Tengo tantas ganas como algún reparo a la hora de ir a ver The Way Back, pues el cine norteamericano ha afrontado el mundo del deporte desde una épica hiperbólica y poca verosimilitud. Pero yo pondría esta cinta dirigida muy bien por Gavin O'Connor, del que vi hace poco la notable La venganza de Jane, en el pequeño listado de grandes historias en torno al baloncesto, tras por supuesto la mítica Hoosiers. Más que ídolos, y He Got Game.
Como en esta última, en la película protagonizada por Ben Affleck, de este mismo año (si no me equivoco se estrenó en Estados Unidos justo antes de la pandemia), el trasfondo de conflicto y dolor paternofilial es muy acusado, y en todo ello el baloncesto es telón de fondo emocional y redentor.
Siguiendo ciertos tópicos previsibles, más allá de eso, creo que el director y guionista O'Connor dribla bien tales clichés usándolos en beneficio de una historia dura en que el sufrimiento extremo (el mayor que puede padecer un padre) y el alcoholismo están bien insertados en un relato profundamente americano. Así, conocemos el ambiente católico de un instituto típico y su modo de afrontar la práctica deportiva, la importancia del bar en la cotidianidad de los trabajadores, la vida comunitaria en los suburbios de cualquier ciudad gringa, y ya dentro del mundo de la canasta, la competitividad, el afán de superación y, como no podía ser de otra manera, la evolución de un equipo mediocre hacia uno que se ve ganador.
El tratamiento de aspectos que tienen que ver con el propio juego llegaron a resultarme convincentes, haciendo fidedignas las escenas de acción en la cancha, y el proceso de ir conociendo el profundo drama del protagonista me pareció bien narrado, siempre con ese cuestionamiento ("El baloncesto no es bueno", dice un personaje en un momento dado, omito decir por qué) y la sombra del pasado ("Mi padre no me quería mucho", dice Jack, el entrenador protagonista y antigua estrella del instituto), con la referencia del padre, de aciaga familiaridad, que iba a los partidos para entretenerse y no por amor hacia su hijo, el cual acaba vengándose dejando de jugar y autodestruyéndose.
Al acabar la película, la persona que me acompaña dice que es puro Hollywood, y yo estoy parcialmente de acuerdo, pero la historia acaba de conmoverme profundamente, sin duda porque muchas cosas de ella me tocan muy de cerca. He visto en todo caso la intención de no haber hecho una película épica sin más (se explica bien cómo el equipo va mejorando, gracias a la defensa presionante en toda la cancha, endureciendo el contacto, haciendo de la escasa estatura de los integrantes del equipo una ventaja a la hora de moverse...) y el final gris, abierto, entre esperanzado sin llegar a ser feliz, y tras ser acompañado por una música acertadísima para el tono de la película, de Rob Simonsen (pareciera discípulo de Clint Eastwood en este sentido), consigue lo que ha de perseguir cada historia: que al terminar aún flote en ti, que se quede dentro, incluso a la mañana siguiente, muy temprano, cuando uno, porque no tiene más remedio que hacerlo, se sienta a hablar de ella.