El proyecto intelectual que acabó cristalizando en lo que se dio en llamar Ilustración estuvo fuertemente ligado a las actividades políticas de sus protagonistas (muchos defendían que la Constitución tendría que servir para la humanidad entera y no sólo para la Francia republicana). Un escritor de la época, el siglo XVIII, el marqués de Condorcet, en una de sus obras, habló de diez edades dentro de la evolución social de los seres humanos: la última era la del «Siglo de las Luces», la del futuro optimista. Se trataba de ideas de carácter cosmopolita, revolucionarias en las costumbres o en las reformas políticas o legislativas, pero también consistía en una cultura de salón.
En esos salones culturales destacó la crema de los autores franceses y francófonos que visitaban París. Un caso entre mil fue Antoine de Rivarol, uno de esos personajes que ejemplifica cómo el ingenio abre puertas y a todos seduce, y que también tuvo vocación de provocar y enardecer, incluso con textos que querían cuestionar lo que se había llamado el reino de la razón. Es el tiempo de los enciclopedistas, como D’Alembert, un matemático que empieza a frecuentar salones literarios donde conoce a científicos y escritores. Así, Marie-Thérèse Rodet de Geoffrin fue la que lo introdujo en la alta sociedad parisina mediante su salón literario, el más famoso junto al de Madame de Leffand, la gran compañera de Voltaire y tía carnal de Julie de Lespinasse, a su vez el amor platónico de D’Alembert.
Estamos en un territorio que acaba de analizar María Pilar Queralt del Hierro en “Ilustradas. Damas y salones literarios del siglo XVIII”. Esta licenciada en Historia Moderna y Contemporánea, escritora de ensayos divulgativos y novelas históricas, se centra en dicha centuria, pero cabe decir que los salones siguieron siendo importantes más tarde. Muchos literatos galos acudieron a salones incluso durante la segunda mitad del siglo XIX, como Guy de Maupassant o Balzac, donde se nutrían de los chismes de la nobleza para la creación de sus personajes. Al lector se le pueden venir a la cabeza, ciertamente, las “salonnières” francesas, pero la autora también habla en su libro de las “bluestockings” inglesas o las “salungërinden” alemanas.
Un acontecimiento vital para Goethe pasó en uno de esos lugares de encuentro y tertulia, esto es, cuando conoció al que sería su mejor amigo, Schiller, en 1788, en una reunión que preparó una dama de Weimar. Asimismo, Goethe trataba con Johanna Schopenhauer, la madre del filósofo, que mantenía en su casa un salón en el que se daban cita las personalidades más destacadas de la ciudad. Pues bien, mucho de lo bueno que se generó en los ambientes literarios de aquellas fechas fue producto de muchas mujeres audaces, algunas de las cuales aparecen en “Ilustradas”; en palabras de la autora, “no fueron feministas en el estricto sentido de la palabra. Tampoco cortesanas ni llevaron una vida licenciosa”. Fueron simplemente «damas burguesas o aristócratas que decidieron abrir sus salones “a la luz de la razón”».
El machismo de los enciclopedistas
Tal cosa, por supuesto, no
ocurrió en cualquier momento de la historia, sino en uno de esos que marcarían
un rumbo nuevo, en torno a revoluciones y a la transición entre el Antiguo y
Nuevo Régimen. En este sentido, todas aquellas mujeres “utilizaron sus elegantes
estancias para el fomento del arte y de la discusión intelectual o política.
Con ello consiguieron acceder a una cultura que estaba vetada a muchas de sus
congéneres, pero también alentaron el ingenio de los intelectuales y artistas
de su tiempo”. Detrás, estaba “la necesidad de que la mujer accediera al mundo
de la cultura y tuviera voz –aunque no voto– en la sociedad. No pretendían
igualarse en derechos con los hombres (…), sino que buscaban colaborar en la
medida que les fuera posible al progreso de la sociedad y al cultivo del arte y
de las letras”, apunta Queralt del Hierro.
Y una cuestión importante,
además: estas damas que abrieron tantos caminos para la independencia femenina
tuvieron que enfrentarse en casa con el enemigo, por así decirlo, pues los
enciclopedistas «definían a la mujer como “la hembra del hombre" y, por
tanto, le reservaban la tarea de procrear y procurar la conservación de la
especie». Según estos prestigiosos intelectuales, la mujer era posesión del
marido y su función era darle hijos y ejecutar las tareas domésticas. Eso sí,
añade la autora, “debía hacerlo sin olvidar una cierta postura galante con su
esposo, pero mostrándose en público discreta y virtuosa a fin de ser un ejemplo
para sus congéneres. Dicho en otras palabras, los ilustrados que tanto
cuestionaron la sociedad que les rodeaba hicieron oídos sordos a toda
reivindicación femenina y quisieron perpetuar el reparto de roles tradicional”.
Asimismo,
Queralt del Hierro expone los antecedentes de estas damas dieciochescas que
pueden hallarse en siglos anteriores, y se adentra en la forma en que la
anfitriona del salón marcaba el ritmo de la conversación o moderaba la
discusión, intentando conciliar opiniones opuestas incluso. También decidía
quién asistía, siempre en función del requisito principal: disertar con
brillantez. Aparentemente, la mujer quedaba en un segundo plano, como ser
inferior del que no se esperaba que pensara por su cuenta, pero en realidad,
todas aquellas señoras de holgada posición económica y social encontraron la
manera de hacerse valer e influir, recurriendo a sus clásicas armas
–“coquetería, hospitalidad, labia, etc”.– en el pensamiento y la cultura del
momento.
Publicado en La Razón, 14-V-2024