Últimamente, aunque ¿cuándo no?, se suceden los estudios con respecto a la Guerra Civil Española desde prismas concretos que ayuden a arrojar luz sobre un asunto susceptible de recibir una atención bibliográfica infinita. Más si cabe cuando los acontecimientos sucedidos entre 1936 y 1939 aún despiertan pasiones, diferencias ideológicas y hasta enfrentamientos entre historiadores. A veces, ciertos asuntos específicos en torno a esta materia coinciden en las librerías, como si surgiera un camino inexplorado que es necesario abordar; y eso puede haber ocurrido en los últimos años con respecto no sólo a la misma guerra, sino a los años subsiguientes, con respecto a la represión en el círculo comunista.
Desmantelar la clandestinidad
El diccionario de la Academia Española define “partisano” como sinónimo directo de guerrillero, y también de, entre otros, rebelde, faccioso, combatiente, incluso francotirador. En el libro, este profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y doctor en Historia Contemporánea por la UNED, proporciona una serie de cifras en un periodo de tiempo muy delimitado, el año 1947, momento en que diversos dirigentes comunistas decidieron ponerse al servicio de la policía, lo que condujo a desmantelar la estructura clandestina del partido. Eso llevaría a detener a más de dos mil activistas, a condenar a muerte a cuarenta y seis y a encarcelar largamente a muchos. De ahí el título del libro, pues estamos ante una historia llena de infiltrados, traidores y confidentes; una información que Hernández Sánchez pudo rastrear y ordenar a través del propio archivo histórico del PCE.
«A bastantes de los que en primera instancia salvaron la vida les aguardó un horizonte penal que en algunos casos llegó a sumar dos décadas. La organización fue deshecha y solo quedaron grupos aislados, desmoralizados y dirigidos por inexpertos. A los falsos camaradas se debe que, a finales de la década de 1940, la militancia comunista estuviese reducida a las cárceles, replegada en el exilio, aislada en los montes o enterrada en los cementerios», apunta al autor. Éste no tarda en presentar a uno de los personajes más destacados del libro, el policía Roberto Conesa, que recibía recompensas especiales para llevar a cabo las acciones represivas del régimen; a su sueldo anual de 7.200 pesetas se le añadió, entre 1944 y 1950, otras 5.350 en concepto de premios.
La consigna estaba clara: desbaratar los intentos de que los opositores se rearmaran y hacer que sus integrantes fueran detenidos, juzgados sin garantías y condenados a cárcel o a fusilamiento. Conesa llevó a cabo un largo trabajo de investigación para –incluso con el riesgo de infiltrarse en sus propias filas– descubrir y desarticular organizaciones clandestinas que, como se decía en un documento oficial franquista, «desde el momento en que fue liberada nuestra Patria, han tratado desde el interior y el exterior, de perturbar el Orden Público en su intento de derribar nuestro Régimen». Entre tales organizaciones, claro está, estaba a la cabeza el Partido Comunista, «implacable enemigo».
Traición y tortura
Un punto de inflexión en todo ello sucedió en septiembre de 1946, cuando se detuvo a dos militantes de base que «propició que uno de ellos flaqueara durante el habitual “hábil interrogatorio”, entregando a Jesús Pinilla, un activista venido del norte de África», explica Hernández Sánchez. Pinilla delató, a su vez, a un camarada llamado Silverio Ruiz, al que torturaron durante nueve días «para que revelase la clave del listado de citas que le había sido incautado, pero se mantuvo firme». Entonces, el responsable de organización, Sánchez Biedma («Torres») telefoneó a su casa, sin sospechar que la línea estaba intervenida por la policía. «Fue detenido y sometido a tortura en la DGS, revelando la dirección de una estafeta en la calle de Cartagena, 44, donde sorprendieron a Manuel Rodríguez Antonio (“Gerardo el Chato”). Era el encargado del aparato de multicopistas e imprentas y lo hallaron en posesión de un archivo con más de cincuenta biografías».
Ese fue el principio del fin, pues Gerardo delató a todos los camaradas que conocía, y poco a poco todos aquellos partisanos, jóvenes e inexpertos en su gran mayoría, fueron confesando lo que sabían. No podía ser de otra manera habida cuenta de que «El Chato se había convertido en un entusiasta colaborador de la policía acompañando a los agentes para señalar a un camarada tras otro. Era el continuador – y no el último, precisamente– de una saga de soplones que compartieron el apodo del “Chato”, como si el alias imprimiese carácter». Eso ocurría muy señaladamente en Madrid, por donde iba en taxi «a la caza de militantes», pero también en Barcelona, donde aconteció la llamada «caída de los ochenta», una operación que destruyó la estructura organizativa del Partido Socialista Unificado de Cataluña (PSUC), de sus juventudes y de su aparato guerrillero.
El libro nos presenta a otros traidores, a otros «Chatos», por medio de las cuales los comunistas fueron cayendo cual piezas de dominó. Y todo ello en un contexto de tensiones internas en el Partido Comunista, que hacía que algunos miembros se resistieran a aceptar las órdenes que se les daba. Ya a comienzos de 1947 el aparato de propaganda, en especial “Mundo Obrero“, era «una de nuestras grandes debilidades», dijo uno de los miembros, pues incluso les fallaba lo más básico: el tipógrafo, el maquinista, el redactor, los canales de distribución… Asimismo, el autor nos conduce al interior de las cárceles, con «sus espantosas condiciones» en que la tortura era moneda corriente, con testimonios tan desgarradores como este Pedro Valverde, uno de los de la «caída de los ochenta», de su paso por Vía Layetana: «Últimamente fueron ingresados en este establecimiento unos sesenta detenidos de la CNT. Según ellos, fueron torturados en Jefatura y dos fallecieron, uno de ellos por haberle arrancado los testículos». La escena prosigue, brutalmente. Eran los tiempos sádicos y oscuros de nuestro pasado, repletos de pequeñas historias dramáticas, algunas de ellas vinculadas con la traición del compañero de fatigas comunistas: el falso camarada.
Publicado en La Razón, 28-I-2024