Jean Braudillard, en su texto
«New York», dijo: «Aquí el número de gente que piensa sola, que canta sola, que
come y habla sola por las calles es vaporoso. Sin embargo, no se aúnan. Por el
contrario, se sustraen los unos a los otros y su parecido es dudoso. Pero hay
cierta soledad que no se parece a ninguna. La del hombre que prepara
públicamente su almuerzo sobre un muro, sobre la capota de un coche o a lo
largo de una verja, solo. Esto se ve aquí por todas partes, es la escena más
triste del mundo, más que la miseria. Más triste todavía que el mendigo es el
que come a solas en público».
Pues bien, de
todo eso Vivek H. Murthy tuvo hace unos pocos años una opinión muy fundada,
producto de su trabajo sanitario, tanto en hospitales como en cargos de
carácter institucional, que reflejó en «Juntos.
El poder de la conexión humana» (Crítica, 2021), donde presentó la idea
de que el mundo parece más conectado que nunca, pero la soledad se extiende
como una epidemia, preguntándose: ¿cuál es el efecto que tiene en nosotros y
cómo podemos tratarla, incluso en la distancia? Murthy afirmaba que la soledad constituye un problema de salud pública y
que no es casualidad que, en algunos países, los gobiernos la hayan incorporado
a sus agendas de trabajo, dado que constituye el origen y agente colaborador de
muchas de las epidemias generalizadas, desde el alcoholismo y la drogadicción
hasta la violencia, la depresión o la ansiedad.
Pero la soledad
no sólo afecta a la salud, sino también a cómo viven nuestros hijos el colegio,
a nuestro rendimiento en el trabajo y al sentimiento de división que reina en
nuestra sociedad, y que la pandemia del Covid-19 puso de relieve más que nunca.
De hecho, este médico de Harvard ayudó a liderar la respuesta nacional para
hacer frente a varios retos de salud como el virus del ébola y del zika. Así
las cosas, viajando por Norteamérica para analizar cuestiones como la obesidad,
las enfermedades relacionadas con el tabaco, la salud mental y la vacunación
como instrumento preventivo, se dio cuenta de que aparecía, de forma
recurrente, otro asunto.
Se
trataba de la soledad, según sus palabras, «la sensación subjetiva de carecer de los contactos sociales que
necesitamos». Es esa sensación de sentirse desamparado o abandonado, lo
cual no es incompatible con estar rodeado por gente, incluso, claro está,
conviviendo bajo un mismo techo. Todo lo cual afecta a la salud de forma
contundente, pues hay artículos de investigación que concluyen que la soledad
se asocia a un riesgo más elevado de enfermedades
coronarias, hipertensión, ictus, demencia, depresión y ansiedad.
Estar solo en
las ciudades
De
esta soledad pandémica, pero a la vez tan intrínseca a la naturaleza humana,
habla Juan Gómez Bárcena (Santander, 1984) en «Mapa de soledades» (a la venta este día 9 de octubre), y con un
carácter marcadamente literario. De hecho, empieza su libro aludiendo al
uruguayo Horacio Quiroga, que buscó aislarse en la selva, lo cual conecta con
su propia experiencia en Buenos Aires, ciudad
la que acudió hace un par de años y donde conoció, afirma, «una nueva
forma de soledad: la que solo puede florecer en los limbos, en las salas de
espera, en los periodos de cuarentena. La soledad que se asienta en el tiempo
conjetural de las promesas». Así, seguimos los pasos de Bárcena, que cumple su
anhelo de conocer el lugar donde vivió Quiroga, al que biografía en estas páginas.
De
este modo, autobiografía, viaje personal, vidas literarias y ensayo se mezclan
en busca de entender una palabra que persiguió al autor de manera constante:
«soledumbre», que en su primera acepción de diccionario, «se refiere a un
paraje solitario o vacío de presencia humana. Por ejemplo, un desierto. Por
ejemplo, la cumbre de una montaña. Un océano sin barcos». Y es que,
ciertamente, los lugares amplios, también llenos de gentes, como las ciudades,
son «un espacio de anonimato. Bárcena reflexiona sobre ello a raíz de su
experiencia en Madrid, Budapest, Roma o Ciudad de México, lo que le lleva
inevitablemente a analizar tanto las soledades sufrientes como aquella soledad
que, «cuando es elegida y no corre el riesgo de prolongarse en el tiempo, puede
ser provechosa y hasta iluminadora».
El
miedo a la invisibilidad del solitario, la soledad no como un accidente del
individualismo, sino su consecuencia, la soledad de los abuelos, la vida de Pedro
Serrano, que naufragó en 1526 e inspiró el personaje de Robinson Crusoe –que,
por cierto, Daniel Defoe apenas hace que piense en su soledad–, la existencia
en un monasterio o en ciertos ámbitos dentro de la cultura japonesa… De una
gran cantidad de asuntos derivados del estar solo habla Bárcena: de la soledad
más cotidiana como es la del hogar –«Si tantas amas de casa se han sentido y se
sienten solas no es tanto por la naturaleza de su trabajo como por las
condiciones de invisibilidad en que ese trabajo ha tendido a realizare»– o la
soledad de la maternidad. En este sentido, el presente ensayo presenta vidas
femeninas de modo particular, ya sea Virginia Woolf o Emily Dickinson.
Soledad, blanca soledad
Asimismo,
el autor se hace eco de cómo, a lo largo de los últimos años, lo que da en
llamar el problema de la soledad no elegida se ha convertido en un tema de
intensa reflexión, de ahí que «Mapa de soledades» esté poblado de muchas
referencias bibliográficas, tanto literarias como de otros campos del saber.
Bárcena explora la soledad de las montañas y los mares, la de los insomnes, la
de figuras históricas como María Antonieta, y llega a la conclusión de que «la
soledad, como la nieve, paraliza y congela. El solitario corre el riesgo de
petrificarse por completo, como teme Sylvia Plath en sus diarios: “Después de pasar
demasiado tiempo sola, siempre tengo la impresión de haberme convertido en una
gárgola y de que la gente se dará cuenta”». Por lo tanto, prosigue el narrador
santanderino –en el capítulo «Casquetes polares»–, la soledad es «fría, blanca,
silenciosa».
Todo
ello puede, ciertamente, afectar profundamente al ser humano, pues se ha
observado que las personas solas tienen una probabilidad mayor de dormir mal,
sufrir disfunciones del sistema inmune y desarrollar conductas compulsivas y deterioros en la capacidad de juicio. Por
ejemplo, el psiquiatra y psicólogo John
Cacioppo, al que muchos se refieren como «el doctor Soledad», comparó la
soledad con el hambre y la sed, identificándola como una señal de advertencia
necesaria, con raíces bioquímicas y
genéticas. Los maestros y muchos
padres transmitían a Murthy una preocupación creciente por el aislamiento de
los hijos, incluidos los que dedicaban mucho tiempo a las redes sociales y a
las pantallas. A partir de estas observaciones, explicaba que se han identificado
tres «dimensiones» de la soledad: la soledad íntima o emocional, que conlleva
el deseo de contar con una persona muy cercana, con la que poder sincerarse; la
soledad relacional o social, que es el anhelo de disponer de buenos amigos, de
compañía y apoyo social; y la soledad colectiva, que es el ansia por tener una
red o una comunidad de personas que compartan los mismos propósitos e
intereses.
Publicado en La
Razón, 5-X-2024