domingo, 30 de noviembre de 2014

Entrevista capotiana a Javier Arias Artacho

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la «entrevista capotiana» con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Javier Arias Artacho.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Es una pregunta difícil. Imagino que, por más agradable que fuese el lugar escogido, acabaría convirtiéndose en una prisión. Hoy por hoy, quizás creo que elegiría mi propia casa, amplia, con jardín y una buena conexión a internet. Desde allí siempre me siento cerca de seres queridos muy lejanos, pero que a la vez son muy cercanos.
¿Prefiere los animales a la gente?
El ser humano ha nacido para convivir con los demás. El hombre no puede realizarse si no es en función de la sociedad. Hay personas que, por fracasos, cobardía o desgana, piensan que se puede proyectar las relaciones humanas con los animales. Sin embargo, esto es un engaño, un sucedáneo de lo que les gustaría que fuese y no es.
¿Es usted cruel?
Todos tenemos destellos de crueldad dentro de nosotros, pero debemos aprender a dominar nuestras emociones. Negar estos sentimientos es absurdo. En el ser humano acaban aflorando de una manera innata en mayor o menor medida.
¿Tiene muchos amigos?
No. Soy una persona muy sociable, pero dedico mucho tiempo a la soledad de la escritura, la lectura y, por supuesto, a mi familia. Puedo decir que mi mejor amiga es mi mujer y que los amigos que tengo son sólidos y perdurables a lo largo de la vida.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Me gusta que coincidan con mis ideales, que sean nobles y, a ser posible, que sepan escuchar.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Es inevitable. Las relaciones humanas son complejas, claro que sí. Sin embargo, debemos recordar que en la pluralidad y la diferencia se fundamentan largas relaciones.
¿Es usted una persona sincera? 
Sí, creo que sí. Sincero, pero prudente.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Suelo ocuparlo escribiendo y, bastante menos, leyendo. Me encantaría hacer más deporte y haberle podido dedicar más tiempo al tenis.
¿Qué le da más miedo?
Lo que no depende de mí, lo que no puedo controlar.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La superficialidad de la gente patinada de una sabiduría fofa que, con los años, de desmoronará como un castillo de naipes. Vivimos en un tiempo donde todos pueden hablar de todo y los medios de comunicación encumbran a mediocres para dictar cátedras que jamás han estudiado.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Desde luego, el cine me motiva mucho también.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí, desde luego: voy a nadar, a correr y al gimnasio. Lo hago semanalmente, como una rutina, pero menos tiempo del que me gustaría.
¿Sabe cocinar?
No lo soporto. Es el núcleo de mis discusiones familiares.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Probablemente, hoy me gustaría escribir sobre Charles de Foucauld. Es la historia de un conde francés de gustos sensuales y vividores que acabó aprendiendo que en la sencillez y en la espiritualidad radica la felicidad.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
El amor, claro.
¿Y la más peligrosa?
La venganza, claro.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Claro que no.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Me gusta que gobiernen buenos gestores que jamás pierdan de vista la sensibilidad social a la que algunos se apuntan por conveniencia y, a veces, sin merecerla.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Quizás, médico.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Me los reservo, ¿no crees?
¿Y sus virtudes?
La perseverancia y la honestidad.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Imagino que pensaría en mis seres queridos y me aferraría con fuerza al mundo que me dirijo.

T. M.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Un albatros que nos sobrevuela llamado Charles Baudelaire


Ahora que se acerca la época navideña, la de los regalos, lazos y deseos, hay que buscar el placer del libro-objeto, la poesía que se puede tocar, oler y contemplar. Vaso Roto, la exquisita editorial mexicano-española, con el gran Jordi Doce al frente, entre otros, acaba de lanzar uno de esos volúmenes olorosos y visuales que dan ganas de envolver para conquistar. La andorrana Fiona Morrison aporta diversos montajes fotográficos, y la traducción e introducción es del poeta cubano Manuel J. Santayana, afincado en Estados Unidos desde 1967. Estoy hablando de Las flores del mal, de Charles Baudelaire, que ha aparecido bastante en este mismo blog últimamente. Preciosa edición ésta, para regalar y recibir, para leer en el calor del inminente tiempo reposado.

viernes, 28 de noviembre de 2014

Entrevista capotiana a David Torres

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la «entrevista capotiana» con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de David Torres.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
El planeta Tierra. No me gusta viajar al extranjero.
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero la gente que parecen animales de cuatro patas que los animales de dos patas que parecen gente. 
¿Es usted cruel?
A menudo, sobre todo conmigo mismo.
¿Tiene muchos amigos?
Demasiados, diría yo.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
La bondad y la indulgencia. Si no, no podrían ser mis amigos. 
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Siempre. Soy muy exigente. 
¿Es usted una persona sincera?
A la vista está.  
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Leyendo  y escribiendo, que son dos operaciones reversibles. 
¿Qué le da más miedo?
La vida.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El pudor. 
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Mi viejo sueño es ser millonario pero me gusta tan poco el dinero que en seguida lo gasto. 
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Antes hacía natación, ahora la siesta. 
¿Sabe cocinar?
Lo mismo que escribir: muy poco, una docena de platos, pero los domino cada vez mejor. 
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Idi Amin Dada. 
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Stop. 
¿Y la más peligrosa?
Amor.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Muchas veces, pero me detuvo el código penal. 
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Al fondo a la izquierda. 
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un jamón.
¿Cuáles son sus vicios principales?
La ansiedad y la ira. 
¿Y sus virtudes?
La lujuria y la pereza. 
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? 
En el esquema clásico, sirenas. 
T. M.

jueves, 27 de noviembre de 2014

Dos formas de autodestrucción

Sin duda no habrá mejor manera a nuestro alcance, para conocer a Joseph Roth, que este volumen que el destino ha deparado compartir con su amigo Stefan Zweig. De éste tenemos tantas nuevas ocasiones para dejarnos atrapar por su magnetismo intelectual, que cualquier otra novedad, como la reciente “El exilio imposible. Stefan Zweig en el fin del mundo”, de George Prochnik, es una oportunidad, felizmente la enésima, de volver a conocer a alguien de quien uno no se cansa de seguir conociendo. Pero de Roth, muerto en mayo de 1939 a los 45 años, consumido por el alcohol en París –adonde se había exiliado seis años antes, poco después de publicar la que él mismo sabía que era última novela, “La leyenda del santo bebedor”–, se necesitaba una luz biográfica que iluminara su oscura andadura desde dentro.

Y no hay nada más íntimo que la correspondencia sincera, privada, a otro interlocutor en el que se deposita la confianza, malestar, miedo, problemática emocional y material. Y en esta correspondencia, preparada por Madeleine Rietra y Rainer Joachim Siegel (traducción de Joan Fontcuberta y Eduardo Gil Bera), Roth aparece como quien es –descarnado, susceptible, exhausto, al borde siempre del estallido postrero– al lado de quien no pareció nunca desviarse de una elegancia y generosidad no exentas de dolor: un Zweig solidario, preocupado, leal pese a la tormentosa relación a la que lo obligaba su compatriota, que siempre atacaba para defenderse, siempre se lamentaba para mendigar, siempre describía su caída al abismo para pedir, ingenua e inconscientemente, alguien que le fuera a salvar de la ruina de su vida; en suma, viendo de continuo “por todas partes sufrimiento y muerte” (19-V-1930), “al borde del suicidio” (13-VII-1934) y, claro está, sin fe en la humanidad aunque sí en Dios (24-VII-1935); él, un judío que ve cómo Europa se autodestruye a la vez que Hitler domina una Alemania donde ya no caben libros como los suyos y los de Zweig.

Roth, desde su participación en la Primera Guerra Mundial, ya había empezado a autodestruirse bebiendo, por más que le diga a su amigo que sólo ingiere vino y siempre está sobrio; pero lo cierto es que la dependencia al alcohol se agravará cuando su mujer contraiga una esquizofrenia en 1928 que la llevará al manicomio (el padre de Roth había padecido locura, algo que el escritor temía haber heredado), lo cual queda bien reflejado en unas epístolas en las que la angustia siempre es mayúscula. Al cabo, la esposa sería asesinada de acuerdo a la «ley de eutanasia» dictada por el Tercer Reich para los enfermos mentales, y el resto de su familia perecería en el campo de Bergen-Belsen. Una existencia funesta, ciertamente, de la que hablará Zweig en el póstumo “El legado de Europa”: «No sólo el final de Ernst Toller fue un suicidio por asco a nuestro tiempo enloquecido, injusto e infame. También nuestro amigo Joseph Roth se aniquiló conscientemente a sí mismo impulsado por el mismo sentimiento de desesperación, sólo que en él esa autodestrucción fue todavía mucho más cruel por cuanto se desarrolló de un modo mucho más lento, porque fue una autodestrucción día tras día, hora tras horas y pieza tras pieza en una especie de autocombustión».

Hacemos tanto hincapié en Roth porque de él son el noventa por ciento de estas cartas, y sin embargo, Zweig cobra la misma importancia tanto por ser el centro de las quejas editoriales de su colega, siempre en torno a los contratos que él ve injustos, como por recibir peticiones de dinero o reproches por explicarse de una determinada manera o incluso tardar en responder. Cabe decir, además, que la primera misiva de Zweig ya justificaría el libro entero: es casi un primer saludo que constituye un completo autorretrato en el que deplora su popularidad –“La verdadera vida es la doble vida. Sólo desde el anonimato se ve realmente el mundo”– y expresa la esperanza –es enero de 1929– de que Europa acabe compuesta de unas positivas mezcolanza y uniformidad gracias al influjo de América, disolviéndose en cierto modo el antisemitismo.

Por desgracia, este tono reflexivo, calmado y hondo sufrirá los continuos aluviones de un Roth que señala sin complejos errores en las obras de Zweig, e incluso en su comportamiento, que tilda de bondadoso pero ciego ante la interesada amistad de algunos. Pronto será tiempo de traiciones, qué duda cabe, de exilios, de trabajar hasta la extenuación para sobrevivir. Ese es el día a día de un Roth enfermo e histérico, y a la vez lúcido y crítico: “La palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, advierte en octubre de 1933, mientras Zweig pisa París, Londres, Suiza, proyecta conferencias en Sudamérica, se separa de su fiel Friderike (aquí también se integran las cartas que intercambiaron ésta y Roth) y se une a la joven con la que al final se suicidará en Brasil, en 1942. Y en medio, presidiéndolo todo, “escribir, escribir, escribir” (28-IX-1394), como dice Roth, volcado todas las horas del día en obras con las que nunca ganará suficiente dinero, pues éste acaba en manos de demasiada gente a la que quiere enfermizamente mantener.

“Soy un infame”, “Toda amistad conmigo se echa fácilmente a perder”, “Ah, soy imbécil y juicioso a la vez, y esto me hace todavía más infeliz. (…) Me voy a pique”, va gritando Roth. “Tengo hambre de lejanía y el deseo de ver bien este mundo, una vez más, antes de que estalle”, susurra Zweig desde Inglaterra, en 1934. Ambos –el neurótico y el dandi–, cada uno a su manera, se autodestruirán antes de que su mundo austrohúngaro, saboreado ayer, temido en su presente, quede aniquilado por la barbarie.
Publicado en La Razón, 27-XI-2014

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Entrevista capotiana a Robert Juan-Cantavella

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la «entrevista capotiana» con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Robert Juan-Cantavella.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Uno en el que también estuviesen encerrados MacGyver y Houdini.
¿Prefiere los animales a la gente?
A mi perro Drap lo prefiero a mucha gente, pero en general, si tengo que elegir, me vienen a la mente más nombres de humanos que de animales.
¿Es usted cruel?
Creo que no. Puedo serlo si me lo propongo, pero vaya, lo tengo controlado.
¿Tiene muchos amigos?
Creo que sí.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
No busco nada. Hay personas a las que quieres por el mismo motivo que te llevaría a odiar a otras. Lo vemos cada vez que a un jugador de fútbol lo ficha el gran rival.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Vaya preguntita. Voy a decir que no.
¿Es usted una persona sincera? 
Muchas veces sí, con la gente, digo. Escribiendo nunca, claro.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Me encanta aburrirme, un lujo que hoy en día parece estar proscrito, y al que tengo acceso sólo muy de vez en cuando. Es una pena porque me sale requetebién.
¿Qué le da más miedo?
Dudo entre dos fantasmas con pistola, y un fantasma con dos pistolas. En principio, si son dos podrían rodearte, y eso haría de ésta una opción más peligrosa. Pero a la hora de disparar, temo que un fantasma con dos pistolas pueda dar en el blanco con mayor facilidad, por una cuestión de estricta probabilidad. Nunca me he sabido decidir. 
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El Telediario.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
No estoy seguro de llevar una vida tan creativa. Escribo libros, pero también curro de profe, en prensa, traduciendo. Aunque la verdad es que casi todo eso lo hago sentado, así que de poder elegir supongo que escogería algo que no me obligase a estar sentado.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Camino. Cuando mi conciencia me fríe a patadas voy a nadar.
¿Sabe cocinar?
Como buen valenciano mi plato estrella es la paella. Luego, cocino lo suficiente para comer decentemente, cosas sencillas. Pero no soy de esos que pueden sorprender a sus invitados con platos inauditos, ni siquiera originales.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
A Luther Blissett.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
No tengo la menor idea.
¿Y la más peligrosa?
Las que van vestidas con piel de cordero y se repiten mucho, porque suelen significar lo contrario de lo que pretenden y muchas veces llegan a engañarnos. Por ejemplo, no me parecen peligrosas palabras como “nazi” o “Hitler”, que hoy en día encarnarían el mal más absoluto. El enunciado de Godwin dice “A medida que una discusión en línea se alarga, la probabilidad de que aparezca una comparación en la que se mencione a Hitler o a los nazis tiende a uno”. Pero detrás de esta tendencia siempre hay un patán, normalmente en su modelo estrella: el tertuliano; gente inocua y banal. En cambio detrás de palabras como “democrático” o “paz” suele esconderse lo contrario de lo que enuncian, y suelen enunciarla gente peligrosa.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Claro.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Este Capote era más perverso de lo que pensaba. Primero relaciona la pregunta del animal y el ser humano con la crueldad, y ahora las ideas políticas con el asesinato… Digamos que mis tendencias políticas estarían muy lejos de la idea de asesinato.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Una dulce florecilla tras el deshielo.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Son ilegales, no me parece una buena idea airearlos.
¿Y sus virtudes?
No soy muy mala gente.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Un montón de agua invadiendo mis vías respiratorias. Burbujas cada vez de menor tamaño subiendo agitadas a la superficie. Un pantallazo negro. Un fundido a blanco. El pasillo de marras.

T. M.

martes, 25 de noviembre de 2014

Mi libro melancólico-suicida en "Diario Asturias"


En mayo, al poco de aparecer Melancolía y suicidios literarios. De Aristóteles a Alejandra Pizarnik (Fórcola), José Luis García tuvo la amabilidad de colocar en la sección de cultura del Diario Asturias una pequeña nota sobre el libro. A él, y a todos los que se han ido interesando a este y otro lado del charco por mi ensayo, mi más sentido agradecimiento.

lunes, 24 de noviembre de 2014

Entrevista capotiana a José María Merino

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de José María Merino.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Qué terrible disyuntiva: o la montaña del abuelo de Heidi, o la isla de Robinson Crusoe, o el St. Petersburg donde que vivía Tom Sawyer, junto al Misisipí...
¿Prefiere los animales a la gente?
Depende de la persona y depende del gato.
¿Es usted cruel?
Procuro no serlo. Aborrezco profundamente la crueldad.
¿Tiene muchos amigos?
Tengo relación amistosa con bastante gente, pero lo que se dice amigos, amigos, solo algunos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Afecto, lealtad, lucidez.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Si un amigo te decepciona, bórralo de la lista en el acto. La verdadera amistad, como el verdadero amor,  no admite componendas.
¿Es usted una persona sincera? 
Intento serlo, pero la sinceridad absoluta es imposible. Solo se puede ser de verdad sincero con las personas muy cercanas, y aun así...
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
¿Vacaciones, por ejemplo?: leer, andar, nadar, hacer trabajos manuales, vivir en la naturaleza...
¿Qué le da más miedo?
La mala suerte.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La enorme cantidad de hijos de puta que hay en nuestra especie.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Ahora pienso que algo relacionado con actividades manuales: ebanistería, jardinería... Pero no sé si me hubiera ocurrido cuando era joven.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Nado.
¿Sabe cocinar?
Salvo la repostería, creo que mi nivel de cocinero no es del todo malo...
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Por ejemplo, a Manuel Azaña, un hombre de buena fe que vio derrumbarse todo aquello en lo que creía.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Pues “esperanza”, precisamente.
¿Y la más peligrosa?
Fe. Sobre todo, si se escribe con mayúscula.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sí, pero a nadie cercano: a protagonistas de determinadas noticias tenebrosas y dañinas.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Sigo siendo socialdemócrata, a pesar de todo...
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
¿Otra especie? Pues un animal acuático, un delfín, acaso, en un mundo sin seres humanos, naturalmente.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Viví la juventud en un represivo nacional-catolicismo que no me dejó ser todo lo lujurioso que hubiera querido. A estas alturas ya no fumo, bebo poco, no soy glotón, ni perezoso, ni avaricioso... Lamento tener tan pocos vicios: debe ser cosa de la edad.
¿Y sus virtudes?
Intento ser magnánimo, nada menos, pero la verdad es que resulta difícil...
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Ya lo he experimentado. Y lo que me pasó por la cabeza fue: ¡me estoy ahogando!, entre la angustia y la incredulidad. Ni más ni menos.

T. M.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Mi Whitman... El de Rivero y Moga... El de todos

Foto: ¿se ve en el letrero, rumbo a Filadelfia: Walt Whitman Bridge?

Whitman, siempre Walt Whitman, como esas presencias que surgen, se quedan, calan, que no les hace falta reaparecer porque de algún modo siempre están. Whitman y su voz en los libros, da igual cuáles, siempre su eco en lo que ha sido y es uno. El Whitman de una edición increíblemente simple pero maravillosa, que costó cuatro duros en la época en que se vivía en un todo a cien perpetuo. El Whitman de sus poemas bélicos, leídos para la escritura de un libreto de ópera sobre una temática de guerra contemporánea. El Whitman de aquel viernes solitario –casa vaciada recientemente– que parecía no tener fin y que fue salvado por una huida por la ciudad, por el hallazgo de un tomo negro, completísimo y por tanto infinito, que simbólicamente iba a salvar todos esos días del futuro en el que no cupiera la compañía.

Y antes el Whitman de Canto de mí mismo con la traducción y el prólogo de Borges. Y antes una Poesía completa en dos volúmenes de una editorial de gusto exquisito pero apenas conocida, ya una rareza en mis estantes. Más el Whitman citado en las crónicas viajeras a Nueva York publicadas en Escenas de la catástrofe, y el Whitman que convoco en la introducción de La pasión incontenible. Éxito y rabia en la narrativa norteamericana, y el Whitman que saco a relucir en el texto inicial de La resistencia del ideal. Ensayos literarios 1993-2013Más el Whitman al que seguí el rastro en Brooklyn y que tuvo reflejo en un artículo para El País

A todos esos Whitman “míos”, se añaden otros que, sin conocerlos de cerca aún, también ya son parte de mí, de mi instinto, interés y admiración; proceden de dos poetas y traductores excelsos: Antonio Rivero Taravillo, tantas veces aparecido en este blog, y Eduardo Moga, quien, al igual que su colega, también contestó la entrevista capotiana. Rivero firmó hace pocos meses la traducción de La extensión de mi cuerpo (Nórdica Libros), con una selección de veintiséis poemas del autor más democrático. Y ya mismo, Moga presenta su mastodóntico esfuerzo al que no podemos más que rendir pleitesía: Hojas de hierba (Galaxia Gutenberg), poesía con su prosa, nada menos que 1.500 páginas en edición bilingüe que uno ya desea acariciar, sentir en el paso del tiempo desde aquella edición juvenil. Un Whitman, pues, a modo de aperitivo, acompañado además de ilustraciones, y otro de comida opípara; para una digestión rumiante, felizmente interminable, pues el fin de la lectura se nutrirá del inicio en un ciclo para y por siempre.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Entrevista capotiana a Fernando Sorrentino

En 1972, Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama, 1999), y en él se entrevistaba a sí mismo con astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la «entrevista capotiana» con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando Sorrentino.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
La pequeña ciudad donde vivo ahora, tranquila pero ligeramente aburrida. Sin embargo, está a sólo treinta minutos de Buenos Aires, que es una ciudad menos tranquila pero nada aburrida.
¿Prefiere los animales a la gente?
Casi todos los gatos, por ejemplo, son superiores a casi todas las personas. Pero, claro, hay cierta proporción de gente que merece nuestro respeto y nuestra simpatía.
¿Es usted cruel?
Sin duda que no. Aunque tengo cierta tendencia a la ironía, lo cierto es que, a lo largo de tantos años, hay muchísimas personas que me quieren y me recuerdan con cariño.
¿Tiene muchos amigos?
No. Tengo muy pocos, pero de verdad. Por otra parte, no creo en las amistades multitudinarias ni en el proselitismo.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
No busco ninguna cualidad en ellos. Sólo deseo sentirme cómodo en su compañía; de lo contrario, no serían amigos sino cilicios.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No. Si fuera así, quedarían de inmediato eliminados de la categoría de amigos.
¿Es usted una persona sincera? 
En altísimo porcentaje, sí. Claro que hay excepciones…
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
En caminar o, mejor aún, en andar en bicicleta.
¿Qué le da más miedo?
La enfermedad, el dolor físico…
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La desenfrenada corrupción del gobierno.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Si hubiera tenido (que no las tuve) las aptitudes necesarias, me habría gustado (entre otras cosas) ser cantor de tangos y jugar como puntero derecho en la primera división del Racing Club de Avellaneda.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Sí, no soy de quedarme muy quieto. Los domingos por la mañana he llegado a recorrer más de sesenta kilómetros en bicicleta. Ahora, por consejo médico, he reducido la distancia a veinticinco o treinta kilómetros por sesión.
¿Sabe cocinar?
Sí, y me encanta. Además, lavo y dejo resplandeciente la vajilla que utilizo.
Si el Reader’s Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría?
Jamás escribiría una sola palabra para esa publicación, que constituye un monumento a la estupidez.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
No sé, no se me ocurre nada.
¿Y la más peligrosa?
Ídem: no sé, no se me ocurre nada.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Sí, no sólo lo he deseado, sino que sigo deseándolo. Si no lo hago, no es por piedad cristiana, ni por principios humanitarios, ni por ética universal, sino porque no deseo sufrir las consecuencias penales de ir a parar con mis huesos a la cárcel. Hace muchísimos años (dicen que el escorpiano no olvida los agravios) un hijo de mil putas envenenó a un gato mío, y yo creo que ese vestiglo merece ser asesinado. Como, por las razones expuestas, no me conviene hacerlo en la vida real, me conformé con darle una muerte atroz, pero meramente literaria: los detalles se encuentran en un cuento mío titulado “El tatetí de los árboles”.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
No tengo mayor conocimiento. Siempre he procurado inclinarme hacia lo que me parecía razonable y útil para el conjunto de la sociedad argentina.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Estoy bastante conforme conmigo mismo. Sin proponerme metas descomunales, más o menos logré casi todo lo que quise. No obstante, también me habría encantado llegar a ser futbolista profesional (pero mis habilidades eran insuficientes).
¿Cuáles son sus vicios principales?
Si nos referimos a los “externos”, he sido, hasta 1986, un estupidísimo y empedernido fumador de tabaco rubio; ahora no puedo soportar ni siquiera el olor del cigarrillo. Si identificamos vicios con defectos, sé que soy un poco cascarrabias y que la ineficacia y el error me sacan de quicio.
¿Y sus virtudes?
Ignoro cuáles serán, pero algunas tendré, pues suelo ser bien recibido, bien tratado, bien invitado y bien recordado.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Sin duda que ninguna imagen: estaría demasiado ocupado en buscar la manera de no ahogarme.

T. M.