viernes, 29 de noviembre de 2024

Entrevista capotiana a Pablo Sánchez-Llano

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Pablo Sánchez-Llano.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? No estoy seguro de si hay lugares que duren tanto tiempo. Piénselo. Ni siquiera el cuerpo, eso que tenemos para toda la vida, es siempre el mismo cuerpo, sino que cambia con los años. Con los lugares pasa parecido, nunca son los mismos, sino que se renuevan o estropean o se atiborran de gente o simplemente se arruinan… No sé, no veo el momento de dar una respuesta concreta, en la que no haga trampa. Madrid, Asturias, Tenerife y cosas así. Quiero decir que para mí un lugar es primero todo lo que no es un lugar fijo (dado lo fácil que resulta echar por tierra eso de fijo). Como, por ejemplo, el espacio móvil que rodea a Raquel. Ese sería un muy buen lugar del que no salir jamás. Se trata de un área semiesférica cuya base la tiene a ella como centro y que además varía en función de nuestro estado de ánimo. El suyo y/o el mío. O sea, a veces son unos escasos centímetros cúbicos en los que resulta bellísimo apretarse, mientras que otras veces tiene un radio de metros, relativamente amplio, y conviene más orbitar en la periferia, con la precaución de un planeta. Y, en fin. Digamos que los lugares son una invención de la gente, pero que, en este caso, yo prefiero definirlos en base a la gente que más me importa.

¿Prefiere los animales a la gente? No discrimino. Aunque, en general, los animales me dan envidia, y no solo los domésticos. No se trata de que tengan la vida resuelta, sino de que no piensen cosas como “me voy a morir” o “si soy así es porque tal o cual persona me hizo tal cosa”, etc. O, al menos, no parece que lo piensen. Se les ve en la cara: si les duele, les duele y punto. Otras veces, sin embargo, cuando estoy más estupendo, me dan pereza, los miro por encima del hombro. Lo que se pierden, pienso. Luego pienso en alguna gente y sigo estupendo, pero solo hasta que me doy cuenta de que a nadie le importa lo estupendo que me siento, ¿no? Y entonces se me pasa, ya sabe. Se acaba lo estupendo y se acaba también la envidia, y puedo concentrarme en mirar las cosas con un poco más de atención.

¿Es usted cruel? Tengo mis momentos, creo. Durante mucho tiempo pensé que no, que eso de la crueldad no me iba mucho. Luego me han hecho ver que no era del todo así. Y otras veces me he dado cuenta solo. Pero, en ambos casos, reconozco también haberme regodeado más de una vez en la culpabilidad, lo que en cierto modo es una forma retorcida de ejercer la crueldad contra uno mismo.

¿Tiene muchos amigos? Tengo amigos, no sé cuántos. Me dan pereza las listas. No soy Perec.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? A eso no le veo mucho sentido. Como digo, no me gustan especialmente las listas. No me imagino yendo por ahí con una libreta buscando un ejército de pequeños soldaditos de la intimidad que cumplan con unos ítems prefijados y a partir de los que establecer una serie también concertada de rituales más o menos sentimentaloides. No, creo que cada amistad es única, sea por la cualidad que sea. Bueno, supongo que lo que quiero decir es que me gusta ese punto de sorpresa, de descubrimiento, en una amistad. Y, cumplido eso, lo suyo es establecer un mínimo de fidelidades. Apoyarse y esas cosas. Pero también no resultar molesto. Está bien saber diferenciar. Bien mirado, todo esto ya merecería estar en una lista. Sí, quizá Perec no esté tan mal, ¿no?

¿Suelen decepcionarle sus amigos? Raro. Soy de los que procuran salir ya decepcionado de casa.

¿Es usted una persona sincera? Como escritor, desde luego, me cuento entre los que ven en la escritura un ejercicio de honestidad. Independientemente de si es ficción o no. La verdad o la falsedad no está en los hechos tal y como ocurren, sino, como mucho, en los juicios que pretenden traerlos de vuelta. Escribir es traer de vuelta, y no solo los hechos, sino la vida misma. En la medida en que lo hagamos más o menos honestamente, me parece que hay también una referencia interna de la calidad de un texto. Digo honestidad, por cierto, porque me parece que la sinceridad por sí sola se queda corta. Está la verdad y también nuestra actitud hacia la verdad, y me parece que las dos son importantes. Eso para la escritura. Respecto al día a día, no soy excesivamente peliculero. Si exagero alguna anécdota es solo para que resulte más divertida. De ese puntillo de teatralidad sí me sirvo, a veces. Y luego oculto algunas cosas, pero como todo el mundo. Aunque no todo el mundo lo admita.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? No sé si los escritores tenemos tiempo libre. Esto suena muy estúpido y muy vanidoso y muy oh, qué maldito soy, la literatura me va a matar a los cuarenta, etc. Pero en realidad se trata solo de que soy un tipo bastante inseguro. Por un lado, dudo constantemente de si lo que escribo es lo bastante bueno o merece la pena. Y por el otro, creo con una firmeza absurda que es lo mejor que puedo hacer, en parte también porque esa inseguridad que me lleva a reescribir una frase veinte veces suele ayudar a que la frase quede mejor. A eso hay que añadir el hecho de que escribir cierto tipo de libros no siempre es lo ideal, digamos, para sostenerse económicamente. De modo que, al menos por el momento, debo compaginarlo todo con un trabajo “normal”. Si no estoy escribiendo, estoy pensando en algo que he escrito o voy a escribir o sintiéndome más o menos culpable por haber dejado pasar tal o cual oportunidad para escribir. Todo eso mientras trabajo, leo, voy al cine, ceno en restaurantes, voy a la playa, hago una ruta de senderismo o estoy con amigos.

¿Qué le da más miedo? Morir me da bastante miedo. Bueno, no exactamente. Porque, una vez muerto, ya está, a otra cosa, sea la que sea, o que no sea. Así que no es la muerte, sino esa angustia anterior por dejar de existir, por que se acabe el mundo o por que un mundo objetivo al que ya no asistiré continúe sin que yo pueda vivirlo. Suena muy narcisista, pero es lo que es. Lo explicaré desde otra perspectiva: es también un vértigo de la memoria. No por lo que usted recuerda, ni tampoco por lo que intenta recordar y no puede, sino por eso que ya ni siquiera recuerda que ocurrió. Ya sabe, esos momentos que el olvido va devorando a sus expensas, sin darle la oportunidad de decidir si son importantes o no. Eso que vivió, y que forma parte de usted, pero de lo que ya no tiene ninguna referencia. Ese desconocerse para siempre. Ese morirse que es estar viviéndose.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? No la falta de valores, que es lo típico que se dice cuando se está de vuelta de todo, sino que algunos valores dominantes se presenten como realidades humanas ineluctables que solo estaríamos en disposición de no suscribir si nos aisláramos cada uno en nuestro propio bunker. En plan Thoreau, solo que malamente.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Oh, ya digo, me temo que ya la llevo. Soy una especie de superhéroe, llevo dos vidas pretendidamente profesionales en paralelo. Pero vamos, como mucha gente que escribe. Nada extraordinario.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Me gusta salir a correr para oxigenarme de vez en cuando. También me gustan el baloncesto y los deportes de agua, aunque últimamente me he declarado no practicante.

¿Sabe cocinar? Dejémoslo en que a veces disfruto cocinando, pero siempre menos que comiendo.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? No conozco el Reader’s Digest, pero suena a revista de variedades, así que me aseguraría de que el artículo fuera, si no muy sesudo y hermético, sí demasiado entusiasta. Sobre Kafka, por ejemplo.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? A esto no creo que pueda contestar mejor que Capote: amor.

¿Y la más peligrosa? Lo mismo.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Todavía no lo suficiente, según parece. Aunque llevarlo a cabo me daría mucha pereza. Lo veo muy engorroso, tanto por la maquinación y las consecuencias como por el peso moral. Creo que no es para mí, pero me puedo equivocar.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? Tiendo a la náusea, por decir algo.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Como mucho, algún bicho de aire o de mar. Pero de momento estoy bien así, gracias.

¿Cuáles son sus vicios principales? Fumarme listas.

¿Y sus virtudes? No aburrir a nadie con listas.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? Aquí la tentación es ponerse estupendo, como hace muy bien Capote. Por suerte, eso de imaginarme que me ahogo ya lo he hecho, más o menos, mientras escribía la novela que acabo de publicar, El ruido en que nadamos. Una novela estupenda, por cierto, para que me remita a ella. Claro que quien está a punto de ahogarse en ella no soy yo, sino el protagonista. Supongo que habrá oído eso de que el narrador de una novela no es el escritor. Bueno, pues es verdad que no lo es, pero tampoco es mentira que sí que lo es. Interprételo como quiera.

T. M.