats. A lo que habría
que añadir la de la propia Woolf, que despierta tanto interés día a día, convertida
en un icono literario, que su hogar en Monk’s House es hoy un lugar turístico.
Publicado en La Razón, 6-VII-2020