Este verano, coincidiendo con los Juegos Olímpicos de París, aparecía un libro, trufado de anécdotas sobre esta celebérrima competición deportiva, de Luciano Wernicke, “Historias insólitas de los Juegos Olímpicos” (editorial Altamarea); en él, se contaba cómo este evento que había resurgido en 1896 y alcanzó en el siglo XX una formidable popularidad en todo el planeta, se convirtió en escenario de contiendas que se extendieron más allá de los límites de una cancha o un estadio”. Wernicke se está refiriendo con ello a toda la propaganda política o los conflictos diplomáticos que fueron surgiendo en paralelo a la preparación o desarrollo de cada una de estas celebraciones deportivas.
En aquellas páginas, Wernicke recordaba que los Juegos solamente se detuvieron en los años de las dos guerras mundiales, y recordaba que en Múnich 1972, un grupo terrorista palestino ejecutó a once deportistas israelíes, un instante infame en una andadura olímpica que está sobrada de imágenes impactantes para el recuerdo, por ejemplo: “En ese mismo país, aunque treinta y seis años antes, los Juegos permitieron a Adolf Hitler extender su efectiva propaganda más allá de sus fronteras”. Un asunto este del que demostró saber mucho Oliver Hilmes (1971), del que Tusquets publicó en 2017 “Berlín, 1936. Dieciséis días de agosto”, acerca de unas olimpiadas que Hitler y sus astutos secuaces transformaron en un un colosal acto propagandístico de la Alemania nazi. En ese verano, la capital alemana intentaba dar su mejor imagen, sin rastros de su antisemitismo, al tiempo que ya se estaban preparando campos de concentración y extermino.
A este contexto germano-hitleriano ha vuelto Hilmes, que trabaja como conservador del Instituto de la Filarmónica de Berlín y es autor de biografías de Alma Mahler-Werfel y Cosima Wagner. Lo ha hecho en “Vidas ante al abismo. Alemania, 1943” (traducción de Margarita Santos), que nos sitúa en un momento crítico para una Alemania que había sufrido una dura derrota en Stalingrado y veía cómo desde el aire se atacaba ferozmente el país entero por parte de los Aliados. Hilmes observa cómo padecía todo tipo de calamidades la población civil y se concentra en la figura de un joven y talentoso pianista, Karlrobert Kreiten, de destino aciago, en una época marcada por la sospecha continua y la clandestinidad, por las delaciones y simpatías de parte de la sociedad hacia los nazis tanto como por los que tuvieron que exiliarse o recluirse en una vida discreta para no ser señalados en contra del régimen imperante.
Alemanes pro-nazis
Y es que estamos en unas fechas determinantes, claro está, para un país y un contexto sociopolítico que mes a mes recibe atención editorial, tal es su dimensión y trascendencia histórica. En 2022 se publicó entre nosotros “Creían que eran libres. Los alemanes, 1933-1945” (editorial Gatopardo), del estadounidense Milton Mayer, de familia judía, que tras la Segunda Guerra Mundial, decidió viajar a Alemania para estudiar “in situ” las causas del advenimiento y triunfo del nazismo. Así, Mayer no solamente se mudó a una pequeña ciudad alemana para ver de cerca el nazismo, entendiéndolo como «un movimiento de masas y no la tiranía de unos cuantos seres diabólicos sobre millones de personas indefensas», sino que se hizo amigo de una serie de nazis para ahondar en su investigación: personas con las que conversó y que, aunque no habían ocupado cargos en el partido nacionalsocialistas, eran ciudadanos de a pie a todas luces fascistas.
Mediante el estudio de estos nazis, el autor vio que parte de la población estaba agradecida a los nazis por haber salvado a Alemania del colapso económico; en esta línea investigativa hace unos meses “Hitler y los alemanes” (Trotta), de Eric Voegelin, una serie de escritos en que se explicaba que el régimen nazi no habría triunfado sin la colaboración de muchos ciudadanos alemanes que mantuvieron una complicidad con Hitler. También, este mismo año, salía a la luz “Tiempo de lobos. Alemania y los alemanes 1945-1955” (Alianza), de Harald Jähner, el cual nos llevaba a la Alemania de 1945, hecha trizas tras la contienda armada, y con ciudadanos que continúan una vida miserable adaptándose a la nueva situación, que implicaba silenciar su simpatía nazi o incluso inventarse un nuevo nombre y ocupación para pasar inadvertidos. A la nación alemana le esperaba una posguerra en que el clima de desconcierto sería extremo y donde no iba a funcionar nada, donde se extendería el hambre y se encontrarían durante mucho tiempo cadáveres bajo los escombros.
Un loco en el poder
Esta situación de vigilancia entre conciudadanos antes referida la padeció el músico, que opinó en voz alta que la guerra aérea producida el 1 de marzo era culpa de Alemania por atacar Londres primero. Lo escucha Ellen Ott-Monecke, que pertenece a la Liga Nacionalsocialista de Mujeres, la organización femenina del NSDAP. Karlrobert añade: «Deberían aparecer y arrojar un par de bombas cada hora para que estuviéramos todo el tiempo angustiados y cediéramos antes. ¡Y se acabaría esta guerra de una vez!». Pero ella cree en el Führer, al que considera el mayor genio que haya vivido jamás, aparte de verlo como un gran estadista y estratega, por lo que no da crédito cuando él afirma que Hitler está loco, que el destino de Alemania depende de un desequilibrado. Pues bien, el resultado de tales comentarios será que Kreiten es denunciado ante la policía, lo que lo lleva a pasar por interrogatorios a manos de la Gestapo.
La madre del pianista intentará que se retire la denuncia, pero Ellen –que para colmo es una vieja amiga suya, además– le dice que los comentarios de Kreiten se los dijo a una vecina cuyo marido trabaja en el Ministerio. Hilmes cuenta este encuentro, y otras muchas situaciones del libro, con diálogos y tono narrativo, como si quisiera exponer de manera novelesca lo que pudo haber pasado en determinadas circunstancias, si bien se fundamenta en un gran conjunto de fuentes bibliográficas. Asimismo, «Vidas ante el abismo» también presenta otras personalidades de la Alemania nazi que resultan tan conocidas como interesantes. Es el caso de Victor Klemperer, un reputado romanista, catedrático en la Escuela Superior de Dresde hasta que lo despidieron en 1935 por ser judío. «Mientras que antes se dirigían a él con un respetuoso “Herr Professor”, hoy lo tratan como a un leproso. Desde finales de 1938, Klemperer no puede entrar en ninguna biblioteca», escribe el autor, que refiere que en una ocasión se le negó al profesor a comprar pan en una tienda.
Por otra parte, tenemos a militares como Hermann Göring, lugarteniente de Hitler cuya influencia estaba en declive aquel 1943, y del que se describe su cumpleaños, pues sobre todo lo que Hilmes desea comunicar es la vida cotidiana y vívida de algunos de los protagonistas de esos meses. Surge así, entre otros muchos nombres propios, el de Alfred Rosenberg, ideólogo precursor del nacionalsocialismo y hombre clave a la hora de orquestar el asesinato de tantos judíos. Monstruos como él y otros muchos formaron parte de un sistema que permitió que se condenara a muerte a una persona cualquiera por haber dicho algo negativo del caudillo alemán a viva voz. Kreiten estuvo agonizando entre cinco y diez minutos en la horca, refiere el investigador, antes de morir, el 7 de septiembre de 1943.
Publicado en La Razón, 14-IX-2024