Foto: biblioteca de Praga
La sombra del totalitarismo soviético se alarga en determinados autores de varias generaciones que lo padecieron en sus carnes, reflejándose en obras de trasfondo grave. Uno de ellos fue Milan Kundera –hijo del pianista Ludvik Kundera–, del que se recuperó en fechas recientes un par de textos en “Un occidente secuestrado. La tragedia de Europa Central”. Se trataba del discurso que dio ante el Congreso de Escritores de 1967, titulado “La literatura y las pequeñas naciones”, en el que defendió la libertad creativa de los escritores, y de “Un Occidente secuestrado” (1983), en que analiza cómo quedó el continente después de la Segunda Guerra Mundial: compuesto de la Europa occidental, la Europa oriental y “esa parte de Europa situada geográficamente en el centro, culturalmente en el Oeste y políticamente en el Este, la más complicada de las tres”.
Para el autor checo, allí se concentraba el drama de Europa, el lugar donde sucedió la revuelta húngara de 1956 y su subsiguiente masacre; la Primavera de Praga y la ocupación de Checoslovaquia en 1968; las revueltas polacas de 1956, 1968, 1970… “Ni por su contenido dramático ni por su alcance histórico, nada de lo que ocurre en la Europa geográfica, ni en el oeste ni en el este, puede compararse con esa cadena de revueltas centroeuropeas”, decía gravemente. Sin embargo, en sus años de senectud, Kundera también demostró que podía enfrentarse a lo que implica vivir en el totalitarismo con un tinte, podríamos decir, lúdico.
De esta manera, escribió el divertimento “La fiesta de la insignificancia” (2014), que significó una forma muy personal de volver a la narrativa quince años después de componer “La ignorancia”, la historia de dos checoslovacos que regresaban a su tierra tras exiliarse y veía cómo se desmoronaba el comunismo en el Este europeo. Lo hizo entre ocurrencias supuestamente humorísticas a partir de las andanzas de unos cuantos amigos en el París actual; todo ello en torno a las alusiones a cierto seductor muy brillante en sus chistes, a cierta reciente viuda y a la idea de hacer un teatro de marionetas, más la explicación de por qué Kaliningrado se llama así. Y es que la ciudad báltica perteneciente a Prusia, que se anexionó a la URSS tras la Segunda Guerra Mundial, fue rebautizada (se llamaba Königsberg) en homenaje al revolucionario bolchevique Mijaíl Kalinin, uno de los secuaces más fieles y despiadados de Stalin.
Sentimiento de culpa
Así pues, en aquel momento, cuando contaba ochenta y cinco años —nació en Brno en 1929—, el autor se dio una tregua en sus temas trascendentes o de tono sociopolítico; era un Kundera nuevo, irreconocible, que lograba algún pasaje notable, pero al fin frívolo en su empeño de entretener sin un argumento detrás que alcanzase un desenlace óptimo. Alain, Ramón, D’Ardelo, Charles y Calibán eran los amigos que protagonizaban escenas en grupo o en solitario, concebidas a modo de breves apariciones teatrales. Los párrafos de tipo humorístico sobre lo erótico del ombligo de las mujeres, sobre las colas que se formaban en una exposición de Chagall, sobre la forma de mentir con respecto a que se sufre cáncer… eran meras anécdotas cuya calidad narrativa cabía cuestionar, por lo que hacía pensar que los mejores periodos de la narrativa del autor habían quedado bastante atrás.
La dispersión de asuntos que abordaba este texto se acentuaba al hablar de las madres de los personajes, de una suicida convertida en asesina y de los llamados «perdonazos», o sea, aquellos que piden perdón por cualquier cosa: «Sentirse o no sentirse culpable. Creo que todo radica en eso». Y con eso pareciera que Kundera hubiera querido sintetizar la médula espinal de la personalidad literaria y personal de algunos de sus compatriotas, de un Franz Kafka, de un Bohumi Hrabal, siempre tendentes a verse culpables de algo por la presión social o un exceso de autocrítica, lo cual se deja sentir incluso en el momento de afrontar la muerte. El propio Kundera, en 1989, publicó “La inmortalidad”, en cuyo capítulo «El suicidio», escribía a propósito de una mujer que amenazaba con quitarse la vida: «Todo el mundo tiene derecho a matarse. Es parte de su libertad».
Tal libertad podía ser extremadamente difícil de obtener en el plano más simple, habida cuenta de que tras la guerra, en 1948, en tierras checas se impuso el régimen comunista desde Moscú, y enseguida se vio que la obra de autores como el mismo Hrabal no podía sintonizar con los estándares que se querían para el arte, en que debía primar el realismo socialista. En un cómic, de David Zane Mairowitz y Robert Crumb, se dice que «quizás el verdadero peligro de que los disidentes checos leyeran a Kafka era precisamente que lo consideraban realista. Los pocos que lograban obtener un ejemplar de “El proceso” ingresado de contrabando, no encontraban allí demasiadas diferencias con su vida cotidiana en la Checoslovaquia estalinista, con sus informantes, sus denuncias públicas y, sobre todo, sus “juicios de exhibición” de los exdirigentes comunistas, que se acusaban a sí mismos públicamente de delitos que nunca cometieron». De modo que se ordenó que dejaran de distribuirse sus libros.
Literatura para soportar la vida
Por su parte, Kundera buscó la manera de criticar la sociedad comunista checa en sus primeras novelas, “La broma” (1967), “El libro de los amores ridículos” (1970) y “La vida está en otra parte” (1973). Fueron años duros, en los que, tras la invasión soviética de Checoslovaquia, en 1968, cayó en el ostracismo: no sólo sus obras fueron prohibidas, sino que perdió su puesto de profesor en el Instituto Cinematográfico de Praga, donde dio clases de historia del cine desde 1959 a 1969, de forma que empezó a proyectar lo que sería vivir en el extranjero. Lo consiguió en 1975, haciéndose profesor de literatura comparada en la Universidad de Rennes hasta 1980 y, más adelante, en la École des Hautes Études de París. Es más, en 1981 adoptó la nacionalidad francesa y supervisó durante los años siguientes una traducción completa de su narrativa al francés.
Aparte de las narraciones citadas, cabe citar entre sus escritos los ensayos literarios “El arte de la novela” (1986) y “Los testamentos traicionados” (1993), y, como dramaturgo, “Los propietarios de las llaves” (1962) y “Jacques y su amo” (1975). Pero, sobre todo, a Kundera se le recuerda desde hace décadas por “La insoportable levedad del ser” (1984), una historia de amor realmente intensa, donde se asoman los celos, el sexo y las traiciones: todo un cóctel explosivo de emociones protagonizado por una mujer de apariencia frágil, Teresa, y el cirujano (y muy mujeriego) Tomás, por una parte, y por Franz y la pintora Sabina, a su vez amante también de Tomás, en plena Primavera de Praga. La obra tuvo una famosa adaptación al cine por parte de Philip Kaufman, en una cinta con grandes dosis de erotismo y un elenco de actores que harían una carrera brillante: Daniel Day-Lewis, Juliette Binoche y Lena Olin, entre otros. Una novela que, en suma, recorría la historia reciente de Checoslovaquia y su trasfondo de represión comunista, hasta el punto de que Tomás sufría la depuración del gobierno y, Sabina, la presión de no poder salirse de las directrices artísticas que marcaba el régimen, en busca de una libertad imposible.
Publicado en La Razón, 12-VII-2023