jueves, 31 de mayo de 2012

Un enigma encerrado en un ataúd

La cara oscura de Roma en la década de 1950. Así reza el subtítulo de esta obra que investiga un crimen, el de una muchacha, para diseccionar todo un contexto sociopolítico, jurídico y policial en paralelo a aquel ligado con la Prensa y el mundo del espectáculo. Stephen Gundle, en el prólogo, fechado el 9 de abril de 1953, cuando sucede el triste acontecimiento que investigará medio siglo después, recrea cómo una joven de veintiún años, Wilma Montesi, sale de su domicilio hacia las cinco de la tarde y es hallada sin vida en una playa de Ostia al día siguiente, a veinte kilómetros de la capital. La primera suposición de muerte por ahogamiento queda descartada en cuanto se analizan los hematomas del cadáver, pero, «durante los siguientes cinco años, el misterio de la muerte de Wilma Montesi no dejará de preocupar a los italianos y el asunto acabará convirtiéndose en un escándalo que alcanzará a casi todos los estratos de la vida pública».

Por qué este asesinato tuvo semejante impacto en la sociedad italiana lleva a Gundle, en «La muerte y la dolce vita» (traducción de Pedro Donoso), a analizar el caso de Wilma pormenorizadamente: en qué situación se encontraba la chica para ser víctima de tamaña desgracia, qué parte de responsabilidad tuvo su novio –un policía temperamental que aceptaba mal la frigidez de su prometida–, por qué aquellos días se enfrentó agriamente a su madre. El autor sigue el rastro de la vida íntima de Wilma y nos encontramos con la vida íntima de una época que Fellini inmortalizó con la expresión «dolce vita» pero que ocultaba también un reverso peligroso: la ansiedad por dejar atrás cuanto antes el fascismo y la guerra. Eran años de glamour, ciertamente, y de eso sabe mucho el autor –publicó, en clave italiana, «Bellissima: Feminine Beauty and the Idea of Italy» (2007), y en clave universal, «The Glamour System» (2006) y «Glamour: A History» (2008)–, por la presencia de estrellas de cine, por los aires de libertad, placer y estética que se respiraban por toda la ciudad. Aunque todo brillo se impone a la sombra que, sin verse, existe y deja patente su destino oscuro.

Gundle destapa cómo la sociedad italiana, al enfrentarse al caso de Wilma, se vio forzada a un ejercicio de introspección: la respetabilidad imperante no podía consentir, por ejemplo, el suicidio (los Montesi hicieron pasar el crimen por accidente para poder enterrar por la iglesia a su hija), la emergente y numerosa Prensa difundió todo tipo de conjeturas, y entonces la bola de nieve no hizo sino agrandarse. El asunto ocupó papeles, conversaciones, polémicas, pues el informe oficial no coincidía con la realidad de los hechos. «Se había extendido el rumor de que personas influyentes estaban implicadas en la muerte de la chica. Entre los altos funcionarios del Estado y en el barrio de los artistas de Roma se insinuaba que la muerte de Wilma no había sido el resultado de un simple accidente», apunta Gundle. La Policía no era de fiar por arrastrar aún actitudes de la dictadura, y un periódico calificó de «enigma encerrado ahora en un ataúd» el caso de la joven.

Corrupción, tráfico de drogas, de repente todo cabe en el cajón de sastre de un crimen que Gundle utiliza como excusa para hacer una buena investigación sociológica de la Italia previa a los cincuenta y a los acontecimientos políticos de la década. Pues todo tiene relación: un hijo de un ministro es sospechoso de tener relación con la muerte de Wilma, pero sólo es un rumor de mil. Se asoma al relato: la provocadora artista Novella Parigini, que llegaría a decir que había inventado la «dolce vita romana», pues en su entorno pulularon muchos escritores importantes; los estudios de Cinecittà, cuyas actrices eran los ídolos de las jóvenes como Wilma; la bohemia y el libertinaje; los bares de Via Veneto… y la Prensa sensacionalista, que lanza la idea de que la chica murió en una orgía drogada (la autopsia rebeló que era virgen) para luego ser abandonada en una playa.

Las ramificaciones del caso alcanzan a mujeres oportunistas que quieren hacerse un nombre a costa de presentarse como testigos de la desaparición de Wilma, a periodistas sin escrúpulos, y a la clase media italiana que tan bien llevó a sus novelas Alberto Moravia. Una red de anónimos que de repente eran alguien: «El caso Montesi sacó a la luz a una serie inesperada de personajes y convirtió en personalidades a muchas personas que hasta entonces parecían no contar». Un enigma que mantendrá en vilo al lector, pero cuya resolución guarda aún demasiadas incógnitas.


Publicado en La Razón, 31-V-2012

martes, 29 de mayo de 2012

Martin Luther King, Bukowski, Atlanta


En el mastodóntico aeropuerto de Atlanta, recuerdo, en una escala desde el Caribe hacia España, un pasillo presuroso, esos suelos de transición, para los peones viajeros que no quieren llegar tarde. Y en la prisa con los ojos hacia delante, los demás van y vienen, yo me detengo. Se congela el tiempo, y con ello la historia; miles de pasos por minuto se extienden por delante de una instalación que recuerda a Martin Luther King: fotos, textos manuscritos, incluso objetos personales. Luego, retomo el camino y, a la espera de abordar, me siento a leer a  Charles Bukowski, un gran cuento, sórdido y a la vez romántico, “Ruido y pasión”, que dice: “Cada vez era una novedad; así era con una buena mujer”. 


Se refiere al sexo, pero también valdría para todo lo demás.

domingo, 20 de mayo de 2012

En las calles de Filadelfia


Veo ayer el cuarto partido de la eliminatoria Boston-Filadelfia. Los Sixers dando pena en la primera parte, los Celtics perdiendo estrepitosamente su ventaja y dejándose igualar a dos victorias la serie de semifinales de la conferencia este. En un momento dado, mi admirado Antoni Daimiel comenta algo de la ciudad de Filadelfia. 

Para visitar uno o dos días no está mal, afirma, y entonces recuerdo exactamente que pensé eso aquella vez, al caminar por la avenida gigantesca que llevaba de la estación de tren al centro, hasta que el calor me empujó a tomar el metro para acortar la distancia, al admirar luego desde un autobús su gran arquitectura, sus paredes llenas de historia de la nación americana.

Qué ocurre con algunos espacios, que parecen no acogerte de buen principio. A veces, uno pisa una ciudad nueva y enseguida siente que sus pasos pertenecen a su suelo, que podrá mirar a su cielo con confianza, y otras veces uno se siente extranjero doblemente de ciudades como si llevara una ropa demasiada apretada. Philly me dio esa sensación; mi interés se limitó a la maravillosa área del parque donde se asientan el Museo Rodin y el Museo de Arte, al lado de la estatua donde Rocky levanta perpetuamente los brazos.


Una gran ciudad en la que a media tarde todo está cerrado, muerto, desapacible; sin el atractivo infinito de Nueva York, sin la afabilidad de Boston, sin el encanto de Baltimore; allí uno iría a estudiar –a las magníficas universidades de las localidades vecinas del estado de Pensilvania– pero nunca viviría. O sólo cuando en la cancha de los Sixers se pudiera hacer un viaje en el tiempo y ver los mates de Julius Erving, los rebotes de Moses Malone, los driblings de Allen Iverson.

jueves, 17 de mayo de 2012

Frankenstein vuelve a la vida


Percy Bysshe Shelley, en una reseña de 1817 de la novela que su mujer escribió con alrededor de veinte años y que disfrutó de un gran éxito mediante sus adaptaciones teatrales, «Frankenstein o el moderno Prometeo», apuntó algo que podríamos extender a esta obra de Peter Ackroyd: «El interés aumenta gradualmente y avanza hacia la conclusión con la velocidad acelerada de una peña que rueda montaña abajo». El gran biógrafo de la ciudad de Londres y de sus mejores escritores ya dio muestras de su refinado ingenio en la anterior de sus novelas editadas por Edhasa, «Los Lamb de Londres» (2007), sobre los hermanos Charles y Mary Lamb, autores de los «Cuentos basados en el teatro de Shakespeare» (1807), los cuales protagonizaban una tragicomedia llena de una erudición deleitosa en la que también se asomaban otros autores, como Thomas de Quincey y R. B. Sheridan.
Y es que ésta es la seña de identidad de Ackroyd: llevar la existencia de los grandes poetas británicos a novelas de entretenimiento donde suelen combinarse el recurso del manuscrito hallado y el rigor histórico para dar, como resultado, obras que son sencillamente deliciosas. «El diario de Víctor Frankenstein» –traducida por Gregorio Cantera– es un excelso ejemplo de tal cosa, un juego metaliterario en que se dan cita el frenesí londinense de calles, ríos, barrios y voces, los paisajes suizos donde creció el estudiante de filosofía natural Víctor Frankenstein y, en concreto, la Villa Diodati, la propiedad junto al lago Leman que alquiló Lord Byron en el verano de 1816 y en la que nacería aquella célebre propuesta: «En noches lúgubres como ésta –dirá el poeta en la novela (pág. 381)–, hemos de ser capaces de contar nuestros propios relatos, buscar una forma de entretenernos, ya sea sirviéndonos de hechos verídicos o de fantasías inventadas». De ello nacería un pequeño relato inconcluso de Byron, el exitosísimo cuento «El vampiro» del doctor personal del vate, William Polidori, y, por supuesto, «Frankenstein» de Mary Wollstonecraft, recién casada con Shelley sin la aprobación paterna.
El propio Ackroyd toma el testigo de concebir algo verídico e inventado para construir una trama perfectamente urdida en la que recrea el deseo de Frankenstein, desde que llega a Oxford y conoce a un Shelley propagador de ideas ateístas del que se hace íntimo amigo, por «dotar de vida a la materia muerta o inerte» (pág. 19). En aquella casa suiza, cuenta Mary Shelley en el prólogo a la edición de 1831 de su novela, se habló de Darwin, del galvanismo, de que «quizá un cadáver podría ser reanimado». Pues, como afirma repetidamente Frankenstein en la obra de Ackroyd, toda la naturaleza es pura electricidad: «El fluido eléctrico, en cantidades ilimitadas, permanece latente en la tierra, en el agua y en el aire. Está presente en los rayos de las tormentas de verano, incluso en las gotas de lluvia» (pág. 143). Así, con sus experimentos, teniendo presente la frase que oye en una conferencia en boca de Coleridge: «Gracias a la imaginación, podemos cambiar el curso de las cosas», el científico lleva a cabo su obsesión por descubrir el secreto de la vida, que en su caso es desvelar la forma de resucitar a los muertos.  
El misterio de la creación que domina las pasiones del Frankenstein original tiene en el de Ackroyd un complemento sensacional, pues vemos el proceso completo del personaje en pos de su objetivo: pruebas con innovadores aparatos tecnológicos, búsqueda de los cadáveres adecuados mediante los llamados «resurreccionistas», una panda de maleantes que proporcionaban muertos a los hospitales para las clases de anatomía, y al cabo su relación con la criatura que ha ideado y que convertirá su sueño científico en la peor de las pesadillas. Pues la muerte llena todo: muertes de personajes que fueron reales en su momento, como la primera esposa de Shelley, Harriet Westbrook, y que Ackroyd utiliza hábilmente para sus propósitos narrativos. Su dominio sobre el Londres de la época y las vidas de todos los escritores citados es tan apabullante que aquel familiarizado con los acontecimientos que se literaturizan   –la trágica existencia de la pareja Shelley, el extraño vínculo entre el arrogante Byron y su médico– hallará un placer inusitado en estas páginas; pura felicidad lectora. Más si cabe cuando se compare el texto de Mary Shelley, el soliloquio de Frankenstein, con el de Ackroyd, también en primera persona pero en forma novelesca, hasta que al final entendamos que ha sido, más bien, el diario de un hombre que se dejó cegar por el poder de los fluidos eléctricos y enfermó su alma para siempre.
Publicado en La Razón, 17-V-2012

sábado, 12 de mayo de 2012

Orfeo en Israel


Se dan de la mano aquí varios géneros literarios, un drama personal, un trasfondo político y bélico siempre de actualidad, siempre en conexión con la historia más antigua. Esta audaz obra la firma el ultrapremiado David Grossman (Jerusalén, 1954), conocido por sus actividades en pro de la paz en su tierra. Pero el compromiso del narrador y ensayista israelí para con el fin de la violencia tuvo una contrapartida terrorífica: en agosto del año 2006, en la Segunda Guerra del Líbano, contra la organización chiíta Hezbolá, su hijo Uri, un militar de veinte años, murió a causa de un misil en una operación de las fuerzas armadas de Israel.

“Más allá del tiempo” es la respuesta emocional, literaria, a esa pérdida, un viaje órfico emprendido por el padre después de cinco años de ausencia del hijo, un trayecto simbólico donde se combinan versos al modo de tragedia griega, diálogos en prosa, personajes de a pie que también quieren recuperar a sus muertos yendo simplemente “allí”, en ese lugar indefinido donde reposan para volver a verlos un momento; “… y fuimos / como una casa / en la que poco a poco se apagan / todas las luces”, dice el personaje Hombre; “En un instante fuimos arrojados / al destierro”, afirma la Mujer. Intentos de expresar una pena imposible de reducir en palabras que forman un libro complejo y largo en exceso, poéticamente irregular pero de gran valentía estética.

Publicado en LaRazón, 10-V-2012

jueves, 10 de mayo de 2012

La realidad de Sandokán


Éste es el canto de cisne de un hombre que escribe sus memorias sumido en el quebranto y la extenuación. Un bello canto para Emilio Salgari, porque su autobiografía es a la vez su última ensoñación: revivir la juventud a bordo de barcos surcando mares asiáticos, rememorar el primer e imposible amor adolescente, retomar una vida de pirata que no pudo ir más allá, pues el mar y los peligros fueron sustituidos, aunque pueda parecer una invención, por el periodismo, el escritorio, las novelas escritas a destajo y la muerte: la muerte mental de Ida, su esposa, ingresada en un psiquiátrico y que hundió sus años postreros, su muerte en forma de harakiri el 26 de abril de 1911, en un bosque cercano a su casa de Turín; la muerte prematura de sus hijos Fatima y Nadir, más los suicidas Romero y Omar (el padre del autor también se había quitado la vida en 1889). Pero antes, logra Salgari burlarse de toda esta muerte previa y futura, recordando. Echa la vista atrás. «“Mis memorias” serán, por eso, el coronamiento de toda mi obra: la síntesis, el epílogo», dice en la primera página, melancólica, sufriente. 

Sin embargo, el instinto por novelar que tiene el autor es mayor que la tristeza por verse en la miseria tras enriquecer a editores que se aprovecharon de él, y el texto cobra un vigor narrativo y una intensidad propios de la mejor de sus novelas de aventuras, en caso de que «Le mie memorie», publicado en 1928, no sea su mejor obra. Yo me atrevo a decir que sí. Un libro-testamento que se cierra con una especie de diario de sus postreros años –de cuando se intentó quitar la vida por primera vez, en 1909– en el que llora la pérdida de su mujer y siente que «ha llegado el fin» también para él. Un libro, en suma, que precede a sus tres notas de suicidio: una carta a sus hijos, otra dirigida a la Prensa y otra a sus editores, recriminándoles el maltrato económico que había padecido.

Y es que el entretenimiento de tantos niños y adolescentes proviene del sudor, las lágrimas y hasta la sangre de un Salgari obligado por contrato a escribir cuatro novelas anuales a cambio de un dinero que le resultaba  a todas luces insuficiente, firmando a menudo con seudónimo para eludir a las editoriales que le querían en exclusiva. Pero antes de esta «dolorosa profesión», Salgari disfrutó de una libertad maravillosa: cuando muy joven se hizo capitán de barco y navegó hasta las tierras que nutrirían sus mejores narraciones: la India de Sandokan, el sultán destronado, también llamado El Tigre de Malasia, que se enfrenta al invasor británico. Salgari tiene «veinte años y una imaginación demasiado romántica» cuando llega al islote de Mompracem, donde va a conocer al famoso rebelde de «ojos penetrantes», de «mirada hipnótica», que «tenía las cualidades características de los grandes dirigentes: conocía a fondo el alma humana y sabía el modo de dominarla». Salgari idolatra así al apuesto y noble pirata, también a su lugarteniente Tremal-Naik, «un hombre excepcional», y a la joven y bellísima mujer de la que se enamorará de una forma trágica, Eva.

De tal modo que él, un marino independiente, simpatiza con la causa de los Tigres, cuya ferocidad es temida por doquier, y se hace revolucionario, justiciero ante los abusos de los países que pretenden aprovecharse de los indios. No es difícil ver concomitancias con esta vida errante y oceánica y la que protagonizará el caballero Roccabruna en «El corsario negro», el cual quiere vengar la muerte de sus hermanos a manos de un poderoso duque. Salgari es testigo del tiempo en que Inglaterra y Holanda intensifican su lucha contra Sandokán; en las memorias vivimos los peligros, las acciones guerreras, las heridas y las fiebres: episodios reales que se volverán ficticios cuando el escritor haya de regresar y poner tierra entre en el mundo del periodismo y de la literatura.

A recorrer esta vida, esta muerte y estos viajes se ha dedicado Ernesto Ferrero (1938), cuyo «El último viaje del capitán Salgari» publica este mes la editorial Ático de los Libros. Se trata de una novela en la que el escritor y crítico literario turinés recrea la existencia de Salgari a partir de las voces de su entorno: sus hijos, una chica que queda encandilada por él, su médico, un periodista que va a verlo en 1909 y se encuentra con «el retrato del cansancio»... Pero el autor más famoso de Italia no iba a tardar mucho en descansar eternamente, con el gesto simbólico de abrirse el cuerpo reclamando el honor que las calamidades familiares y profesionales le habían arrebatado.   

Publicado en LaRazón, 10-V-2012

martes, 8 de mayo de 2012

Salón del Cómic de Barcelona 2012



Domingo por la mañana en el Salón del Cómic de Barcelona, tal vez treinta años desde que fuera por primera vez, también en el área de las ferias de la Plaza España. Luego el evento cambió de lugar, y se trasladó a la Estación de Francia. En ambos sitios, con un par de décadas de diferencia, pedí a Carlos Giménez, no recuerdo en qué fechas, que me firmara dos de sus álbumes, con la emoción de ese momento segundo reviviendo el momento primero, a su vez lleno de la emoción por estar frente a uno de mis ídolos. Este domingo último, pues, de nuevo entre stands donde ya no es el tebeo el protagonista absoluto (años atrás, el manga empezó a ocuparlo todo, hasta que reservaron una celebración solo para ese género). Productos de mercadotecnia de Star Wars, chicas disfrazadas de colegialas con sabor nipón, chicos con caretas, DVD’s en oferta, la promoción gigantesca de una película de un joven cómico inglés… El palacio 8 en el que se ha preparado el salón es desangelado, viejo, inmenso. Paseo por los pasillos curioseando, en busca paciente de la novela gráfica Dublinés, de Alfonso Zapico, sobre la vida de James Joyce. Todo es agradable, entrañable, friki. A los autores que firman sus obras no los conozco, pero hay mil libros que me llevaría a casa: veo algunos de Quino que no tengo, veo todos los que tengo de Miguel Brieva, colecciones de los grandes dibujantes francobelgas que conservo desde niño y que siguen abarrotando mesas. Hay otra vida en la que tendría que haberme dedicado a dibujar, pero esa vida pasó, como tantas otras paralelas a la nuestra actual, y jamás sabremos si estamos en la adecuada, o si la adecuada es aquella que dejamos en la encrucijada de las decisiones.


sábado, 5 de mayo de 2012

Rimbaud: cartas con poemas y cartas africanas

En el número 98 de la revista Clarín (marzo-abril 2012) publico un artículo titulado “Un poeta sólo en cartas: Rimbaud en sus poemas-cuartillas y su epistolario africano”. En él me hago eco de una novedad verdaderamente sorprendente, y de una edición hermosísima. Respectivamente, Poesía al raso (editorial Alrevés) y Cartas de África (editorial Gallo Nero). En el primer libro, el traductor de Rimbaud más atrevido, Josep Forment, presenta la poesía completa del escritor a partir de las cartas que envió a sus colegas, en sus diferentes versiones, aportando un juego de cuartillas a modo de baraja para leer sueltos los poemas. El segundo cuenta con ilustraciones de Hugo Pratt, y en él volvemos a conocer un material curioso de Rimbaud, las cartas que envió a su familia desde sus diferentes destinos africanos.

jueves, 3 de mayo de 2012

La transgresión epistolar



Aún resuena el «Aullido» de Allen Ginsberg, muchos siguen «En la carretera» junto a Jack Kerouac, sintonizando con la generación «beat». El tiempo no ha pasado por ellos, o ha pasado agasajando su valentía estética, su atrevimiento social, convirtiéndolos en clásicos modernos. Aquella juventud de los  cincuenta y sesenta que iba a vivir el movimiento hippy, a contemplar el fenómeno del «nuevo periodismo» en el que la noticia se convertía en literatura y a protagonizar manifestaciones antibélicas, se identificó con el protagonista de la novela de Kerouac, con el poema de Ginsberg. Esa juventud no ha envejecido, pues cada generación presta atención a estos beat y otros como William Burroughs, pero también a Gregory Corso, Lawrence Ferlinghetti y Peter Orlovsky. Los estudios académicos, las traducciones y el material inédito publicados atestiguan tal foco de interés.


Jesús Aguado, en el prólogo a una antología de Ferlinghetti, «Manifiesto populista y otros poemas» (2005), habla de esa «generación de inconformistas, de inquietos, de alucinados, de trashumantes, de desubicados». Así fue: generación literaria, pero también moral, como la califica el poeta. Un grupo de soñadores que bien podrían haber firmado la frase de «Los vagabundos del Dharma», de Kerouac: «Feliz. Solo con mis pantalones cortos, descalzo, el pelo alborotado, junto al fuego, cantando, bebiendo vino, escupiendo, saltando, correteando –¡esto sí que es vida!–. Completamente solo y libre». Ahora esta vida libre, esta filosofía de comportamiento –detenida a veces por ingresos en la cárcel, temporadas en manicomios, alcoholismo–, se respira en la correspondencia entre Kerouac y Ginsberg (dos terceras partes era inédita) traducida por Antonio-Prometeo Moya. Éste mejora la labor de los editores del libro, Bill Morgan y David Stanford, añadiendo notas necesarias para la  asimilación del contexto temporal, años 1944-1969, y espacial, Nueva York, San Francisco, México, Tánger… 

Los que acudan a estas páginas verán reflejados los valores e incertidumbres ya puestos de manifiesto en las obras de ambos autores. Pero para el que no profese una especial predilección por los «beat», será un tedioso cruce de cartas que colinda con lo egocéntrico,  elucubraciones metafísicas y victimismos (Kerouac) o con experiencias místicas (Ginsberg). Por algo este dice: «La verdad es que estamos locos y no es broma» (1952). Kerouac reconoce su neurosis, deja traslucir su anhelo por tener una figura paterna, habla de sus novias, de sus borracheras, de su pasión por Dostoievski, y la fama lo fulmina al final de su vida, cuando se aparta de todo contacto con los fans. Ginsberg abandonará los psiquiátricos y devendrá un icono de la cultura alternativa con sus recitales y carisma enloquecido.

Caminos convergentes que acaban por divergir, unidos por la admiración y un amor fraternal: «Te quiero, eres un gran hombre, un gran niño pequeño en mi imaginación, lleno de tonterías pero inocente de estar lleno de tonterías» (mayo de 1954), le dice Kerouac a su amigo. Y años más tarde: «Técnicamente eres sin duda el mejor escritor del mundo» (21-I-1958). Ginsberg explica que ha tomado la senda de la escritura automática de Kerouac al escribir «Aullido»: «Me salió con tu método, sonaba a ti, una imitación prácticamente. Qué avanzado estás en esto. Yo no sé qué hacer con la poesía. Necesito años de aislamiento y escribir sin parar todos los días para alcanzar tu volumen, tu libertad y conocimiento de la forma» (25-VIII-1955).

Kerouac cuenta cómo escribió «Doctor Sax» «cargado de hierba, sin detenerme a pensar, a veces entraba Bill [Burroughs] en la habitación y el capítulo terminaba allí» (8-XI-1952). El escritor de Massachussets admite no estar satisfecho con su poesía, pero se consuela: «Mi poesía es versos en prosa» (26-X-1954); antes se había comparado con el «Ulises» de Joyce cuando comenta que «En el camino» «debería enfocarse con la misma seriedad» (18-V-1952), ya que «ese río de lenguaje» es «pura inspiración». Con todo, al comienzo ambos se cuestionaron –«¿Qué soy? ¿Qué busco?», dice Ginsberg en la primera carta–, pero al final lograrían encontrar la voz que se iba a mantener, aún hoy, joven y transgresora.

Publicado en La Razón, 3-V-2012

martes, 1 de mayo de 2012

Las dos trenzas más célebres

 


Hace ahora justamente diez años moría la escritura sueca Astrid Lindgren (de soltera, Astrid Ericsson), un nombre que para la casi totalidad del público será desconocido. Pero si hablamos de su personaje Pippi Långstrump (Calzaslargas en España, o Mediaslargas en América Latina) todo cambia diametralmente. ¿Quién no vio, en los años setenta en la televisión, a la excéntrica y pecosa Pippi, con sus dos trenzas pelirrojas desafiando a la gravedad, acompañada de su caballo a lunares, denominado “Pequeño tío”, y su mono tití, al que llamaba "Señor Nelson"?


Aquello fue la plataforma para que este personaje célebre en Suecia se hiciera universal. Rodada en 1969, y con guiones de la propia escritora, la serie lanzó al estrellato a la actriz Inger Nilsson –quien, vencida por el personaje, sólo prosiguió con una pequeña carrera en las teles escandinava y alemana– y puso en el mapa la recóndita isla de Gotland, cercana a Letonia, en una de cuyas coloridas casas se grabaron los episodios (la niña vive, sola con sus mascotas, en la Villa Mangaporhombro). Por otra parte, los libros de Pippi inspirarían ocho largometrajes en su país, de 1949 a 2001, y adaptaciones teatrales por doquier; la última, el musical que el Teatro Condal de Barcelona ha ofrecido estos últimos días.


Todo empezó como muchas veces ocurre en el ámbito de la literatura infantil: una niña empujó la imaginación de su madre unos cuantos días para que le contara un cuento aprovechando una convalecencia por enfermedad. “Pippilotta Delicatessa Windowshade Mackrelmint”, dijo Karin, de siete años, a modo de desafío; así se llamaría el personaje que iría cobrando forma para acabar conociéndose por su hipocorístico Pippi: una chiquilla huérfana de madre e hija de un capitán de barco –dice que la primera es un ángel que está en el cielo y el segundo es el rey de los caníbales–, concebida en 1941 y que, cuatro años después, aparecería en forma de libro tras ganar un premio literario.


Ahora, la joven editorial barcelonesa Blackie Books reúne tres libros de relatos que Lindgren publicó en 1945, 1955 y 1956, “Pippi Calzaslargas”, “Pippi se embarca” y “Pippi en los Mares del Sur”. Un libro traducido por Blanca Ríos y Eulalia Boada que cuenta con una colaboración de lujo: la portada, obra de la prestigiosa autora de cómics y cineasta estadounidense Lili Carré (1983). Es la puerta de entrada a un volumen divertido e irreverente que, como el primer día, aún despertará la risa de los lectores más pequeños, pues presenta situaciones que están en los antípodas de la corrección social estándar y la pedagogía convencional. Pippi es la estampa del caos, de la improvisación, de la falta de orden, lógica y hábitos sensatos. En contraste con sus amigos Tommy y Annika, “buenos, educados y obedientes”, Pippi, cuando se digna a ir a clase, no hace más que cuestionar a la maestra con su humor surrealista y se inventa mentiras como una experta contadora de fábulas; cocina en el suelo, limpia su casa con cepillos en los pies tras volcar un barreño de agua y se jacta de ser la niña más fuerte del mundo.


Aparte del anecdotario desternillante que ofrecen los disparates de Pippi, Lindgren replantea los límites que imponemos a los niños y reivindica su independencia y libertad de pensamiento. En sus últimos libros, también llevados al cine, analiza sutilmente los vínculos que se establecen entre adultos y niños, y no evita abordar un asunto tan delicado como la muerte. Mujer decidida y de ideas feministas, había recibido un ejemplo educacional impagable: sus padres, ya enamorados desde niños, le dieron una infancia placentera en una granja del sur de Suecia. En 1924, con sólo diecisiete años, empezó a trabajar en un periódico de la ciudad de Vimmerby y luego se trasladó a Estocolmo para estudiar taquigrafía. Allí fue madre soltera antes de cumplir los veinte, e incluso dejó a su hijo con una familia de acogida tres años.


Su suerte cambió en 1931, cuando se casó con el jefe de la empresa en la que trabajaba y empezó a publicar textos breves en diversas publicaciones, hasta que por fin debutó con el libro “Cartas de Britta Mar” en 1944, en una colección editorial que dirigiría durante décadas. Poco después, su segundo hijo, la pequeña Karin, enferma en la cama, sería la privilegiada oyente de las primeras aventuras de Pippi Calzaslargas: la iconoclasta por excelencia de las letras infantiles, la niña que se hizo su propio vestido amarillo, lucía largas medias y calzaba zapatos el doble de grandes que sus pies.


Publicado en La Razón, 1-V-2012