miércoles, 30 de noviembre de 2011

Entrevista capotiana a Eduardo Arroyo


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, del pintor y escritor Eduardo Arroyo.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Mi casa.

¿Prefiere los animales a la gente? A la gente.

¿Es usted cruel? No.

¿Tiene muchos amigos? Sí.

¿Qué cualidades busca en sus amigos? La generosidad.

¿Suelen decepcionarle sus amigos? Depende.

¿Es usted una persona sincera? Sí.

¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Leyendo.

¿Qué le da más miedo? Todo.

¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? Los chorizos.

Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Bibliotecario.

¿Practica algún tipo de ejercicio físico? La bicicleta estática.

¿Sabe cocinar? Ni fu ni fa.

Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Byron.

¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? Esperanza.

¿Y la más peligrosa? Amarillo.

¿Alguna vez ha querido matar a alguien? Sí.

¿Cuáles son sus tendencias políticas? Izquierdas.

Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Pincel.

¿Cuáles son sus vicios principales? Varios.

¿Y sus virtudes? Pocas.

Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? El último cuadro que estoy pintando.

T. M.

martes, 29 de noviembre de 2011

Reapertura de la Casa-Museo Pérez Galdós



Después de dos años de obras, hoy se abre de nuevo al público la Casa-Museo Pérez Galdós, en Las Palmas de Gran Canaria, lo cual va a coincidir casi con el fin de la edición de las obras completas de Pérez Galdós en esa isla. En su momento, tuve el honor de preparar la introducción del tomo 9, formado por El doctor Centeno, Tormento y La de Bringas, y hace unos días a los prologuistas se nos pidió contestar un par de preguntas para que las recogiera la prensa local. Ahí va.

¿Por qué tiene interés leer a Galdós hoy?

Simple y llanamente porque fue capaz de crear historias fabulosas, llenas de personajes ricos en acciones y pensamientos, con un estilo y un ritmo novelesco excepcionales. A un lado tendrán que quedar consideraciones pedantescas o solemnes, que justifiquen el acercamiento al autor por interés sociológico o histórico, o porque resulta una manera magnífica de conocer la corriente realista decimonónica. Hemos de leer a Galdós por puro placer, por la experiencia maravillosa de conocer tramas de imaginación portentosa. ¿O acaso nos planteamos por qué leer a Dickens o Tolstói? El genio literario sortea tiempos, modas y etiquetas, y el caso de Galdós representa una fuerza de la naturaleza casi incomparable: un talento arrollador para convertir la vida circundante en narrativa.

¿Cuál de sus obras recomendaría?

Al lector que se inicia en Galdós le recomendaría que dejara para más adelante los Episodios nacionales o las primeras obras del autor, como La fontana de oro u otras, muy ligadas al contexto sociopolítico. Hay muchas novelas cuyos argumentos son intemporales y tienen una garra incuestionable: La desheredada, Fortunata y Jacinta, Doña Perfecta, Miau, Tormento, Tristana… Pero yo tengo debilidad por un texto de una modernidad y originalidad asombrosas: El amigo Manso, relato irónico en el que la espiritualidad y el materialismo chocan de forma tan ingeniosa como profunda y actual.

jueves, 24 de noviembre de 2011

John Dos Passos: yo acuso





He aquí la crónica de una muerte anunciada: la de los anarquistas Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, ejecutados en la silla eléctrica en 1927 tras siete años de cárcel, los cuales habían sido detenidos y acusados de robo y asesinato. En torno a su causa tomó postura un gran número de intelectuales de todo el mundo dadas las irregularidades apreciadas en el juicio. Einstein, Marie Curie o H .G. Wells pidieron libertad para estos dos inmigrantes, e incluso Mussolini y Stalin criticaron la condena, como explica Alba Montes Sánchez en el prólogo, pero quien más a fondo estudió el caso fue John Dos Passos, célebre ya por Manhattan Transfer (1925).

El texto tiene un gran valor histórico, judicial y periodístico, pero no tanto en términos literarios, pese a que Dos Passos consigue un estilo sintético y fluido, lo que no evita que las transcripciones de las declaraciones lastren la lectura. Estamos ante un juicio que marcó una época y sigue presente en el «imaginario colectivo de EE UU, como demuestra la infinidad de manifestaciones artísticas y culturales de todo tipo que la historia de Sacco y Vanzetti ha seguido inspirando hasta nuestros días», apunta la traductora. Películas, canciones, libros que no se olvidan de que la democracia americana cometió una injusticia por culpa de una mezcla de temor por el comunismo y xenofobia y llevó a la muerte a dos obreros por su ideología.

Publicado en La Razón, 24-XI-2011

lunes, 21 de noviembre de 2011

La infancia muerta





De vez en cuando sucede el milagro: parece que la crítica literaria, tan influyente y con tantas ramificaciones a lo largo del siglo XX, ya nos ha dicho cuáles son las obras canónicas, y entonces surge un texto magistral sobre el que es de rigor una primera y fulminante duda: por qué no sabíamos de él, qué métodos incompetentes habían provocado que los estudiosos lo hubieran pasado por alto. Esto es lo que ocurre con El niño perdido, de un ya de por sí perdido Thomas Wolfe –muerto a los treinta y ocho años por neumonía–, cuyo desbordante talento es notorio en El ángel que nos mira (1929); un autor incomprendido, pese a la admiración que le profesó Faulkner, y repudiado por sus colegas por su estrecha relación con el paternal editor Maxwell E. Perkins (que también lo fue de Fitzgerald y Hemingway), que lo ayudó sin descanso a pulir sus textos tan potentes como abrumadores.

Contrastan sus cuatro mastodónticas novelas –están traducidas al español la mencionada Look Homeward, Angel (1929) y Del tiempo y el río (1935)–, con este relato breve y denso que recrea un año, 1904, y un lugar, el Saint Louis que vivió su gran Exposición Universal. El poético estilo de Wolfe, de una hermosura excelsa (la traducción es de Juan Sebastián Cárdenas), presenta un sentimentalismo delicado y simbólico, pues siempre la luz y el tiempo trapasan el texto a través de la alegoría de que todo cambia y pasa, permanece y desaparece. Tal es la memoria, o el dolor del recuerdo más bien, de la tragedia del hermano de Wolfe, que murió a los doce años. El olor de la infancia, la reacción de la familia frente a la enfermedad del pequeño Grover, el Sur y las minúsculas cosas en las que se fija un niño marcan esta auténtica obra maestra publicada en 1937, un año antes de la propia muerte del escritor.


Publicado en La Razón, 17-XI-2011

sábado, 19 de noviembre de 2011

La mujer del león




Aún con el reciente recuerdo de los extraordinarios Diarios (1862-1919) de Sofia Tolstói (Alba Editorial), que se sumaban a una serie de títulos que coincidían con el centenario de la muerte de Lev Tolstói, en 2010, llega la biografía de la esposa sacrificada por antonomasia, antaño denostada y hoy necesitada de justicia. La obra viene a cargo de Alexandra Popoff, una rusa que publicó esta biografía en Norteamérica y que ahora ha traducido Roser Berdagué. La guinda que le faltaba al pastel conmemorativo de Tolstói, sobre quien, meses atrás, habíamos leído libros firmados por parientes (su hija Tatiana), amigos de la época (Gorki), estudiosos de la vida y obra tolstoiana (Romain Rolland) o visitantes contemporáneos de la casa del escritor en Yásnaia Poliana (Mauricio Wiesenthal), entre otros.

Estas y otras novedades –y, por qué no, también la película La última estación (2009), basada en la novela de Jay Parini, que recrea los últimos días de Tolstói junto a sus allegados– nos llevan a obtener una visión completísima de lo sucedido en la finca del autor de Resurrección: un conflicto continuo, un sufrimiento exasperante, una labor artística sublime. Por parte de ambos miembros de la pareja, pues «Sofia, de hecho, era tan polifacética como su genial marido», dice la autora, que destaca las cualidades de la esposa en todos los ámbitos: como madre, ama de casa y enfermera, por un lado, y como fotógrafa, pintora y escritora (no sólo de diarios y memorias, sino de cuentos infantiles y novelas cortas, la primera de ellas escrita a los dieciséis años y admirada por Tolstói).

La cuestión controvertida es que «los documentos relacionados con Sofia eran inaccesibles a los investigadores», asegura Popoff, quien tuvo acceso a ellos después de que estuvieran guardados durante ocho décadas en unos archivos. Buena culpa de ello la tuvo el fanático discípulo Vladímir Chertkov, quien apenas dejó que Sofia visitara a su marido en su lecho de muerte de la estación de tren de Astápovo, en Riazán –donde había acabado tras huir de casa la noche del 28 de octubre de 1910 dejando una nota en la que confesaba el deseo de «apartarse de la vida mundana para vivir en paz y recogimiento»–, y difamó a la mujer, convirtiéndola en malvada para hacer de Tolstói un mártir. De ahí que «los falsos conceptos en relación con Sofia pasaron a la mayoría de biografías y conformaron lo que sabemos de Tolstói».

Inevitablemente, una biografía de Sofia Bers (su apellido de soltera) tiene que ser a la fuerza también la de Tolstói, pues ella se encargó de administrar sus bienes, hacer copias de sus obras e incluso hacer de editora –con mucho éxito, por cierto, algo que Tolstói le recriminó, por increíble que parezca–, y cuidar a solas de su numerosa prole. La biógrafa subraya que a Sofia se la conoce más por haberse opuesto a los deseos del escritor que por haber colaborado con él, al tiempo que enfatiza el modo en que la convivencia constituyó una constante inspiración para la labor literaria de Tolstói. En todo caso, ya desde muy pronto, para Sofia, cuando contaba treinta y cinco años, Yásnaia Poliana es algo así como una cárcel en la que no existía «el ocio ni la frivolidad»; de hecho, «Sofia se cargaba de más tareas de las que era capaz de hacer, ya que manteniendo ocupados todos los minutos del día, podría vencer la sensación de incertidumbre», supone Popoff.

En el libro no dejamos de ver a un Tolstói ingrato y desagradecido que se queja de todo y prefiere pensar en altos retos relacionados con los derechos humanos, tan «fáciles» de concebir, que en entregarse a lo verdaderamente difícil e importante: la organización de la casa y la educación de los hijos. Sofia buscó comprensión y apoyo moral, pero se topó con la ira del león solitario, de un hombre jamás satisfecho. Ni siquiera frente al éxito universal de Guerra y paz o Anna Karénina: todo lo contrario; Tolstói se hunde en la depresión, se cristianiza amando al prójimo pero olvidándose de la gente con la que comparte techo, pregonando austeridad pero derrochando en purasangres: «Sofia se daba cuenta de que aquel ideal de Tolstói centrado en el amor a la humanidad había destruido la felicidad familiar». A estas y otras muchas contradicciones ha seguido el rastro Popoff, y el resultado dignifica, bien merecidamente, la figura de Sofia.


Publicado en La Razón, 17-XI-2011

jueves, 17 de noviembre de 2011

Una fórmula indescifrable: Carlos Ruiz Zafón


Para este amante de los dragones, los teclados musicales y las novelas de aventuras decimonónicas, 2011 no está siendo un año cualquiera: se celebra un decenio desde que viera la luz una obra que se iba a convertir en uno de los fenómenos editoriales más importantes de todos los tiempos: La sombra del viento. A su vez, Carlos Ruiz Zafón llevaba otros diez consagrado a la literatura tras un debut exitoso en el mundo de la literatura juvenil, con El príncipe de la nada, a la que siguieron El palacio de medianoche y Las luces de septiembre. Atrás quedaba su licenciatura en periodismo y su trabajo como creativo en una agencia de publicidad. Empleos estos que, junto con el de guionista en Los Ángeles en los años noventa, iban a cimentar su modus operandi literario.

Y es que todo el que se enfrenta a un público adolescente o uno que busca una imagen instantánea sabe qué resbaladizo y difícil territorio pisa: has de impedir que el joven lector tenga la ocasión de apartar la mirada; hay que atraerlo con intensidad, fuerza y misterio. Ese aprendizaje sería clave para el autor barcelonés, que consiguió ver publicada La sombra del viento gracias a la insistencia de Terenci Moix –el libro había sido presentado al premio Fernando Lara 2000–, que vio las virtudes de una historia que englobaba lo mejor de las novelas de entretenimiento: trasfondo histórico, lejano en el tiempo y a la vez próximo a la sensibilidad del lector actual (año 1945), ambiente enigmático (el llamado Cementerio de los Libros Olvidados, en el corazón de la ciudad vieja) y hallazgo de un objeto casi mágico (un libro que llevará al joven protagonista a una serie de descubrimientos intrigantes).

Semejante combinación es hoy en día sinónimo de «best-seller». Tanto es así que, desde la eclosión de La sombra del viento, muchos escritores han querido asimilar, en vano, las virtudes novelescas de Ruiz Zafón. Pero la fórmula del éxito es indescifrable: mezcla talento artístico y suerte, duro trabajo y capacidad de conexión con los gustos del público. Stephen King, que de esto sabe de sobra, elogió esta «novela llena de esplendor y de trampas secretas donde hasta las subtramas tienen subtramas». El éxito volvió a repetirse con El juego del ángel (2008); y así volverá a ocurrir, quién lo duda ya, con El prisionero del cielo a partir de hoy mismo.


Publicado en La Razón, 17-XI-2011

martes, 15 de noviembre de 2011

El hombre que sí perdonó Italia

Coinciden en las librerías dos novedades que recuperan la obra de este autor que logró un gran prestigio a finales del siglo XIX e inicios del XX, pero que fue olvidado por su pasado afín a Benito Mussolini.






Son dos libros, la novela Triunfo de la muerte y las Crónicas literarias y autorretrato, publicados respectivamente por las editoriales Alfabia y Fórcola, las que han puesto de actualidad a Gabriele D’Annunzio (1863-1938, seudónimo de Gaetano Raspagnetta), tradicionalmente ligado al dictador Mussolini y olvidado desde hace mucho como dramaturgo, narrador y poeta. Y, sin embargo, este autor, representante por excelencia del decadentismo europeo, tuvo un prestigio y una popularidad inconmensurables en su tiempo, y además una vida de lo más intensa y extravagante.

David Copé, encargado de la edición de Triunfo de la muerte, explica bien «la complicada posteridad» que ha sufrido D’Annunzio, asociado a una serie de estigmas y clichés «que ha venido arrastrando como una pesadísima losa desde hace décadas. Sin duda, la peculiar relación que mantuvo con el fascismo y con Mussolini sigue lastrando la recepción de su obra aún hoy en día». Una obra que recibió el agasajo de grandes escritores de la época, como Marcel Proust, Paul Valéry o Henry James, del que se incluye aquí un ensayo sobre la obra de D’Annunzio en general y en el que cita como «un ejemplo insuperable de su talento» esta novela traducida por Salud María Jarilla.

La extensa escritura de Triunfo de la muerte le llevó al escritor bastante tiempo: la empezó en 1889, dos años después de publicar El inocente, que Luchino Visconti llevaría al cine, y la terminó en 1894, justo cuando inició su relación con la famosa actriz Eleonora Duse, que acabaría en 1910. Cuenta la historia de amor entre Giorgio e Ippolita con gran retórica y ampulosidad en los diálogos, muy al estilo decadentista, con solemnes pensamientos y sufrimientos del alma. Una estética de sensualidad y atracción mortuoria que se vio enfatizada por la continua autopropaganda del autor, lo cual pudo ver Josep Pla en los años veinte durante sus viajes a Italia: «D’Annunzio era una especie de personaje mítico, un ídolo fabuloso del país», aseguró, pero «excesivamente esnob, refinado, insoportablemente señorial». En todo caso, su importancia fue capital como escritor primero, y luego como «fundador del partido patriota italiano».

Toda esta trayectoria la resume perfectamente Amelia Pérez de Villar, que está a cargo de los artículos reunidos en Crónicas literarias y autorretrato que D’Annunzio fue publicando en la prensa y en los que abordó la obra de Dante, Shelley, Tennyson, Zola y Wagner. La traductora repasa una vida en la que hubo de todo: bodas e hijos, divorcios y amantes, pilotaje de aviones y liderazgo militar, además de «sufrir un atentado y montar una especie de museo de artistas, para acabar recluido en uno de los parajes más bellos de Italia, convertido en príncipe y nombrado académico, mientras se le despedía con honores de hombre de Estado». De hecho, el propio Mussolini imitó de D’Annunzio «todo el ritual de la dictadura, que incorporó a su propio programa político», dice Pérez de Villar.

El escritor había entrado en política en 1897 como diputado y se haría famoso por sus discursos, a la vez que se convertiría en piloto en la Gran Guerra, de la cual salió como un héroe por participar en arriesgadas misiones. Por entonces, el sentimiento nacionalista estaba en auge, y él mismo hizo de la zona de Fiume lo que «parecía el embrión del sistema fascista italiano», según la traductora. Luego, ya retirado, «aunque tuvo una enorme influencia sobre la ideología de Benito Mussolini, nunca participó activamente en los gobiernos fascistas italianos». Es hora, pues, de quedarse con el D’Annunzio escritor, pues la política pasa, pero la creación artística queda. Y de ella, tenemos aquí dos magníficos ejemplos, uno narrativo y el otro de periodismo cultural, que se complementan e informarán al lector de quién fue, exactamente, aquel al que apodaron «Il Vate», o sea, «el profeta».

Publicado en La Razón, 15-XI-2011

sábado, 12 de noviembre de 2011

Hemingway en fotos y a lo grande




Es el escritor contemporáneo más retratado, el que acumula una mayor presencia pública, y además en sitios tan emblemáticos como París, Pamplona y Madrid, La Habana y Florida, África; hay un gran número de libros que siguen su vida mediante fotografías, caso del que firmó David Sandison y que publicó Ediciones B en 1998, magnífico. Pero ahora el lector tendrá al alcance un volumen mejorado, colosal, definitivo por lo que hace a las instantáneas conservadas del autor que, a los 61 años se quitó la vida con una escopeta.

En el prólogo, su nieta Mariel lo define así: «Un hombre de la cabeza a los pies, cazador, pescador en mar abierto, amante de la comida y el buen vino, de palabra clara y precisa, mi abuelo». Y sin embargo, la actriz no conoció al autor, pues nació tres meses después de que falleciera. Pero el peso de ese apellido, tal como insinúa, sin duda la habrá seguido de continuo. Y algo similar quizá sufriría su hermana Margaux, modelo, intérprete y también suicida el 1 de julio de 1996, en la víspera del aniversario de la muerte del que apodaron «Papá».

Mariel, pues, hace de anfitriona libresca y reclamo glamuroso dándole caché genealógico al libro, pero el trabajo de estas 200 páginas, traducidas del francés, de Hemingway. Homenaje a una vida viene a cargo de Boris Vejdovsky, profesor de la universidad de Lausana y miembro de la Hemingway Society. Él es quien se ha nutrido de mil y un estudios sobre el Nobel y ha estructurado el libro en ocho bloques para demostrar cómo «transformó el mundo donde vivió y el paisaje de la prosa angloamericana y mundial más que ningún otro autor del siglo XX. Sus personajes, que reflejan al hombre y lo trascienden, así como el personaje que fue él mismo, le dieron un renombre que muy pocos escritores alcanzarían en su siglo».

El lector podrá viajar a la infancia de Hemingway y ver su álbum de familia, al bebé en su cuna y al niño de 5 años ya pescando con mirada desafiante, incluso sosteniendo un arma encima de una barca. Nace en el seno de una familia acomodada y puritana, y hasta se conserva una foto en la que sale escribiendo en el campo, muy joven. Todas sus vocaciones (la pesca y la caza, el boxeo y la literatura) se asientan en la adolescencia, y de ellas hay cumplidas fotos, excelentes, así como de la Europa que encontró en 1918, cuando participó en la Gran Guerra, en Milán.

El resto es conocido, y aquí surge documentado de maravilla: su grave herida por la artillería austríaca y posterior rehabilitación, más la relación amorosa con una enfermera que le inspira Adiós a las armas, su retorno como héroe... Esa contienda no será la última: el libro muestra imágenes de él durante la Guerra Civil Española y en la liberación de París en 1944, con el ejército de EE UU. Es el Hemingway combativo, corresponsal de guerra y narrador de cuentos insuperables. La lucha y el ocio van a irse mezclando en su vida gracias a sus estancias en «Europa: campo de inocencia y de experiencia», como reza un capítulo. Llamativas son las fotos del París que conoció en los 20 y en los que se hizo definitivamente escritor, y aquellas en las que lo vemos esquiando en Suiza.

Toreros que enla plaza se dirigen al escritor; un respetuoso Hemingway sentado junto a la cama de Pío Baroja en sus días finales; con Ava Gardner en un cortijo; pescando en Cayo Hueso en 1928; en la barra del bar habanero Floridita; riendo con su amiga Ingrid Bergman; y al fin paseando por los bosques de Idaho un año antes de quitarse la vida. Este gran volumen, con tantas imágenes que aún eran inéditas para nosotros, es una forma de seguir celebrando la impronta del escritor más popular y legendario de la última centuria.

Publicado en La Razón, 12-XI-2011

jueves, 10 de noviembre de 2011

Hrabal y sus remordimientos




Este hombre que abogaba por la más pura sencillez oriental, que vivió un pasado como obrero siderúrgico, lo cual inmortalizó en excepcionales obras, y sufrió el acoso del comunismo, Bohumil Hrabal (1914-1997) vuelve a gozar de presencia editorial. Algo bien merecido, ya que se trata de un escritor incomparable, comprometido con su tiempo, patria y pueblo, como se aprecia en Los frutos amargos del jardín de las delicias (1997), la espléndida biografía de Monika Zgustova a partir de las conversaciones con el autor en sus cervecerías preferidas de Praga.

La propia traductora de tantos checos ilustres (Hasek, Seifert, Capek, Kundera, Havel), responsable de versiones de Una soledad demasiado ruidosa, Personajes en un paisaje de infancia y Bodas en casa –que reaparece ahora en El Aleph–, más el libro de reflexiones Quién soy yo, nos da la clave para abordar esta novela escrita en 1971 y publicada en 1989: «Cuando le asediaban violentos sentimientos de culpa escribe la novela Yo que he servido al rey de Inglaterra, donde da vía libre a sus remordimientos».

Y es que la culpabilidad persigue a Hrabal: su origen es indefinible, pero las lecturas que hará de Schopenhauer sólo se la van a confirmar.Así, Hrabal usa a sus personajes como catarsis personal; aquí, el camarero Jan hace de hilo conductor para mostrar el fondo de todas sus obras: el cambio de época. «Escuchad bien lo que voy a contaros», dice al inicio de los cinco episodios de esta novela, terrible y humorística a partes iguales; en ella, la invasión nazi y la eclosión comunista no impiden al protagonista ascender en la escala social con gran éxito. Como en casi todos sus textos, la narrativa de Hrabal es un río que no descansa –apenas emplea el punto y aparte–, y ese aliento de oralidad nos envuelve como si el mejor cuentacuentos nos contara una grata historia.


Publicado en La Razón, 10-XI-2011

miércoles, 9 de noviembre de 2011

Tomás Segovia: el hijo del exilio


Más de sesenta años de andadura literaria llegaron ayer a su fin, con la desaparición, en México, del poeta valenciano Tomás Segovia. Desde su primer libro de poesía, “La luz provisional” (1950), hasta el último, de reflexiones, “Digo yo” (2011), su vida estuvo consagrada a la literatura y marcada por el exilio. Nacido en 1927, desarrolló sus estudios en el Liceo Francés de Madrid, y también en Francia y Marruecos, y fue en el periodo de la Guerra Civil cuando su familia se trasladó a México, donde ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma, en la que más adelante trabajaría en su área de divulgación cultural. Hoy, la prestigiosa revista de este centro donde colaboraba y se le dedicaban artículos está de luto, junto con Fondo de Cultura Económica y Pre-Textos, las editoriales que habían ido publicando sus obras a ambos lados del Atlántico.

Referente inexcusable del exilio español en México, Segovia siempre rehuyó de etiquetas que simplificaran orígenes geográficos o patrias. Para el excelente traductor de libros como el monumental “Shakespeare” de Harold Bloom, la poesía era el único país del poeta, y su tiempo actual, su campo de acción más allá de lenguas y nacionalidades. Así lo puso de manifiesto en diversas ocasiones a lo largo de una trayectoria muy activa: fundó la revista “Presencia” en 1946 y dirigió la “Revista Mexicana de Literatura” entre los años 1958-1963; se dedicó a la enseñanza en el Instituto de Intérpretes y Traductores, y a la investigación en El Colegio de México, y fue profesor visitante en la Universidad de Princeton. Asimismo, se dedicó a la difusión cultural en Montevideo en 1963-64, a lo que le siguió una estancia en París como colaborador de varias editoriales. Y por si fuera poco, se empleó en el ámbito del cine y la radio mexicanos.

Todo un todoterreno, en definitiva, que cultivó la narrativa en títulos como “Trizadero” (1974), “Personajes mirando una nube” (1981) y “Otro invierno” (2001), el teatro: “Zamora bajo los astros” (1959), el ensayo: “Contracorrientes” (1973), “Poética y profética” (1986) y “Alegatorio” (1997) y, por supuesto, la poesía: “El sol y su eco” (1960), Anagnórisis” (1967), “Figura y secuencias” (1979) y “Cantata a solas” (1985). Todo este conjunto de libros le llevaría a obtener algunos de los más importantes galardones de las letras hispanas: el premio Xavier Villaurrutia y el Alfonso X de Traducción, ambos en tres ocasiones, el Octavio Paz de Poesía y Ensayo, y el Premio Internacional de Poesía Federico García Lorca en 2008, otorgado en Granada a toda su obra literaria, entre otros. Desde 1985, tras jubilarse, había repartido su tiempo entre Madrid y el sur de Francia, sin dejar de hacer traducciones, colocando poemas en su blog y dando conferencias con una intensidad admirable para su edad.


Publicado en La Razón, 9-XI-2011

domingo, 6 de noviembre de 2011

Un paseo por la ciudad sensual

Poquísimas ciudades en el mundo que aúnen tanto encanto, arte e historia como Sevilla. Lo ha comprobado Eva Díez Pérez (Sevilla, 1971), y lo descubrirá el lector cuando conozca Sevilla, un retrato literario, un libro donde pulula una innumerable serie de escritores autóctonos, del resto de España o extranjeros que vivieron o visitaron la capital andaluza en algún tiempo de los últimos cuatrocientos años y que dieron testimonio escrito de ello. Y es que «Sevilla es un inmenso y laberíntico mapa poético. Bajo la ciudad de charanga y pandereta o de la eternamente repetida imagen de postal se oculta una cartografía de escritores casi siempre olvidados», afirma la autora en el prólogo. De tal forma que «en estas calles librescas nos toparemos con poetas ultraístas, tertulias de humanistas, soirées de vanguardia, barrocos metafísicos, gabinetes de ilustres y escuelas literarias que a lo largo de los siglos han ido forjando el imaginario de una ciudad literaria como pocas, aunque desgraciadamente sea más conocida por un ingrato catálogo de tópicos y folclorismos superficiales».

Por medio de dieciséis «paseos», Díaz Pérez, que ya había consagrado dos novelas históricas a Sevilla, nos lleva de la mano para enseñarnos las huellas visibles e invisibles de los escritores que pisaron las distintas áreas de su ciudad: los Alcázares, Santa Cruz, Alfalfa, Sierpes, La Alameda, El Guadalquivir, Triana... La escritora se convierte en una guía cultural de lo más completa y entretenida, pues documenta el trato literario que ha recibido cada zona que recorre, mezclando en sus explicaciones anécdotas, vivencias y libros de épocas lejanas o recientes con la actualidad. De tal modo que resulta natural que, por ejemplo, en el «Paseo segundo», después de ver cómo el checo Karel Capeck (el que acuñó, en una de sus obras, el término robot) observa la Giralda –«Así son las cosas en España: hay cimientos romanos, lujo árabe y razón católica»– nos crucemos con el Thomas Mann que, en la primavera de 1923, contempla la catedral, reconozcamos pasajes de varias Novelas ejemplares, pues «Cervantes conocía bien Sevilla, ya que residió durante algún tiempo, más desdichado que feliz, como cobrador de impuestos», o nos acordemos del quevediano protagonista de Vida del Buscón llamado Pablos en la actual calle Alemanes.

Precisamente, Fernando Iwasaki –autor peruano de apellido japonés y adopción hispalense–, en un libro también publicado por la editorial Paréntesis, Sevilla sin mapa (2010), señalaba la fuente de inspiración que ha supuesto el lugar para una gran cantidad de artistas foráneos: «Sevilla es una ciudad privilegiada, pues posee una historia singular y ella misma vive poseída por leyendas literarias y musicales. Sin embargo, mientras que su historia la han escrito los propios sevillanos, sus mitos han sido creados por viajeros, artistas, músicos y escritores de todo el mundo. Así, las grandes leyendas de Sevilla se fraguaron tanto en los libros de Prosper Merimée, Théophile Gautier y Richard Ford, como en las óperas de Verdi, Bizet, Mozart, Rossini, Beethoven y Beaumarchais». Y en efecto, Fígaro, Carmen o Don Juan son mitos universales asociados con Sevilla, así como es frecuente relacionar la ciudad con muchos de los mejores poetas que ha dado la lengua española: Antonio Machado y Luis Cernuda, que nacieron allí, Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén, que vivieron momentos angustiosos previos a sus exilios, Federico García Lorca, que se hospedó en abril de 1935 en los Alcázares y donde leyó por vez primera «Llanto por Ignacio Sánchez Mejías», y Miguel Hernández, quien se escondió en el mismo sitio huyendo de los soldados franquistas en unos días, además, en los que Franco visitaba la ciudad.

Pero no sólo, obviamente, Díaz Pérez destaca a los escritores de más renombre, sino que por su libro pasan muchos que la historia ha desatendido y que tuvieron una importancia considerable en su momento. Es el caso de Joaquín Romero Murube, muy vinculado con las generaciones del 27 y del 36 por su actividad cultural y su cargo de alcaide conservador del Alcázar –paseaba con Paul Morand, «un habitual viajero en Sevilla», y André Gide, quien «aprendió a seguir sus sentimientos en Sevilla, una ciudad sensual que le ayudó a comprender su homosexualidad»–, o de José Marchena, «más conocido como el Abate Marchena, uno de los personajes más fascinantes de la historia española del XIX (...) uno de los pocos españoles que participó de forma activa en la Revolución Francesa». Asimismo, habría que citar muy especialmente a Rafael Laffón, autor de Sevilla del buen recuerdo (1973), «un libro de nostalgias, de lugares olvidados de la ciudad que son, en realidad, la infancia perdida del poeta (...) guía emocional de una Sevilla definitivamente perdida», la de inicios del siglo XX, «los que quizá atisbaron algo de lo que alguna fue la ciudad».

Porque la mirada de Díaz Pérez es cariñosa, pero no complaciente a secas, y también pone el dedo en la llaga en la forma en que Sevilla no ha sabido atarse a su pasado artísticamente glorioso: «Aún espera la estatua de Cernuda su lugar en la ciudad, un proyecto retrasado una y otra vez mientras los monumentos a sus toreros surgen como hongos. En el cementerio de Sevilla tampoco están sus mejores poetas, sino los exagerados mausoleos de sus toreros. Curiosa relación la de Sevilla con sus hijos más ilustres, con los que la hicieron de verdad inmortal». Porque inmortal es el Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, que nació en la calle Redes en 1547 y recreó en su obra «la vida canalla de la ciudad»; o el fragmento de uno de los mejores observadores externos de la ciudad, Benito Pérez Galdós, que en Fortunata y Jacinta describe a la «romántica y alegre ciudad» a la que acude en viaje de novios la pareja protagonista. Lord Byron, Jean Cocteau, Washington Irving, Rubén Darío, Marguerite Yourcenar... La lista de escritores fascinados por Sevilla es inacabable. Thomas Mann la visitó en mayo de 1923: «Recordaré siempre el día de la Ascensión en Sevilla, con la misa en la Catedral, la magnífica música de órgano y la corrida de fiesta por la tarde», y Théophile Gautier dijo de ella, tras alojarse en la calle Sierpes en 1840: «Es una ciudad grande, difusa, moderna, alegre, riente, animada. (...) El ayer no le preocupa, el mañana menos todavía; ella es sólo presente».

Este presente atrae tanto al turismo más convencional como a los viajeros más exigentes desde el punto de vista cultural. Ciertamente, los típicos prejuicios aún asolan la ciudad, una «descripción costumbrista de Sevilla, plana, tópica, sin matices, repetida y ya cansina», dice Díaz Pérez; pero en las calles y plazas, en los monumentos y arquitecturas, en los libros escritos en ella y sobre ella, también hay una Sevilla, para quien quiera buscarla y habitarla, que habla de la mejor literatura de todos los tiempos.

Publicado en Letra Internacional (núm. 112, otoño 2011)

jueves, 3 de noviembre de 2011

Los números cuadran




Aparte de alcanzar una gran altura narrativa por sí misma, esta novela del año 2007 de Leavitt tiene el mérito de reconstruir un suceso real: cómo un modesto contable llamado Srinivasa Ramanujan envió 120 fórmulas y teoremas de su cosecha al matemático protagonista, llamado G. H. Hardy (1887-1947), un joven y prestigioso profesor del Trinity College de Cambridge.

Los lectores asiduos del escritor David Leavitt (1961) encontrarán, como en toda su obra, el ingrediente homosexual, muy bien reproducido mediante las acciones y pensamientos de Hardy; pero el autor va mucho más allá, mostrando los hábitos e hipocresías de la clase acomodada de la Inglaterra de principios de siglo XX, y en especial las costumbres de la secta universitaria de los Apóstoles. Como en este ejemplo, el autor ha hecho literatura a partir de un ingente material –explicitado en un apéndice– que va desde las memorias del propio Hardy (elogiadas por Graham Greene) y las recetas vegetarianas de la época, hasta libros sobre el amor gay durante la Primera Guerra Mundial, pasando por la correspondencia de Bertrand Russell o Lytton Strachey, personajes que aparecen en la novela junto a Ludwig Wittgenstein.

La obra presenta una estructura marcada en dos tiempos: un día de 1936 en el que Hardy está dando una conferencia en Harvard sobre el que sería su fiel colaborador durante seis años, y, en paralelo, la historia de cómo en 1913 Hardy recibe la carta de Ramanujan en la que le indica que ha hecho descubrimientos matemáticos de forma autodidacta. Luego, vendrá el encuentro en Londres y el relato de la amistad entre el reformador de las matemáticas inglesas y ese contable hindú, ya de niño un superdotado que iría llevando su fascinación por el número pi a teorías que aún hoy se debaten, mucho después de que muriera prematuramente en 1920, a los treinta y dos años.


Publicado en La Razón, 3-XI-2011