Desde el fin de la Guerra franco-prusiana, en 1871, y el comienzo de la Primera Guerra Mundial, en 1914, con un caldo de cultivo antisemita que iría en ascenso y tendría su espantoso clímax con la Solución Final hitleriana, no faltaron judíos que, con gran valentía, y además en la flor de la juventud, se enfrentaran a los actos criminales que estaban sufriendo, a veces de manera harto asombrosa. Pudo conocerse una realmente singular en “El chivo expiatorio de Hitler. La historia de Herschel Grynzspan y el inicio del Holocausto” (Galaxia Gutenberg, 2020), de Stephen Koch, en que vimos cómo el 9 de noviembre de 1938, un adolescente que vivía en París, llamado Herschel Grynszpan, compró un pequeño revólver, fue a la embajada alemana en la capital francesa y disparó al primer diplomático que se cruzó por su camino.
Grynszpan había sufrido la tragedia de haber perdido a sus familiares, que como tantos de miles de judíos polacos habían sido deportados de su Alemania natal. El diplomático falleció al cabo de dos días, y Hitler y Goebbels usaron tal acontecimiento para reforzar su impronta supremacista; se convirtió el ataque a la embajada en un pretexto para que se desencadenara «la gran ola de violencia y terror antisemita patrocinada por el Estado, que se conocería más tarde como Kristallnacht (“Noche de los cristales rotos”), el pogromo que muchos consideran el detonante del Holocausto», escribía Koch. Así, este muchacho furioso por el devenir de sus seres queridos y con ansias vengativas, de un día para el otro se hizo célebre, pues su cara apareció en los periódicos. Pero no todo acabó ahí, pues Grynszpan también tuvo un papel destacado, pese a estar confinado en una cárcel, nada menos que en la Segunda Guerra Mundial.
Koch desvelaba tal cosa hablando de la trayectoria de este joven, que fue capturado con la caída de Francia y llevado a Berlín, donde pasó a ser prisionero de la Gestapo, al tiempo que se iba elevando como una figura de resistencia frente al opresor. De hecho, su situación trascendió y una periodista muy conocida en la época por su vehemencia antinazi, llamada Dorothy Thompson –la primera periodista estadounidense en ser expulsada de Alemania por los nacionalsocialistas–, puso todo su empeño para contratar a los mejores abogados franceses que pudieran evitar el juicio y segura sentencia de muerte a Grynszpan.
Invierno de 1943
Entonces, empezó un enredo digno de una novela o película: «Se sucedieron los rumores de carácter sexual y político a su alrededor», puesto que se lanzó la hipótesis de que él era homosexual, y el asesinato había surgido por un motivo pasional, lo cual al final usó Grynszpan para tumbar las acusaciones de los nazis, con todo su conjunto de conspiraciones paranoicas; una idea que Goebbels reconocería muy insolente pero a la vez inteligente. Por otro lado, «los alemanes lo acusaron de ser un agente británico. Algunos antinazis influyentes sospechaban que era un agente de la Gestapo y que su misión era provocar la Kristallnacht», apuntaba el historiador.
La idea de que los judíos eran los instigadores de la guerra, y que la mecha de todo la había prendido Herschel, siguió en mente para Hitler, y el apresado percibió que estaba siendo usado para sus fines propagandísticos, hasta el punto de que Koch calificaba de un «duelo de ingenio» lo que se produjo entre el Führer y Goebbels y el muchacho, que buscó la forma de sabotear el juicio. Así, Grynszpan pasó el resto de su vida en custodia alemana, en prisión primero y luego en dos campos de concentración, en un búnker reservado a «prisioneros especiales», que compartía con el canciller de Austria, Kurt Schuschnigg.
Lo curioso es que Goebbels vio dificultades a la hora de juzgar a Grynszpan en Alemania por el hecho de haber cometido un crimen en territorio extranjero, y también por ser menor de edad en el momento del delito; estos dilemas se prolongaron durante los años 1940 y 1941, y al fin, sería acusado de traición, si bien los acontecimientos impidieron que se celebrara el juicio por la entrada de los Estados Unidos en la contienda y las derrotas germanas en el frente oriental cercano a Moscú. En última instancia, lo que siguió estaría inundado de misterios: diversos datos lo situaron con vida hasta en 1946, pero nada más se supo de él.
Grynszpan no fue el único joven que intentó detener a los nazis. Muy al contrario, hubo más, muy en particular los que operaron, desde la Universidad de Múnich, por medio de la asociación La Rosa Blanca: Hans y Sophie Scholl, (24 y 22 años), Alexander Schmorell (25), Willi Graf (24) y Christoph Probst (23) fueron sus principales baluartes. Ellos y otros colaboradores se encargaron de imprimir y distribuir panfletos entre la población alemana con el mensaje de resistir, de manera no violenta, ante los nacionalsocialistas, y a su estudio se ha dedicado Guillermo García Domingo (Madrid, 1975) hasta escribir “Enemigos de Hitler. Juventud y resistencia en la Alemania nazi”. El autor, profesor de Filosofía y experto en René Descartes, traslada al lector, al comienzo de un modo fuertemente narrativo, al invierno de 1943, en unos momentos en que aviones británicos tenían el objetivo de “desmoralizar a la población alemana con la ayuda de unas octavillas que iban a lanzar sobre ella, para que recapacitara y dejara de prestar apoyo a Hitler”.
En la guillotina
Este fenómeno ha sido poco explorado, entre otras cosas porque hasta fechas más o menos recientes no se había podido acceder a determinados archivos que permanecían clasificados y que nos abren a los componentes de La Rosa Blanca. Estos justamente habían sido los redactores de tales octavillas, los cuales tenían también otro miembro, más adulto, con el que empieza el libro García Domingo, preguntándose por él: Kurt Huber, profesor universitario que había escrito una particularmente subversiva y que llegaría a la Real Fuerza Aérea británica con el fin de lanzarse, después de ser multiplicada en miles de ejemplares, sobre el territorio de Alemania. “La respuesta da pie a un argumento digno de una novela de espías. Cada una de las letras mecanografiadas le costó un alto precio a su autor”.
Se trataba de la sexta hoja, “que resultó determinante y fatal para todos y cada uno de ellos. La hoja fue distribuida en Múnich y en otros lugares de Alemania, y cayó en manos de un personaje extraordinario: Helmuth James von Moltke”. El autor, así, sigue las huellas de este conde que, por su situación acomodada, no se vio obligado a buscar amparo en el partido nazi (como hicieron, por cierto, la friolera de ocho millones de alemanes al afiliarse a dicho partido durante el III Reich). El conde llevaba un ejemplar de esa hoja del grupo de la resistencia muniquesa y pudo compartirla en diversos lugares europeos por los que viajó aquel invierno, hasta que un contacto de Suecia (país neutral en la Segunda Guerra Mundial) llevó el papel a Inglaterra «junto con un breve informe sobre los valientes estudiantes de Múnich. Von Moltke quería que los aliados, Gran Bretaña particularmente, conocieran la existencia de la “otra Alemania”, la que se oponía a Hitler y que, con el apoyo de la población que cada vez manifestaba una mayor desafección hacia el régimen, por las recientes derrotas y bombardeos aliados sobre las ciudades, podía propiciar el final de la guerra y una consecuente posguerra democrática en Alemania».
Además, en Estocolmo, el conde escribió un informe sobre los universitarios de Múnich para que llegara a Londres donde aseguraba «que estaba impresionado y contento de que hubiera jóvenes con el coraje para “think for themselves” (pensar por ellos mismos) y actuar en consecuencia, aunque no compartiera del todo su método de enfrentarse directamente al régimen porque resultaba demasiado costoso en vidas». No en balde, por supuesto era extremadamente peligroso realizar cualquier acción de rebeldía ante la constante vigilancia de la Gestapo. De hecho, cuando el 18 de febrero se repartieran panfletos por los pasillos de la Universidad de Medicina de Múnich, Sophie tiró un puñado de papeles desde la planta superior, y de inmediato un conserje denunció a los hermanos Scholl a la policía secreta. El resultado: interrogatorio, un juicio sin abogado y condena instantánea al ser vistos como traidores a la patria. A los Scholl y al resto del grupo, que también fueron apresados, les esperaba una muerte por guillotina.
Publicado en La Razón, 5-V-2024