Hace unos años, en un libro, Jürgen Osterhammel explicó un siglo, el XIX, que se desbordaba en el tiempo, pues él lo databa entre 1760, con la Revolución americana, y 1920, «es decir, con la transición a una posguerra global, en la que las nuevas tecnologías y nuevas ideologías abrieron un abismo entre aquel presente y la época anterior a 1914» (“La transformación del mundo. Una historia global del siglo XIX”, Crítica, 2021). Mil temas de toda índole se abordaban ahí en torno a una época que generó unas tendencias que se hicieron preponderantes en la siguiente centuria: la industrialización, la urbanización, la formación de Estados nacionales, el colonialismo y la globalización.
Esta etapa se caracterizó, sobre todo, por el progreso –o el mejoramiento, en todos los órdenes sociales–, la cual cosa se vio en un ascenso de la productividad laboral sin precedentes, algo que se puede calcular por la cantidad de bienes materiales per cápita, lo que también reflejó la multiplicación de la riqueza; una etapa que contempló una revolución agrícola incluso anterior a la industrial, y una eficiencia tecnológica de la que se vieron favorecidas las fuerzas armadas. No obstante, siempre hay quien ve con malos ojos cualquier cambio de dimensión social, como el Goethe que dijo que prefería la injusticia al desorden, a raíz de uno de los episodios violentos ocurridos en la primera de las guerras revolucionarias francesas, en 1793, que enfrentó victoriosamente a Francia con Austria y otros países.
Semejante aserto, en esos años de la Revolución francesa, se hizo ostensible para él al calificar tal fenómeno de «terrible suceso elemental, una especie de catástrofe de la naturaleza en el mundo político, la irrupción de un volcán». Su biógrafo Rüdiger Safranski explicó que al autor le atraía lo paulatino, mientras que lo súbito y violento le repelía, tanto en la naturaleza como en la sociedad; miraba cómo cambiaba el mundo, pero sólo se esforzaba por el cambio de sí mismo. Individualidad, pues, frente a colectividad. Y es que ambos extremos se ponen de manifiesto frente a cada revolución: los dispuestos a modificarlo todo y los comprometidos para que nadie cambie Como decía Maquiavelo, «no hay nada más difícil de emprender, más peligroso de llevar a cabo y con menos garantías de éxito, que tomar la iniciativa en la introducción de un nuevo orden de cosas, porque la innovación tiene como enemigos a todos aquellos que se beneficiaron de las condiciones antiguas». Un punto de vista que cuatro siglos después Giuseppe Tomasi di Lampedusa heredará para, rizando el rizo, crear aquella memorable afirmación de su novela El Gatopardo: «A veces, es necesario que todo cambie para que todo siga igual».
Barbaridades en común
A este respecto, Gero von Randow, mediante su libro “Revoluciones. Cuando el pueblo se levanta” (Turner, 2018), ofreció la posibilidad de valorar si cada acontecimiento volcánico que protagonizó el pueblo llano supuso una mejora ante el inmovilismo o, al decir del autor siciliano, todo quiso cambiarse para todo continuara igual, o incluso peor. En este último sentido, cabrá contemplar como una de las consecuencias más nocivas de las revoluciones la violencia y el sufrimiento de gentes de todas las clases sociales. En su definición del término, aludiendo a su carácter emocional, decía Von Randow que las revoluciones «son experiencias colectivas. Actos de liberación colectivos y, desgraciadamente, a menudo barbaridades cometidas en común».
¿Pensará lo mismo Christopher Clark, catedrático de Historia en la Universidad de Cambridge y autor de varios libros superventas? La respuesta está en “Primavera revolucionaria. La lucha por un mundo nuevo 1848-1849” (traducción de Eva Rodríguez). Aquí califica de únicos los disturbios políticos de tales años, que emergieron de forma paralela en todo el continente, en Suiza, Portugal, Valaquia, Moldavia, Noruega, Dinamarca, Palermo, Suecia o las islas Jónicas. “Aquella fue la única revolución auténticamente europea que ha habido jamás”, llega a decir, con la teoría de que ni la Revolución francesa de 1789, ni la Revolución de Julio de 1830, ni la Comuna de París de 1870 o las revoluciones rusas de 1905 y 1917 “produjeron una sacudida transcontinental comparable”.
Clark estudia tales revueltas y las emparenta con algunas del siglo XXI, como la que se produjo en la plaza Tahrir. Por ejemplo, en mayo de 1848, los manifestantes radicales intentaron derrocar la Asamblea Nacional francesa; en Viena, los demócratas austriacos protestaban por el hecho de que no llegaban las esperadas reformas liberales; en junio, hubo violencia extrema entre los dirigentes liberales y masas de gentes en diversas ciudades. “En París, todo esto culminó en la brutalidad y la sangría de las Jornadas de Junio, que causaron la muerte de al menos 3.000 insurgentes”, a lo que le siguió un otoño aún más turbulento. Se desarrolló, cuenta Clark, una contrarrevolución en Berlín, Praga y Valaquia, y entonces los parlamentos se cerraron y los insurgentes fueron arrestados.
¿Revueltas fracasadas?
La tesis del autor, en última instancia, será que aquellas revoluciones de 1848 no fueron un fracaso que sólo llevó a la destrucción y al crimen, sino que produjeron cambios constitucionales y Europa no fue la misma. Se trató, también, de una revolución en pos de la libertad de prensa, asociación y palabra dentro de un contexto en que se hacía todopoderoso el Estado-nación. En todo caso, fue un choque de viejos y nuevos poderes, apunta Clark, convencido de que hasta instituciones como la Iglesia católica se vieron afectadas por ello. El investigador, así, nos lleva al tiempo previo de 1848, en un clima de gran malestar social y pobreza generalizada. Contextualiza el ambiente político que rodeó aquella época para luego centrarse en la creación de los nuevos gobiernos que fueron sucediéndose o cómo se desenvolvieron determinados revolucionarios.
Más adelante, aparecen las reflexiones sobre el declive de las energías revolucionarias y las acciones políticas que dieron fin violento a esos disturbios, para pasar a analizar una parte de la ingente cantidad de testimonios personales en torno a hechos y figuras importantes. Veremos a Giuseppe Garibaldi, Marie d’Agoult (para el autor la que mejor ha escrito, bajo seudónimo masculino, la historia contemporánea de las revoluciones en Francia), el socialista Louis Blanc, el líder del movimiento nacional húngaro Lajos Kossuth, el teórico social Alexis de Tocqueville, el poeta y patriota húngaro Sándor Petofi, el sacerdote Félicité de Lamennais, el periodista y soldado valaco Nocolae Balcescu o George Sand, que redactaba boletines revolucionarios para el gobierno provisional parisino.
En todo caso, como toda revolución, lo que se cambió fue la desesperación personal por la experiencia de la fuerza de la comunidad, como sugirió Von Randow, todo lo cual acababa siempre a asesinados, hambruna y terror: un acontecimiento que de nutrir las esperanzas de millones de personas pasó a ser sinónimo de decepción mayúscula. Y es que parece que lo decepcionante es enseguida adjetivo que acompaña a muchas revoluciones. Lo importante, en todo caso, es que lo revolucionario es algo latente siempre en toda sociedad que se sienta indignada, y que la chispa que encienda el levantamiento popular, la lava que temía Goethe, puede encenderse en el momento más inesperado. Sin embargo, las revoluciones terminan siempre con el triunfo de la realidad sobre los sueños. Es decir, con el sueño de los ideales reformadores desaparecidos.
Publicado en La Razón, 27-IV-2024