En 1886, se publicaba “El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde”, en que, huelga decirlo, un científico, tras ingerir una bebida de su invención que tenía la capacidad de separar la parte más humana del lado más maléfico de una persona, se convertía en un atroz criminal. Ahí, Robert Louis Stevenson quería representar, desde luego, la doble faz del ser humano, y era fácil inspirarse en personas reales; se supone, por ejemplo, que el autor escocés se inspiró en la vida de un adinerado ebanista, además de presidente de la Cámara de Comercio de Edimburgo, que por las noches dirigía una peligrosa banda de atracadores. Un perfil este de doble identidad que el cine ha explotado hasta el infinito: el del hombre respetable en apariencia que tiene un reverso terrible y elige la oscuridad para llevar a cabo planes monstruosos.
Lo supo bien Peter Vronsky, que en “Hijos de Caín. Una historia de los asesinos en serie” (Ariel, 2020) se concentró en estudiar los psicópatas más crueles que han existido a lo largo de la historia, en Europa y Estados Unidos, con actos que incluían violación, tortura, mutilación, canibalismo o necrofilia. Entre ellos tenía un protagonismo absoluto Jack el Destripador, que «sigue siendo el monte Everest de esos asesinos. Se trata de un asesino en serie paradigmático que ha tenido muchos imitadores que se forjaron teniendo como modelo lo que ellos pensaban que era Jack el Destripador», decía.
No fue el primer asesino en serie del mundo —«Estoy centrado en las putas y no pararé de rajarlas hasta que me pillen», dijo en una carta anónima a la prensa—, y Vronsky así lo explicitaba al hablar de los crímenes sexuales en Gran Bretaña antes de este hombre que jamás fue atrapado ni identificado. Citaba así casos legendarios como el de William Burke o William Hare, que en Edimburgo perpetraron, al menos, dieciséis asesinatos en serie en 1828, para vender los cadáveres a las facultades de medicina. Pero no hay que olvidar que también ha habido asesinas en serie, «mujeres, que emplearon veneno o asfixia para matar a sus maridos, amantes, hijos, hermanos, padres, conocidos o desconocidos de todas las edades por una cantidad de motivos depredadores, hedonísticos, de beneficios y psicopatológicos». Incluso Vronsky señalaba que eran tan habituales estas acciones terribles que el Parlamento británico debatió la promulgación de una ley que prohibiese la venta de arsénico a las mujeres.
Lo doce del psiquiátrico
A este respecto, un caso más conocido, por su traslación televisiva reciente, es el de Ted Bundy, que asesinó por lo menos a 36 jóvenes estudiantes universitarias en seis estados. Asimismo, Vronsky decía que el francés Joseph Vacher, «el Destripador del Sureste» o el «Asesino de Pastorcillos», mató de forma más sobrecogedora que Jack, y puede considerarse el primer asesino en serie «moderno», por lo que se refiere a la investigación, las modernas técnicas forenses y los debates psiquiátricos y legales que acabó generando. Vacher fue detenido y juzgado, tras matar a diversas jóvenes en zonas rurales francesas.
Todos estos casos que estamos apuntando los conocerá sobradamente la psiquiatra forense y psicoterapeuta Gwen Adshead, doctora honoris causa por la Facultad de Medicina del Hospital Saint George y máster en Derecho y Ética médica. Ha escrito, junto a la dramaturga Eileen Horne –el texto es muy narrativo y está inundando de diálogos–, este “El demonio que hay en ti. Una mirada compasiva a la crueldad humana desde la psiquiatría forense” (traducción de Violeta Radovich), que ha sido todo un superventas en el Reino Unido. Es el resultado de trabajar, durante décadas, en hospitales y cárceles tratando de ayudar a pirómanos, pedófilos y asesinos de todo pelaje, marcados por una dolencia mental extremadamente grave.
El punto de partida es, cuando menos, particular: mirar a tales perturbados tan peligrosos de manera compasiva. Para ello, recurre a las vidas particulares de doce de sus pacientes, la mitad casi mujeres, aunque estas representen menos del cinco por ciento de los delincuentes del Reino Unido. Asesinato, incendios provocados, acoso y violencia sexual son los delitos que protagonizan estos enfermos violentos que, paradójicamente, según Adshead, pueden traernos “consuelo y esperanza”. El objetivo es conocer más a fondo la naturaleza humana, hasta concluir que es posible “convertir el gran sufrimiento vivido y causado por una minoría desafortunada en relatos valiosos para la mayoría. A pesar de sus diferencias, cada paciente aquí representado revela cómo el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto y las etiquetas de víctima y agresor no son inamovibles y pueden coexistir”.
Lo macabro y lo médico
Todo empieza a mediados de los años noventa, cuando en una reunión en un centro psiquiátrico el coordinador pregunta quién quiere encargarse de un asesino en serie. Adshead, por entonces muy joven, acepta el reto, y entonces empieza a tratar a un tipo que había decapitado a sus víctimas. Las autoras van contando con gran pulso literario, añadiendo datos útiles sobre el estado de la salud mental en la sanidad pública o sobre la historia de este tipo de investigaciones, el proceso terapéutico entero: desde que la doctora entra en contacto con el paciente hasta que lo deja de atender. Así, realizando ese recorrido en paralelo a cada relato, lo macabro y lo médico atraen nuestro interés por igual. Mantener el contacto visual, formular preguntas inesperadas, llenar o alargar los silencios…
Cada pequeño acto frente al criminal lo muestra Adshead con tal vivacidad que logra hacernos sentar a su lado, contemplando a ese individuo que habla de sus pesadillas, de sus intentos de suicidio, de las agresiones sufridas por parte de otros reclusos. En ocasiones, se puede tardar todo un año en conseguir que el paciente se abra y comparta sus pensamientos. En una ocasión, aparece un episodio biográfico de malos tratos en la infancia; en otros, se hace preponderante la falta de autoestima o la soledad, o la excitación sexual que se despierta al acosar a otros. Y algo esperable en este contexto: cómo los compañeros de trabajo del asesino de turno se quedan atónitos al enterarse de que compartían tiempo y lugar con un loco homicida.
El primer caso expuesto va en esa dirección: un hombre que se empleaba como camarero durante el día, de forma eficiente y cordial, y como depredador sexual por las noches en locales gais. Jekyll y Hyde. Un total “desdoblamiento”, término acuñado por Robert Lifton en un estudio de 1986 sobre los médicos nazis, refiere Adshead, en que se hablaba de aquellos que tenían un “yo de Auschwitz”, desalmado, y otro “yo humano” fuera del campo, en su ámbito profesional o familiar. Y es que, según las conclusiones de un simposio en 2008, la mayor parte de estos seres sanguinarios no son personas solitarias o marginadas, sino gente normal que tiene una vida social corriente. Ahí surgiría otro tópico de este entorno delictivo que podríamos llamar como la novela del 2001 de Andreu Martín «Bellísimas personas» (sobre lo que se pensaba del tipo encantador que parecía imposible que acabara siendo un malvado). Aquella vez, la sugerente frase que completaba la cubierta del libro, «No te acerques al asesino: podría fascinarte», daba en el clavo.
Publicado en La Razón, 17-II-2024