«Las obsesiones son lo único que me importa. Lo que más me interesa es la perversión, que es el mal que me guía», dijo Patricia Highsmith en su diario de 1942. Entonces vivía en Nueva York, como guionista de cómics de superhéroes, junto a un manicomio, una cárcel, el ferroviario hacia Canadá y el canal de Hell Gate. Es decir, como dice su biógrafa Joan Schenkar, en medio de unos puntos cardinales formados por «el Crimen, el Castigo, las Vías del Tren y el Infierno». De repente, la realidad que había enfrente era el escenario para los crímenes que mostraban los periódicos y aquellos ficticios que podían saltar a la realidad, pues no son pocos los que han encontrado en la literatura métodos para delinquir. Y es que la autora texana dijo que veía un potencial asesino en cualquier tipo con el que nos tropezamos en la calle. Los trescientos sesenta y cinco días del año. Aunque algunas temporadas pudieran ser, por así decirlo, más “criminales” que otras.
Y es que somos animales climáticos. Josep Pla hablaba de cómo la tramontana gerundense afectaba al ánimo, y lo mismo se podría suponer de todo tipo de latitudes: la nieve o la insolación, la huella del desierto o el manantial. Así las cosas, ¿hasta qué punto, entonces, los factores climáticos, el lugar del planeta que habitemos, tiene una influencia en el lenguaje o el tono literarios? Parafraseando el título de la película de 1958 «El largo y cálido verano», protagonizada por Orson Welles y un joven Paul Newman –basada en parte en tres narraciones de William Faulkner–, se recreaba a la perfección el sudoroso ambiente del Sur norteamericano. De tal modo que se podría decir que la larga historia de la literatura está plagada, empapada, del sudor del calor. Calor asesino, en concerto y muy en especial, en el género de la novela negra ambientada en las grandes ciudades, que unen el suspense a la agobiante sofocación de unas calles tan peligrosas como abrasadoras. La misma Highsmith ambientó algunas de sus más celebradas tramas en el periodo de julio y agosto, sobre todo, como el caso, poco conocido, de “Small g: un idilio de verano”.
En esta novela, aparece un restaurante de Zúrich, frecuente local de encuentro homosexual, donde coinciden Rickie, un cincuentón cuyo amante, Peter, acaba de ser asesinado, y Luisa, una jovencita que también estaba enamorada de Peter y que se convertirá en el oscuro deseo de los clientes del bar. Pero si hemos de destacar una obra en que la autora tejana usó la temporada estival como gran trasfondo narrativo hay que acudir a las páginas de “El talento de Mr. Ripley”, en que aparece su personaje principal: el amoral y despiadado, aunque también gran seductor, Tom Ripley, capaz de cualquier cosa, aunque sea mediante el delito de sangre, por lograr satisfacer sus objetivos de estatus y económicos.
El suspense sofocante
La historia fue titulada, significativamente, “A pleno sol” cuando se adaptó al cine en 1960 por René Clement, con Alain Delon en el papel de Ripley; en 1999, se estrenaría un “remake” dirigido por Anthony Minghella y protagonizado por Matt Damon, Gwyneth Paltrow y Jude Law. Como el espectador y el lector tal vez recuerden, el argumento se asentaba en cómo un millonario americano le pedía a Ripley que intentara convencer a su hijo de que regresase a casa, todo lo cual conducía a una turbia relación que desembocaba en el crimen y el engaño en la Italia vacacional, lúdica y marítima.
De esta manera, el género “noir”, el tendente a lo policiaco, a desentrañar el suspense de un crimen, que tantas veces puede vincularse con lo negro literalmente, con lo oculto, con el blanco y negro y las imágenes de detectives con sombrero y gabardina bajo una fina llovizna en la gran pantalla, también puede tener un tinte claro y soleado, luminoso. Sin salir del Mediterráneo, podríamos visitar la Barcelona de Manuel Vázquez Montalbán y su personaje fetiche, Pepe Carvalho, cuya una de sus novelas estuvo enmarcada, “Sabotaje olímpico” se llamaba, en el verano de 1992; también cabría destacar otra más reciente de Toni Hill, “El verano de los juguetes rotos”, que nos presenta un insoportable periodo veraniego, del año 2010, para proponer una intriga que tendrá que resolver el inspector de los Mossos d´Esquadra Héctor Salgado.
Volviendo a Italia, un discípulo de Vázquez Montalbán como el prolífico Andrea Camilleri ambientó sus novelas, con su comisario Salvo Montalbano, pisando un territorio tan achicharrante en verano como el siciliano. Por su parte, la norteamericana tantos años radicada en Venecia, Donna Leon, iniciaba su novela “Con el agua al cuello” de esta manera: “Un hombre y una mujer enfrascados en una conversación se aproximaban a los escalones del Ponte dei Lustraferi, ambos con aspecto de estar acalorados e incómodos esa tarde de finales de julio. La ancha riva no tenía compasión con ninguno de los que la transitaban; la superficie blanca de la piedra trabajaba en connivencia con el sol y reflejaba en sus rostros la misma luz que les azotaba la espalda”. En esa soleada Venecia el comisario Brunetti tendrá que hacerse cargo de un caso de asesinato que guardaba relación con el tratamiento de aguas de la ciudad.
Calor callejero
Todos estos autores, directa o indirectamente, están en deuda con la gran Dama del Crimen, la británica Agatha Christie, que a raíz de sus viajes alrededor del mundo pudo conocer de primera mano, y luego trasladarlo a la literatura, cómo era la sensación asfixiante producida por el calor. El ejemplo más evidente de ello es “Muerte en el Nilo”, con un Hercules Poirot que tenía que enfrentarse al misterio del fallecimiento terrible de una mujer durante su luna de miel en Egipto, en medio de un crucero por el río.
Otro autor de una generación próxima a esta escritora, Chester Himes, estadounidense que falleció en Alicante en 1984, con su serie de novelas protagonizadas por los detectives “Ataúd” Ed Johnson y “Sepulturero” Jones, de la policía de Nueva York, firmó obras como “Empieza el calor”. En ella, se trataba de atrapar a dos delincuentes que habían huido –uno, un gigantón albino, y el otro un traficante enano– en medio de las calles de Harlem y padeciendo un calor sofocante. Un autor este, afroamericano, que recuerda a John Ball, también estadounidense, que alcanzó fama con “En el calor de la noche”, que obtuvo varios Óscar en 1967 tras llevarse al cine con Sidney Poitier como protagonista, y que presentaba un entorno de conflicto racial. Así, las calles de una pequeña ciudad sufrían el calor del verano mientras el policía Sam hallaba de casualidad el cadáver de un empresario importante en un barrio marginal, para después encontrar rápidamente a un posible asesino en la figura del negro Virgil Tibbs.
Asimismo, continuando con el mundo anglosajón, tendríamos la serie de novelas del superventas Richard Castle, que acostumbra a colocar el término “calor” en cada uno de sus títulos. Por citar un par, tendríamos “Tormenta de calor”, que presenta la comisaria de la policía neoyorquina en la que Nikki Heat y el detective Derrick Storm unen fuerzas por primera vez para salvar a la madre de ella; y “Ola de calor”, en que se investiga, con un sol de justicia presidiendo todo, un homicidio con trasfondo mafioso.
En suma, el lector tiene infinidad de opciones para incursionar en el vínculo entre asesinatos y época de vacaciones, como “Calor del verano”, de John Katzenbach, donde aparece un asesino que tiene aterrorizado Miami y que elige como interlocutor a un reportero con el que establecerá una relación enfermiza en la que este intenta ganarse la confianza del criminal para desenmascararlo. Todo con un telón de fondo repleto de bochorno y lluvias tropicales que dan una tregua momentánea a la sensación irrespirable provocada por las temperaturas extremas que rebasan los treinta o cuarenta grados.
Publicado en La Razón, 12-IX-2021