viernes, 30 de diciembre de 2011

Las rarezas de Xènius




Hay que ver si las palabras de Josep Pla sobre D’Ors han sido premonitorias: «Su destino habrá sido el de no congeniar con sus contemporáneos; en cambio, creo que será adorado por los venideros». El autor de Palafrugell acusó al de Vilanova i la Geltrú de adoptar poses, máscaras, adornos. Fue un pedante, una «vedette» intelectual que, con todo, «escribía como un ángel». Valgan las alusiones al autor de El cuaderno gris para evocar a Xènius –su seudónimo desde que empezó en el periodismo–, del que el profesor Xavier Pla ofrece seis novelas poco conocidas: «Sijé, o del secreto de unas vacaciones» («excepcional por su variedad de métodos narrativos»), «Oceanografía del tedio» («excepcional por su minimalismo, por su poeticidad»), «Magín» (primero escrita en catalán), «El sueño es vida» (transcripción psicoanalítica de los de una estudiante), «Historias de las esparragueras» («leyendas, impresiones y anécdotas vividas» en una finca) y «Aldea- mediana» («pesimista, dramático y visiblemente reaccionario»). El editor también piensa que es inclasificable, y estos relatos lo demuestran. Sus estructuras son fragmentarias, su verbo, retórico, su literatura, crónica de sus percepciones, líricas, a veces enigmáticas, otras desconcertantes o casi surrealistas. ¿Existen hoy lectores para esta literatura? Cabe dudarlo, pero si aún no los hay, quizá estén por venir, como hubiera dicho Josep Pla.

Publicado en La Razón, 29-XII-2011

jueves, 29 de diciembre de 2011

La supuesta traición



Estamos acostumbrados, al leer la narrativa de Pirandello –la editorial Nórdica acaba de publicar todos sus relatos en un volumen de 2.300 páginas–, a que, en el mejor estilo chejoviano, ya en el primer párrafo del texto se nos abra el presente de los personajes y sus pequeños dramas que, de la mano poética del autor siciliano, son transformados en aventuras que nos atrapan y emocionan. La excluida, su primera novela, escrita en 1893 pero publicada en 1901, no alcanza la magnitud de El difunto Matías Pascal, o la genialidad de su última obra, Uno, ninguno y cien mil –siempre con el problema de la identidad personal como argumento–, pero en ella se perciben los rasgos que harán del autor siciliano un maestro en literaturizar esas tragedias del corazón.

Justamente, en una dedicatoria a la edición de 1907 de La excluida, Pirandello hablaba de cómo la vida está llena de contradicciones, de “vicisitudes ordinarias”, de “simplificaciones ideales y artificiosas”. Eso es lo que le estimuló a la hora de escribir, adoptando además un tono humorístico que, en el caso que nos ocupa, es tan sutil como corrosivo, pues el tema es grave: un hombre, Rocco, cree que su esposa le ha sido infiel e incluso la echa de casa; la novela seguirá el rastro de la supuesta traición, la forma en que la familia se lo toma y el modo en que ella, Marta, hace un viaje de ida y vuelta, podríamos decir, a la manera del Salina de El Gatopardo: todo cambia para que todo siga igual.

“Exclusión sin culpa, aceptación con culpa”, titula el traductor Gian Luca Luisi el epílogo en que alude a los conceptos de culpa y exclusión, pues Marta es a ojos de los demás culpable, lo que la lleva a estar “excluida de la sociedad y recluida en un mundo interior en el que nadie puede entrar”. Mundo al que ahora tiene acceso el lector y que le ofrece un asunto novelesco tan antiguo como actual.


Publicado en La Razón, 29-XII-2011

miércoles, 28 de diciembre de 2011

J. Á. Cilleruelo: la guerra en un teatro gris





Cada vez dando un paso más allá, sutil, cuidadoso, murmurante, José Ángel Cilleruelo va perfeccionando su arte para las historias de extensión media. Y así llegamos a su última historia, la mejor de todas las que ha escrito, Ladridos al amanecer.

En aquellos primeros cuentos que el poeta y traductor y crítico y tantas cosas más publicó hace un par de lustros –véase aquí–, ya se intuía que su concepción narrativa tendería más al ambiente que a lo explícito, a lo no dicho que a lo expuesto sin ambages. Cilleruelo es nieto de Kafka: presenta entornos asfixiadores, pero tan cercanos y transidos de historia reciente que no nos damos cuenta de su claustrofobia; y es hijo de una forma de escribir, orientalizante –y no sólo por textos tan directamente demostradores de ello como Una sombra en Pekín–, que enmarca en nouvelles mediante un conjunto de relaciones interpersonales tan contenidas como apasionadas.

La guerra, digámoslo ya, desde Al oeste de Varsovia (2009), se ha convertido últimamente en ese fondo de un teatro donde los personajes sobreviven como si a la vez fueran espectadores del patio de butacas: viven su drama y al tiempo se miran en él, se reconocen en él. He aquí lo que le pasa al más joven de los dos hermanos que aparece en Ladridos al amanecer, contraste con su hermano mayor, emprendedor, algo fanfarrón, imparable. Ambos sufren la Alemania bélica, y luego los entresijos, los laberintos, los tejemanejes de la burocracia, la administración, la política en definitiva, en dos tiempos, el pasado de su infancia y la contemporaneidad de su madurez.

No es una literatura que conceda facilidades la de Cilleruelo: a mí me produce el suave desasosiego de que entre líneas cabe algo que descifrar; de ahí que la relectura sea un ejercicio en su caso tan puro como estimulante, de ahí el disfrute de placer lector y ansiedad por ser capaz de alcanzar todo lo que se cuenta. Como reclamaba Kafka, hay que leer libros que nos desconcierten, que nos atraviesen, que nos exijan romper con nuestros moldes. Cilleruelo logra hacer ese tipo de libros, y además con un estilo que destapa su trayectoria poética: “Nunca he visto la noche de la noche”, leo al comienzo de la novela, y este ejemplo muestra cómo el autor ha desarrollado un tono narrativo que goza de un lirismo cautivador.

lunes, 26 de diciembre de 2011

Un autor fiel a sus hábitos


Muy pocos sabrán de quién hablamos si mencionamos a David John Moore Cornwell, pero si pronunciamos el seudónimo que eligió para dar a conocer sus obras, John Le Carré (1931), todo cambiará. Incluso muchos habrán conocido sus historias sin abrir ni uno sólo de sus libros, tal es la cantidad de adaptaciones al cine que se han hecho de sus novelas de espionaje y suspense: «El espía que surgió del frío», «La casa Rusia», «El sastre de Panamá», «El jardinero fiel»…, o incluso a la televisión, como cuando la BBC llevó a la pequeña pantalla «El topo», en 1979, con Alec Guiness encarnando al agente George Smiley, protagonista de cinco de sus novelas.

Como en su momento Graham Greene, otro autor exitoso como narrador y en el ámbito del cine, John Le Carré (en la imagen) también gozó de una formación académica elitista (Berna, Oxford, Eton), tuvo una considerable relación con el poder (fue diplomático del Gobierno británico en los sesenta) y al cabo se especializó en un tipo de narrativa que conjugó política –a menudo con el trasfondo de la Guerra Fría– y tramas siempre ligadas a los grandes movimientos de la sociedad internacional, ya fuera terrorismo o fraudes económicos. Ochenta años le contemplan, y aún está activo, lúcido, fiel a sus hábitos: pasear, beber, nadar y, sobre todo, escribir.

Publicado en La Razón, 23-XII-2011

sábado, 24 de diciembre de 2011

Tras la bomba atómica




Este es un libro tan duro como necesario. Su origen hay que buscarlo en los artículos que Kenzaburo Oé publicó en la prensa japonesa sobre sus visitas a Hiroshima en los años 1963-65. Habían pasado casi veinte desde la fatal fecha, 6 de agosto del año 1945, cuando el bombardero norteamericano Enola Gay, por orden del presidente Harry Truman, lanzó una bomba atómica sobre la ciudad que mataría y heriría a cientos de miles de civiles (tres días más tarde, otra nave B-29 atacaría Nagasaki). Era el final de la Segunda Guerra Mundial. El inicio de un infierno cuyas consecuencias están muy lejos de cerrarse, por lo que este libro publicado en 1965 sigue estando de actualidad.

Marcado por dichos acontecimientos desde la infancia, Oé va a vivir un shock de carácter personal en esa etapa: justo cuando viaja a Hiroshima, nace su hijo con una enfermedad cerebral; el bebé se dirime entre la vida y la muerte en una incubadora, y su padre pisa el territorio donde tal cosa ocurre a diario: gente con cáncer, leucemia o ceguera producto de la radiación atómica; personas que se acaban suicidando para cortar la agonía; ancianos que han perdido a sus hijos y a sus nietos y que existen por inercia. Con individuos así va a entrevistarse Oé en distintos hospitales; los llama moralistas «porque han vivido los días más crueles de la historia de la humanidad», porque nadie puede tener una experiencia tan abrumadora después de haber sufrido tal cosa.

Oé declara que conoció la dignidad humana en Hiroshima –dedica un ensayo a este concepto–, y vuelve a referirse a ella en la entrevista que le hizo un periodista de Le Monde este mismo año y que sirve de epílogo al libro. Ese contacto con una realidad grotesca y espeluznante, pero también esperanzadora al ver el coraje de los supervivientes, se volcaránen su propia narrativa: le esperaba la escritura de su obra maestra, Una cuestión personal (1964), inspirado en su bebé, que también iba a sobrevivir.


Publicado en La Razón, 22-XII-2011

jueves, 22 de diciembre de 2011

Elemental, querido Sherlock




Para él, todo es «elemental». Todo misterio, a sus ojos, es de fácil solución debido a su acerado poder de observación deductiva. Se nos aparece como alto y espigado, de «mirada aguda y penetrante»; entre sus aficiones, destacan la apicultura, el boxeo y tocar el violín, y, entre sus hábitos, comer galletas y tomar cocaína en su casa, en el número 221 de la londinense Baker Street. Es más que un personaje aparecido en 1887 en la novela Estudio en escarlata (protagonizará tres novelas más y cincuenta y seis cuentos); es un icono, una figura presente en la cultura popular de todo el planeta, un ser que no solamente sigue vivo, sino que acrecienta su fama y su influencia al instalarse en nuestro mundo audiovisual de continuo. No es otro que Sherlock Holmes.

A este ingenioso héroe del que puede encontrarse en Edimburgo una estatua erigida en 1991 –su autor, sir Arthur Conan Doyle, nació en Escocia pero se mudó a Londres en 1891, a los treinta y dos años, para dedicarse, sin éxito, a la oftalmología– le ha dedicado la vida entera el abogado estadounidense Leslie S. Kingler, como puso de manifiesto al publicar los tres tomos de New Annotated Sherlock Holmes, en 2004-05. Los mismos que, entre el año pasado y este invierno, se ha encargado de editar Akal, con la traducción de Lucía Márquez de la Plata, ofreciendo así todo un tesoro de miles de páginas escrupulosamente anotadas e ilustradas por grandes dibujantes de la época. Kingler (nacido en Chicago en 1946 y residente en Malibú) empezó a interesarse por el personaje en 1968, cuando desarrollaba sus estudios de Derecho; una pasión parecida a la que le ha llevado, recientemente, a editar con profusión «Drácula», de Bram Stoker.

En este tercer tomo de Sherlock Holmes anotado se recogen los cuentos publicados desde 1903 a 1927 en la Strand Magazine, que luego formarían los libros El regreso de Sherlock Holmes, Su último saludo y El archivo de Sherlock Holmes. Asimismo, se da la circunstancia de que el primer relato del libro es «La aventura de la casa deshabitada», según Kingler, «la historia más aclamada de todo el Canon»; no en vano, habían pasado diez años desde que Doyle hiciera que el profesor Moriarty, líder de la criminalidad europea, tirara al detective por unas cataratas en El problema final. Sin embargo, el escritor, como es bien sabido, sintió tan cerca las protestas y súplicas de sus lectores –su propia madre ya le había advertido de que su idea de deshacerse de él no era buena– que acabaría por resucitar a su protagonista.

Al parecer, Doyle hubiera preferido ser considerado más un escritor de novelas históricas –escribió diez– que un creador de obras de entretenimiento, entre las que destaca poderosamente El mundo perdido (1912), protagonizada por su otro personaje carismático, el profesor Challenger. (Mención aparte merecerían sus libros de carácter más curioso, como El misterio de las hadas, donde, a partir de una serie de fotografías tomadas por unas niñas en 1917, en las que aparecían unas hadas, Doyle defiende la existencia de estos seres maravillosos con todo su poder de persuasión.) En todo caso, para la posteridad, la resurrección de Holmes fue de lo más oportuna. De ella se ha nutrido el mundo del cine y la televisión de tal forma que, aun hoy, un intérprete encarnando al infalible sabueso se asoma a las pantallas.

Es el caso de Sherlock Holmes (2009), del director Guy Ritchie, y protagonizada por Robert Downey Jr. y Jude Law, sin duda un auténtico disparate para los amantes del detective –filme que tendrá una segunda parte–, y de otro caso que, paradójicamente, es mucho más leal y fiel a los textos originales pese a ambientarse en el Londres actual; me refiero a la serie de la BBC Sherlock, cuyos tres capítulos de noventa minutos emitidos el año pasado obtuvieron un éxito de público y crítica enormes (se prevén tres nuevos episodios para 2012). Un ejemplo de cómo una obra literaria puede atravesar el tiempo y el espacio y mantener su espíritu, enfoque y señas de identidad intactas; y que el «Elemental, querido Watson» suene tan bien alrededor de 1900 que en pleno siglo XXI.

Publicado en La Razón, 22-XII-2011

jueves, 15 de diciembre de 2011

La familia canta en Navidad




La escena, dickensiana, paradigma del confort, de la calidez familiar, es tópica, quizá ya se haya extinguido en los hogares, pero pervive en el imaginario colectivo y sobrevivirá como sólo sobreviven las estampas populares: unas cuantas personas cantan un villancico en una noche de Navidad. ¿Ejemplos? «Hacia Belén va una burra», «Campana sobre campana», «Noche de paz», «Los peces en el río»… Sabemos que un villancico es una composición poética de contenido religioso, sobre todo en torno a motivos navideños, pero lo que aún podremos descubrir sobre este género es mucho, y Silvia Iriso se ha encargado de facilitarnos la tarea en la mejor de las fechas para ello.

Esta filóloga, experta en Lope de Vega y en El Quijote, ofrece una antología que nos evoca las canciones apuntadas y nos invita a conocer la evolución del villancico, sus quinientos años de historia, origen y desarrollo a partir de tres etapas: «De la villa a la corte. Villancicos del Renacimiento», «En el templo. El espectáculo barroco» y «La estrella, la luna y el Niño en la cuna. Edad contemporánea». «La canción propia del “villano” (el vecino «raso» que habitaba una villa o aldea) no podía sino llamarse «villanesca», «villancico», «villancete»», aclara Iriso, que ha encontrado por primera vez el vocablo en la obra del Marqués de Santillana, y es que, como este autor o «Íñigo López de Mendoza, otros poetas cultos se sintieron atraídos por los cantarcillos que debían de oír en las calles, en los campos y por los caminos. Y los tomaron para, a la vez, “remendarlos” a su manera». Haciendo de ello, añade, estribillos para sus poemas.

He aquí el establecimiento del villancico: un estribillo popular sobre amores o el tópico del «carpe diem» completado por unas estrofas que lo glosan y se cantan. En ¿Hay música en el hombre? (2006), el etnomusicólogo y antropólogo social John Blacking decía: «La música es un producto del comportamiento de los seres humanos, ya sea formal o informal: es sonido humanamente organizado». La definición podría servir para el surgimiento del villancico, de su rasgo tan humilde como refinado. No en balde, como señala Iriso, a mediados del siglo XV aparecen cancioneros que empiezan a recoger villancicos, lo cual afianza el género. A comienzos del XVI, los eclesiásticos los han incorporado a su mensaje religioso.

Iriso explica esta transición del villancico hasta asociarse al calendario litúrgico en pleno Barroco, y cómo en el siglo XVIII sufrió una suerte de decadencia. Pero la voz popular es indomable: en las casas, escuelas o iglesias se siguieron cantando villancicos acompañados por panderetas o zambombas. En el XX, la generación del 27 renueva la tradición, caso de los poemas de Rafael Alberti incluidos en el libro. Algunos poetas de los últimos decenios hicieron un guiño al villancico –José Hierro, Victoriano Crémer o Luis Rosales– conscientes del rico legado anónimo o de poetas renacentistas como Juan del Encina o Juan Vázquez.

Encontramos villancicos que glosan asuntos de desamor, del gozo del presente y para cantar en iglesias. Pero, lógicamente, el lector se sentirá del todo familiarizado con aquéllos cuyas letras quedaron fijadas a finaless del XIX y que son similares a los actuales: «Arre borriquito, / arre, burro, arre, / anda más deprisa, / que llegamos tarde»; «En el portal de Belén / hay estrellas, sol y luna, / la Virgen y San José / y el niño que está en la cuna»; «Campana sobre campana / y sobre campana una, / asómate a la ventana / verás al niño en la cuna». Imposible leer estos versos y no sentir su melodía, ya instalada en nuestro ADN popular, familiar, navideño.


Publicado en La Razón, 15-XII-2011

domingo, 11 de diciembre de 2011

El poeta mudo



En 1990, Tomas Tranströmer (Estocolmo, 1931) sufrió una apoplejía que le privó del habla. Ha habido célebres poetas que perdieron la vista –Homero, Milton, Borges–, pero pocos podrán encontrarse que hayan perdido la facultad de expresarse con la voz. Lo cual no obsta para que el ritmo interior, la cadencia poética, siga desarrollándose. Como un Goya sin oído que siguiera pintando sus visiones, como un Beethoven con partituras sordas ante su piano, Tranströmer siguió afinando su pulsación poética, pues no en balde buena parte de su obra pertenece al ámbito de la naturaleza –donde todo sonido nace– y la música, caso de los poemarios Hemligheter på vägen (1958) y, ya traducidos en castellano, El cielo a medio hacer y Deshielo a mediodía (Nórdica, 2010).

Precisamente, estos libros constituyen un buen mirador desde el que contemplar la trayectoria del autor: una antología de sus versos desde su primer libro, «17 poemas» (1954), que incluye incluso una nutrida colección de haikus, todo lo cual, a juicio de Carlos Pardo, encargado del prólogo, nos hace ver cómo «hay poetas que nos hacen más inteligentes, más despiertos, que nos vuelven sutiles o sentimentales o contradictorios. Tranströmer nos coloca en el mundo, en eso que llamamos realidad y que se diferencia del realismo en que la realidad carece de sentido. Pero nos hace sentir fascinación por existir en él». Eso mismo es lo que llevó a la Academia Sueca a otorgarle el Nobel, literalmente, «porque, a través de la condensidad de sus traslúcidas imágenes, nos aporta un acceso fresco a la realidad». Una realidad de la que Tranströmer –licenciado en Historia de la Literatura, Psicología e Historia de las Religiones– se ha llenado de continuo, pues siempre ha estado a pie de calle: su poesía ha crecido paralela a su empleo como psicólogo en cárceles y hospitales. Allá mismo donde cada día significa un renacer: «Despertar es un salto en paracaídas del sueño. / Libre del agobiante torbellino, se hunde / el viajero hacia la zona verde de la mañana», dirá en «Preludium».

Tranströmer entendió que, tras perder parcialmente el habla, tenía que resucitar cada día, tenía que imitar al enfermo en la cama, acordarse del niño que, en los años treinta y cuarenta, veía a su abuelo trabajar en un archipiélago y del que surgió su libro más personal, Östersjöar (1974), y sintetizar su poesía, dándole el sonido oculto de un mudo, la música interior que suena por doquier.

Publicado en La Razón, 11-XII-2011

jueves, 8 de diciembre de 2011

Saul Bellow, a la carta




Unas frases de la primera página de una de sus novelas más importantes, «Herzog», serviría para establecer una vinculación iluminadora entre el Saul Bellow hombre y el narrador: «Había quienes pensaban que estaba tarado y, durante cierto tiempo, él mismo había dudado de su cordura. Pero ahora, aunque todavía se comportaba de una manera extraña, se sentía seguro de sí mismo, animado, lúcido y fuerte. Estaba como hechizado y se dedicaba a escribir cartas a todo quisque». Ambos se funden en todas sus obras, y de resultas de ello nacen historias plenamente autobiográficas, vivencial e intelectualmente hablando.

Algo que podría sospecharse pero que el conocimiento de estas «Cartas» (traducidas por Daniel Gascón) clarifica por completo, hasta el punto de que ya no es posible regresar a sus novelas sin evocar los comentarios y hechos que se nos descubren a lo largo de un epistolario que recorre los años 1932-2005 magníficamente editado por Benjamin Taylor. Éste, del que conocimos su segunda novela en 2009 gracias a Mondadori, compartió mucho tiempo con el escritor canadiense durante sus últimos tres años y a su muerte pudo seleccionar setecientas ocho cartas (dos quintas partes del total del que disponía) que son «el relato de un artista. Su lucha por escribir la siguiente página de ficción es, para bien o para mal, lo que más importa cualquier día».

Dicho de otro modo, estas cartas constituyen un perfecto instrumento para interpretar la música narrativa que Bellow se propuso desde su primera novela, «Hombre en suspenso» (1944), hasta la última, «Ravelstein» (2000). En ellas se aprecian sus dudas –«Extrañamente, no tengo una gran opinión de “[El legado de] Humboldt”. Es como el final de algo» (2-VII-1975)– y sus agotamientos frente a su arte –«“Herzog” me tiene hundido» (22-X-1960); «“El [diciembre del] decano” me lo quitó todo; la escribí en una especie de arrebato y me queda un residuo peculiar que no sé cómo quitarme de encima» (3-XII-1981). Al admirador de Bellow le maravillarán todos los mensajes, muchos de ellos extensos y detallados, tanto a amigos del mundo académico como a sus más queridos escritores, como Robert Penn Warren, Bernard Malamud, John Berryman, Philip Roth y John Cheever, a varios de los cuales sugirió para el Nobel.

Con ellos y otros destinatarios desconocidos para nosotros comparte su preocupación por las ventas –son «un fracaso» los menos de 2.500 ejemplares vendidos de «La víctima» (1948)–, su vocación, que por supuesto no es otra que «escribir libros y la sigo con la agitación de la verdadera egolatría» (27-II-1949) y, en definitiva, su entrega a la literatura como un consuelo ante sus incertidumbres: «La única cura segura es escribir un libro» (9-IX-1960); «Sólo hay una forma de derrotar al enemigo, y es escribir lo mejor posible» (sin fecha, 1956).

Pues junto a un sinfín de meditaciones sobre su propia obra y la ajena de aquellos contemporáneos que le suscitaban interés, en estas cartas lo que más se respira es su lucha acelerada en pos de una felicidad que se le va como arena en mano: intenta paliarlo con humor y el afecto hacia sus amigos, pero no es suficiente; sus cinco esposas y diversos divorcios llenos de tensiones –«Mis numerosos y ridículos matrimonios», dirá (11-III-1988), y antes: «Todo este casarse y separarse equivale a una idiotez» (9-IV-1960)–, siempre en el fragor de viajes por América, Europa y hasta África, separándose de sus hijos de continuo, lo dejan a solas con sus tormentos, con su soledad de artista, con su espíritu tan enamoradizo como sensible a la inestabilidad.

Pero va a ser esa inestabilidad que tan a flor de piel se capta en estas jugosas cartas lo que alimentará su imaginación novelesca, su introspección biográfica. De tal modo que sus temas más candentes –la psicología, la infidelidad, el pasado familiar judío o la ciudad de Nueva York, siempre combinando comedia y seriedad– le llevarán a construir una obra siempre palpitante de presente.

Publicado en La Razón, 8-XII-2011

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Jack Kerouac: antes el mar que la carretera


"Un coche rápido, una larga carretera y una mujer al final del camino», escribió Jack Kerouac (1922-1969) en su obra más carismática, «On the road», escrita a inicios de los años cincuenta y publicada en 1957 tras muchos rechazos editoriales y que tanto impactó a los jóvenes norteamericanos de aquella época, fascinados por la mirada libre e innovadora del escritor, tanto ante la vida como ante la literatura. Y en efecto, a Kerouac sólo le bastó eso: un vehículo, tierra por delante y el objetivo de una compañía femenina, para levantar todo un universo estético e ideológico con su máquina de escribir a cuestas y el largo rollo de papel que colocaba para poder teclear de un tirón, obedeciendo a la llamada de la inspiración y la libertad creadoras.

Sin embargo, a Kerouac le iba a disgustar convertirse en un icono de esos jóvenes que pretendían convertir la conservadora y militarizada sociedad estadounidense en un lugar donde la paz, la espiritualidad oriental (sobre todo el budismo zen) y la libertad sexual fueran premisas fundamentales para la convivencia. Si a esta postura se le añade un planteamiento artístico libre de prejuicios y reservas, tenemos entonces como resultado una técnica explicada por el mismo autor de la siguiente forma: «Nada de intervalos que rompan las estructuras de la frase ya arbitrariamente entrecortada mediante falsos puntos y tímidas comas, en la mayoría de los casos inútiles, sino vigorosos guiones que aíslan los momentos respiratorios (como los músicos de jazz que recuperan el aliento entre dos largas frases), las pausas medidas que articulan la estructura de nuestro discurso».

Con esta «escritura espontánea», o «kickwriting», se planteó Kerouac la redacción de «En la carretera», cuyo manuscrito original salió a la luz pocos años atrás, pues en primera instancia se había publicado una versión recortada y censurada, lo que ni impidió que, en palabras de la que fue su novia, Joyce Johnson, en su autobiografía «Personajes secundarios. Memoria “beat”», fueran «miles los que estaban esperando a un profeta que los liberara de las prudentes vidas de clase media que habían sido educados para heredar. “En la carretera” les acercaría la voz de un supremo forajido redimido por su arte, visiones de una vida vivida a una velocidad de vértigo, más allá de cualquier barrera protectora; energía pura y estimulante». Todo un punto de inflexión en la carre(te)ra de Kerouac; un antes y un después en el modo en que la sociedad recibía una propuesta artística audaz y rompedora.

Pero «En la carretera» no fue la primera novela del portaestandarte de la generación «beat» (él mismo acuñó el término, que puede entenderse como «ritmo» o «compás» pero también como «golpeado» o «vencido»), aquella que formada por otros singulares escritores como William Burroughs y Allen Ginsberg dio vía libre a la imaginación y a los efectos provocados por el alcohol –Kerouac murió de cirrosis a los cuarenta y siete años– y las drogas. El autor ya había publicado «The Town and the City» en 1950, y ahora la editorial inglesa Penguin presenta la que sería su primera obra y que se suponía perdida, «The Sea Is my Brother» (El mar es mi hermano).

La novela, al parecer escrita en 1943, narra la historia de un joven de veinte años que se embarca en la marina mercante y se traslada de Boston a Groenlandia. Como había hecho el propio Kerouac, que unos meses antes había tenido una corta experiencia como miembro de la Marina estadounidense: tan sólo ocho días antes de ser declarado enfermo; en concreto se le diagnosticó «dementia praecox», es decir, demencia prematura, un desorden psicótico. «The Sea Is my Brother», curiosamente, ya había aparecido en traducción eslovaca en 2010. De hecho, Kerouac escribió una buena cantidad de textos en la década de los cuarenta que no vieron la luz hasta el siglo XXI, caso de la novela «Orpheus Emerged» (2002) o del texto escrito en colaboración con Burroughs «And the Hippos Were Boiled in Their Tanks» (2008).

«The Sea is my brother» son 158 páginas, descubiertas en un archivo por el hermanastro de Kerouac, en las que se repiten los temas que han nutrido toda la novelística del escritor: su afán por el viaje, la vida natural y espiritual, el horizonte simbólico. Los críticos han indicado que esta obra de juventud que ahora ve la luz en Londres no se trata de una obra redonda, que su interés radica sobre todo en conocer cómo esos ítems narrativos de un juvenil Kerouac se asomarán más tarde en otras obras, por supuesto en «En la carretera», pero también en la budista «Los vagabundos del Dharma», en la que se lee algo que bien podría extrapolarse al resto de obras del escritor: «Feliz. Sólo con mis pantalones cortos, descalzo, el pelo alborotado, junto al fuego, cantando, bebiendo vino, escupiendo, saltando, correteando –¡esto sí que es vida!–".

El propio Kerouac dijo que «El mar es mi hermano» trataba de un hombre sencillo llamado Wesley Martin que abandona los estudios (como el mismo autor) y se rebela ante las desigualdades, frustraciones y agonías que provoca la sociedad. En el mar, el protagonista encontrará una forma de amor solitario y extraño, mientras que el otro personaje, el colega Everhart, hallará en el océano la soledad que resulta más honda. Con esta obra, Jack Kerouac se insertaba en la gran tradición de la literatura marina americana, con la influyente «Moby Dick» de Melville a la cabeza; un paso breve entre olas, pues lo esperaba la gran escritura del asfalto, del coche en el camino, y al final, una mujer esperando.

Publicado en La Razón, 7-XII-2011

lunes, 5 de diciembre de 2011

Mi prólogo a la poesía de Jaime Quezada

Foto: en el Mesón Nerudiano, Santiago de Chile


VIVO la alegría de tener ya en mis manos, gracias a la generosidad del editor Javier Sánchez Menéndez, que está haciendo una gran tarea en la editorial sevillana La Isla de Siltolá, un ejemplar del libro de poesía Así de cosas de arriba como de abajo, de Jaime Quezada.

He tenido la ocasión de firmar una presentación de este poeta chileno al que conocí en el verano del 2004. Ambos estábamos invitados a dar una conferencia en el “Seminario Pablo Neruda y la poesía española”, organizado por la Universidad Menéndez Pelayo de Santander, con el profesor Jorge Urrutia a la cabeza.

Yo, tímido y joven, leí un texto que luego acabaría ingresando en mis ensayos Experiencia y memoria: “Poesía de la soledad en el viaje: Residencia en la tierra de Pablo Neruda”. Jaime, con una trayectoria impresionante como nerudiano y mistraliano, viajero, poeta y estudioso que yo por entonces desconocía, habló de Neruda con un estilo muy característico: firme y tierno, elocuente y suave, declamativo y soñador.

Luego, la vida transcurrió, y en noviembre del 2009 me llegó la dicha de reencontrame con él en su país, con motivo de la Feria del Libro de Santiago de Chile, una experiencia maravillosa que jamás le podré agradecer lo bastante. Y ahora llega la conexión total, textual, libresca: yo convocando su verbo y su vida con unas páginas que he titulado “Bautismo del fin del mundo”, y él contestándome, contestándonos a todos con sus asombrosos poemas.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Nicanor Parra: antivida de un poeta

Chile es una recóndita tierra de grandes poetas que han trascendido sus voces para convertirse en autores reconocidos en todo el mundo: Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Pablo Neruda o Gonzalo Rojas, muerto este abril. Grandes poetas, en efecto, pero sobre todo transgresores que han marcado nuevas pautas poéticas. Es el caso de Nicanor Parra, nacido en Chillán, en 1914, que revolucionó las letras chilenas a mediados de la década de los cincuenta con su propuesta de «antipoesía» y que ayer recibió el premio Cervantes: «Se acababa de despertar y al principio no se lo creía –contó a este periódico su hija cuando transmitió a su padre la noticia–. Se pensaba que era una equivocación. Está muy contento».

¿Pero quién es este escritor que fue capaz de alcanzar una gran resonancia cuando en su país nadie podía hacer sombra al omnipresente Neruda y que en los sesenta fue traducido por otro rebelde literario, el beat Allen Ginsberg en Estados Unidos? Pues un hombre que desde lo local va a instalarse en lo universal, al igual que su hermana, la cantante Violeta: su origen vital es provinciano, como sus primeras composiciones, influidas por el refranero y el folclore chilenos, caso de «La cueca larga» (1958), libro publicado en Santiago, adonde se había trasladado en 1932 para seguir su educación secundaria. Es el tiempo de la dictadura chilena, de su graduación en Matemáticas, de estudiar, gracias a una beca, en la Brown University.

Y es que la andadura de Parra inicialmente está asociada a la ciencia: en 1948 dirige la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Chile y luego estudia cosmología en Oxford. Su primer poemario había sido «Cancionero sin nombre» (1937), lleno de romances, que luego desdeñaría; de hecho, su verdadero debut es «Poemas y antipoemas» (1954), donde Parra mezcla la nostalgia por la infancia con el pensamiento sarcástico, el lenguaje coloquial y el carácter autoparódico. Parra ya ha sentado las bases de su poética: un estilo que quiere captar el sinsentido de la vida, del drama del hombre moderno. Y siempre con ironías y paradojas, lo que le lleva a ser crítico con la autoridad eclesiástica o política, lo cual ha empujado a algunos estudiosos a considerar su antipoesía como poesía social. Algo apreciable en los libros «Versos de salón» (1962), la recopilación «Obra gruesa» (1969), «Artefactos» (1970), «Sermones y prédicas del Cristo de Elqui» (1979) y «Hojas de Parra» (1986).

Una trayectoria que también ha tenido ciertas curiosidades de trasfondo político y que han marcado en ocasiones su biografía; por ejemplo, en el año 1959, Nicanor Parra fue invitado al Congreso Mundial de la Paz que se celebraba en Pekín, ciudad a la que acudió a través de Estocolmo (durante la Guerra Fría los viajes que se hacían a los países socialistas siempre eran controlados por algunos órganos de seguridad occidentales). La mención viene al caso porque, en la capital sueca, se haría precisamente amigo de Artur Lundkvist, secretario de la Academia del Premio Nobel, en cuya casa coincide con la escritora Sun Axelsson, que se convertirá en su pareja (Parra estaba unido a otra sueca) de forma tan breve como tormentosa. Axelsson lo siguió a Chile y se hizo una gran divulgadora de la literatura chilena con sus traducciones de los grandes poetas. Y de entre ellos, hoy le toca tocar el cielo a Nicanor Parra, a sus 97 primaveras como poeta, o como le gustaría decir a él: antipoeta.

Publicado en La Razón, 2-XII-2011

jueves, 1 de diciembre de 2011

El británico adoptivo




El traslado en 1914 de Thomas Stearns Eliot a Inglaterra desde Harvard, donde se había doctorado y le esperaba un puesto de profesor que acabaría rechazando, también fue un viaje a la literatura de ese país. Amigo del grupo de Bloomsbury, editor de Faber & Faber, convertido al anglicismo y con ciudadanía británica en 1927, Eliot se europeíza hasta el punto de que lleva su inquietud intelectual, como autor y crítico, a tres momentos álgidos de la poesía del Viejo Continente que están representados en esta selección de sus ensayos: las letras inglesas (Marlowe, Shakespeare, Milton, Blake, Byron, Marvell, Yeats, autores menores metafísicos y dramaturgos isabelinos), la Comedia de Dante y la obra de Baudelaire.

La aventura sin fin –frase tomada del ensayo «La música de la poesía»– presenta una serie de textos escritos entre 1919 y 1961, poco conocidos, que complementarían los libros ensayísticos de Eliot que ya teníamos al alcance: El bosque sagrado (1920) y Función de la poesía, función de la crítica (1933). Eliot empezó a publicar muy joven reseñas en la prensa y se postuló en contra de los críticos victorianos, cuya mirada literaria consideró provinciana por apreciar que se movían más por idolatrar a los autores canónicos que por tener una mirada crítica y renovada ante ellos. Él marcó otro camino, «basado en una lectura muy apegada al texto –el ‘‘close reading’’ que inspiraría a la escuela del ‘‘new criticism’’», como explica el editor Andreu Jaume.

Como no podía ser de otra manera, los textos más interesantes son los que abordan al intocable Shakespeare y al divino Dante; en el primer caso, comenta con mucha ironía tres trabajos de eminentes escritores de su tiempo sobre el bardo, y en el segundo, explica cómo es de sorprendente que la poesía del florentino sea «extremadamente fácil de leer». El autor de Prufock y otras observaciones siempre llevaba un ejemplar de la Comedia a todas partes, pues, no en balde, para él «es la única escuela universal de estilo para la escritura poética en cualquier idioma». Asimismo, denuncia la poca valoración que se le da a Baudelaire como prosista, y junto a ello, hallamos ensayos estimulantes como «¿Qué es un clásico?», en el que se centra en Virgilio, y «Poesía y drama», donde reflexiona sobre el género teatral, que él cultivó considerablemente. Libro erudito y magníficamente preparado del que ha acabado por considerarse el mayor crítico de poesía del siglo XX.

Publicado en La Razón, 1-XII-2011