Decir Miguel Delibes es decir Valladolid. Ningún escritor de nuestro tiempo ofreció una relación tan íntima, variada y prolífica como el cazador-narrador Miguel Delibes, del que se diría que, en sus paseos por el campo con el pretexto de practicar su afición favorita, iba a encontrarse consigo mismo, con ese Lorenzo que protagonizó «Diario de un cazador» (1955). Ya dijo en el prólogo del tomo II de su Obra Completa «que mis libros salen de mis contactos con el campo y no a la inversa, de donde se deduce que yo salgo al monte a cazar perdices y, de rechazo, cazo también algún libro».
Nacido el 17 de octubre de 1920, Delibes vivió la guerra civil con los ojos de un estudiante que acababa sus estudios de bachillerato y que pronto se enroló como voluntario en la Marina del Ejército Nacional. Fue un año de servicio, y a la vuelta, retomó sus estudios en la Escuela de Comercio, en la Universidad de Derecho y en la Escuela de Artes y Oficios. Es el inicio del Delibes artista, pues comienza su colaboración en «El Norte de Castilla» como caricaturista, en 1941.
En el periódico le espera una larga y fructífera carrera como periodista, lo que compagina con sus inquietudes literarias. Delibes, con un trabajo y una vocación ya dirigidos, encuentra la estabilidad total al casarse con Ángeles de Castro, en 1946, de la que enviudó en 1974, aquella «Señora de rojo sobre fondo gris» convertida en novela intimista en 1991. Y sin embargo, este escritor de trayectoria abundante, sufre una gran inseguridad en sus inicios, como le irá confesando al que será uno de sus mejores amigos, Josep Vergés, editor de Destino, editorial a la que estará unido toda la vida, desde la obtención del premio Nadal 1947 con «La sombra del ciprés es alargada» –desdeñada por el autor, junto a su segundo relato «Aún es de día»– hasta «El hereje» (1998). Una fidelidad absoluta que contó sólo con una excepción, «Los santos inocentes», que Delibes publicó en Planeta urgido por necesidades económicas.
El año 1950 marca un antes y un después en su vida: sufre una tuberculosis, y escribe «El camino» (1950), que le reportará un prestigio que luego confirmará en 1953 con «Mi idolatrado hijo Sisí» y el nombramiento como subdirector del citado «El Norte de Castilla». Además, esa década de los cincuenta le da la ocasión de dar conferencias por Europa y América: otras tierras, otros paisajes que le inspiraron diversos volúmenes de viajes. El sedentario Delibes se hizo nómada de modo transitorio, pero pronto regresó para asomarse al paisaje que le ofrecía su ventana castellana.
Después, vendría «Diario de un cazador» (1954), adonde trasladó sus sesiones de caza con sus compañeros, y no sería impropio asegurar que sus mejores creaciones están estrechamente ligadas a lo rural, sobre todo cuando a ello le añade factores humanitaristas que convierten su narrativa en crítica social. Ejemplo de ello son «Las ratas» (1962, Premio de la Crítica), en torno a un cazador de roedores y un niño, y «Los santos inocentes» (1981), drama rural acusador de las jerarquías clasistas que llevó al cine Mario Camus, en una película protagonizada por Francisco Rabal y Alfredo Landa, y que fue premiada en el Festival de Cannes.
Así, la trayectoria de Delibes no cesa de crecer y consolidarse con obras tan carismáticas como «Cinco horas con Mario» (1965), llevada al teatro con la actriz Lola Herrera, en una adaptación celebérrima de la historia de una mujer que vela el cadáver de su marido durante toda una noche. Más tarde, aparecerán «Parábola de un náufrago» (1969), «La guerra de nuestros antepasados» (1973) y «El príncipe destronado» (1974); luego, ingresa en la Academia de la Lengua y sufre el peor revés de su vida: la muerte de su esposa, que le lleva a recluirse en su casa, hasta que resurge con «El disputado voto del señor Cayo» (1978); desde entonces le llueven los homenajes, los reconocimientos y premios de toda clase. Como el Príncipe de Asturias de las Letras, en 1982. Pero Delibes cada vez se deja ver menos, empleando ese tiempo en su última gran novela, «El hereje» (1998). Esa obra, y el título último que publicó, «De Valladolid», redondean un camino de ida y vuelta a su ciudad, al lugar de donde surgieron tantos personajes imborrables ya para siempre y que de por vida se asociarán con una editorial, Destino, y un editor, Josep Vergés.
Se vio con claridad tal intrahistoria gracias a un libro de 2002, “Correspondencia 1948-1986”, que dio cuenta de aquella relación y la función de este animador de la narrativa española desde la posguerra, hasta su muerte en 2001. En todas aquellas cartas, se hablaba mucho de dinero, de liquidaciones financieras, anticipos, porcentajes y pagos de artículos en un ambiente editorial cauto y en permanente crisis y amenaza franquista. Por algo Antonio Vilanova, en un prólogo que servía de resumen de las trayectorias paralelas del editor y del escritor, destacaba los dos asuntos principales de esta serie de más de quinientas epístolas: la venta de libros y el temor a la censura. Dos obsesiones compartidas a lo largo de una correspondencia que en realidad acababa en 1997 tras pasar revista, novela por novela, a la obra entera de Delibes desde dentro.
De este modo, conocíamos a un joven e inseguro Delibes que pedía consejos a Vergés o se quejaba de la negligencia de los correctores, que no podían evitar las erratas de sus libros, pero también descubríamos la historia de una relación afectuosa y sincera en la que se mezclaba trabajo y vida privada: alusiones a enfermedades o accidentes, nacimientos de hijos, muertes de amigos o dolencias personales. En suma, toda una vida dedicada al periodismo y la narrativa que tuvo un testigo de excepción, del que Delibes escribe: «Fue el único amigo asiduo, sincero y profundo que hice en los últimos cincuenta años».
Publicado en La Razón, 15-X-2020