viernes, 30 de septiembre de 2011

Desear es poseer


Los dioses grecolatinos, a la cabeza Zeus o Júpiter, ponían el ojo en una hermosa ninfa y sólo obedecían a su instinto. La deseaban. Ya. No había tiempo para seducciones ni preámbulos. Directamente, o mediante alguna metamorfosis, se materializaba la fuerza indómita ante una criatura vulnerable. Pero luego, ay, venían las agrias consecuencias: la esposa Juno sospechaba; la víctima cobraba la degradante forma de animal o vegetal, la pasión irrefrenable generaba desgracias… El denominado rapto, la violación, pasó a ser asunto artístico, una explicación del árbol genealógico olímpico; de ello hay representaciones pictóricas y literarias a lo largo de la Edad Media y el Renacimiento.

El simbolismo de las escenas de la Antigüedad en torno a las conductas de arrebato sexual pasará en la Edad Moderna a nutrir la fantasía del que tildarán de sádico, la imaginación lingüística del ser erótico. Todos heredan la herencia del “Decamerón” de Boccaccio, y dan un paso más allá. En Francia, incluso antes de la Revolución, se afianza la libertad del libertinaje, y hasta lo pornográfico servirá como crítica política, como en el caso del Marqués de Sade. La lujuria y la transgresión libidinosa se expanden por el continente en negro sobre blanco, y llegan en los autores galos del XIX a cotas de extraordinarias novelas y poemas que en su tiempo son tomados perversamente.

Pero todo es cíclico: vendrá el puritanismo inglés, y el siglo XX explosionando en una infinita sensualidad. Zeus sigue vigilante, atento a la ninfa que quiere poseer. Sin rodeos, sucederá el rapto. Ya. Y alguien lo contará.

Publicado en La Razón, 30-IX-2011

jueves, 29 de septiembre de 2011

Una princesa de barrio


Un delirio genial, una corrosiva crítica a la modernidad en forma de burla al consumismo, a la mercadotecnia y a la tecnología cibernética sustentan esta novela, la segunda, del murciano Enrique Rubio (1978). En ella todo es sorprendente, atrevido, desenfadado, travieso, y a la vez se trata de una obra perfectamente pergeñada ya desde su raro título, Tania con i® 56.ª edición. El protagonista, un joven escritor llamado Guillermo Ruano, lleva todo el peso de la narración, aunque la protagonista sea su biografiada, Antonia Moreno, natural de un pueblo de la España profunda y que devendrá un icono universal a medida que picotee de todas las tendencias sociales y culturales que han dado los últimos lustros, desde lo hippie y neo-punk hasta el misticismo orientaloide, pasando por la fase indie y comunista y misionera y gótica y…

De este modo Rubio desnuda las presurosas modas postmodernas con un desparpajo y humor extraordinarios. Y lo hace con recursos tan acertados como asombrosos: la novela es el libro que está escribiendo Guillermo, una biografía encargada por una editorial de la que se hará llamar Tania con i, y en ese recorrido el autor disemina apuntes, correos electrónicos, referencias personales, trozos del diario de la propia muchacha e intervenciones de personajes que aparecen desde la primera página y que aportan opiniones sobre la chica: el sociólogo, el periodista, la psicóloga y diversas amigas barriobajeras. Estos estereotipos, la industria editorial –ávida por sacar réditos de la muerte de Tania– y la intelectualidad son carnaza sarcástica para Rubio, gran observador de este mundo manufacturado que nos rodea.

Tania con i será un mero producto; la encarnación de una princesa de barrio, de una manera ansiosa y cutre de sintonizar con cualquier moda juvenil que se precie. Es el fenómeno de las “juanis” cuyas ansias de sofisticación no pueden ocultar su humilde procedencia y que sólo buscan lo que todos: encajar en la sociedad.

Publicado en La Razón, 29-IX-2011

jueves, 22 de septiembre de 2011

Criminales a su pesar




Buena parte de los creadores estadounidenses de novela negra del último tercio del siglo XX parecen tener una deuda con George Vincent Higgins. Entre otros, Elmore Leonard, John Grisham y Norman Mailer saludaron la escritura del libro Los amigos de Eddie Coyle (1970) como si esta pequeña gran novela hubiera refundado el género policiaco. Y no es para menos, cabe decir a tenor de lo leído gracias a la traducción de Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté, pues con solamente treinta años, este escritor originario de un pueblo de Massachusetts, abogado de profesión y profesor en un par de universidades bostonianas, alcanzó uno de esos debuts literarios soñados.

Tan contundente fue su éxito, que al cabo de tres años Peter Yates llevó al cine esta historia sobre un «delincuente de poca monta» (página 91) que juega a dos bandas, relacionándose tanto con maleantes ansiosos por comerciar con ametralladoras como con la policía. La película, que en español se tituló El confidente, estuvo protagonizada por Robert Mitchum y dejó una gran impronta en artistas del celuloide tan diferentes como David Mamet o Quentin Tarantino. Es en este último tal vez donde más se aprecia el influjo de George V. Higgins.

Porque lo más característico de Los amigos de Eddie Coyle son sus diálogos, tan destacados por el prologuista, Dennis Lehane –el autor de Mystic River, también de trasfondo bostoniano–, que presentan personajes calmados, casi indiferentes pese a tratar con armas o ejecutar acciones violentas, y que son capaces de intercambiar opiniones sobre las cosas más banales mientras preparan el siguiente golpe. Casi diría que los criminales de Higgins lo son muy a su pesar, como si no tuvieran más remedio. El tono indolente de los personajes es un soberbio hallazgo literario que, según Lehane, Higgins no pudo superar en el resto de sus obras, casi una treintena. La suerte es que ya contamos con la primera y mejor de ellas.

Publicado en La Razón, 22-IX-2011

miércoles, 21 de septiembre de 2011

La mafia del puerto





La vida de Budd Schulberg (1914-2009), hijo de uno de los fundadores de la industria de Hollywood y autor de tres novelas que tenemos la fortuna de tener en castellano, ¿Por qué corre Sammy? (1941), Más dura será la caída (1947) y El desencantado (1951), sufre un punto de inflexión en este último año. La Comisión de Actividades Norteamericanas le convoca para interrogarle. Su pasado como miembro del partido comunista le hace parecer sospechoso, y él y Elia Kazan declaran en contra de algunos colegas, ganándose la antipatía de muchos pero congeniando entre ellos hasta el punto de que realizarán La ley del silencio (1954, con Marlon Brando a la cabeza), Oscar para Schulberg al mejor guión.

Y en el guión cabe hallar el origen de esta novela aparecida en 1955, al revés de como suele suceder. El escritor, atraído por el ambiente sórdido de los muelles de Nueva York, explica en el prólogo que acudió a «bares del lado oeste de Manhattan y de Jersey, donde chantajistas e “insurrectos” tanto irlandeses como italianos tenían sus cuarteles generales». Se introdujo tan profundamente en ese entorno de mafias y explotación laboral que la película se le quedó corta, por lo que decidió «expandir un guión de 125 páginas en una novela de cuatrocientas». De resultas de ello, nació la historia del matón y ex boxeador Terry Malloy, que ve cómo su conciencia se despierta ante las triquiñuelas del mafioso Johnny Friendly, que controla el puerto de Nueva York. Una novela para atracar en un lugar donde todos tienen un precio y hacer la vista gorda es el recurso frecuente de policías, de políticos, de la ciudad entera.

Publicado en La Razón, 7-IX-2011

domingo, 18 de septiembre de 2011

Reedición de "La ciudad gris"



Quince años más tarde, acudo a mi diario de entonces. El efecto de la taberna en la que me encuentro, a las afueras de Dublín, se proyecta en mi letra irregular, embriagada. Pero la frase es directa y reproduce lo que un deseo romántico me estaba ordenando: crear un poemario sobre la ciudad de la que me enamoré —cómo usar otra palabra— ya en mi anterior visita, dos años atrás. El propósito empezó el 26 de abril y terminó el 17 de septiembre de 1996. Fueron cincuenta poemas escritos en Barcelona, aunque durante cinco meses no salí de Irlanda. Se trató de mi melancólica forma de encajar en una huida ansiada: la flecha de la brújula por fin había parado su demente giro y señalaba, fija, un rumbo. Tres lustros después de concebir La ciudad gris, una década de que viera la luz tardía y precariamente, aquel amor prosigue en su leal recuerdo. Una lealtad que ahora vuelve a alumbrar este libro y su segunda oportunidad.

T. M. G. 15/mayo/2011

La ciudad gris, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2011

jueves, 15 de septiembre de 2011

Jerusalén, en cuerpo y alma




Son innumerables las menciones en las que Jerusalén aparece como una referencia urbanocéntrica, por así decirlo, pero de entre ellas ninguna mejor que la que Simon Sebag Montefiore elige como primer epígrafe de este monumental libro: «La visión de Jerusalén es la historia del mundo; es más, es la historia del cielo y la tierra».
Son palabras del narrador y político inglés Benjamin Disraeli que el autor de Jerusalén. La biografía (traducción de Rosa María Salleras) retoma para hablarnos en la primera página de cómo la urbe israelita «es la morada de un Dios, la capital de dos pueblos, el templo de tres religiones, y la única ciudad del mundo que existe dos veces, en el cielo y en la tierra».

El desafío es de campeonato, pues no hay sitio más complejo de estudiar por su combinación de historia, política y religión que Jerusalén, pero Sebag, británico con antepasados israelíes, se esfuerza en alcanzar la objetividad en un terreno muy difícil de objetivar. «Centro del mundo», «Ciudad Elegida», «punto de encuentro entre Dios y el hombre», «Ciudad Santa»… Así y de muchas otras formas es descrita Jerusalén, ya de por sí un recodo incomparable desde antiguo pues «ninguna otra ciudad tiene su propio Libro y ningún otro libro ha guiado de ese modo los destinos de una ciudad». De ahí que las distintas fes, los diversos textos sagrados, la Biblia («la primera y fundamental biografía de Jerusalén»), los documentos históricos y las crónicas nos lleven a obtener una visión que, para Sebag, ha de nutrirse de verdad y de leyenda al mismo tiempo.

No puede ser de otra manera tratándose de un lugar donde tan arraigadas sensibilidades, las formadas por las tres grandes religiones monoteístas: el judaísmo, el cristianismo y el islam, comparten tierra y cielo. El escritor busca relacionar cada una de ellas con los emblemas y relatos más característicos que han llegado a nuestros días; así, conocemos: «el mundo de David», cuando Jerusalén era apenas un poblado, allá por el año 1000 a. C., hasta las guerras judías del año I d. C.; el apogeo y caída de Bizancio y la invasión persa; las conquistas árabes de los siglos VII-XI; las Cruzadas medievales, los mamelucos y los otomanos, que alcanzan hasta 1799. Luego llegará Napoleón, que se retirará a Egipto tras provocar miles de muertos, la conquista albanesa, el éxodo de judíos rusos a Jerusalén y, ya en el siglo XX, la Gran Guerra, las revueltas árabes...

Y es que, inevitablemente, este libro es una manera de conocer lo peor del ser humano a través de la historia de su poderío y derrota: su ansia de aniquilación, su sed de sangre y afán por ocupar lo ajeno. Desde el prólogo, centrado en las sanguinarias acciones de Tito ante la revuelta de los judíos del año 66, hasta La Guerra de los Seis Días (1967), que enfrentó a Israel con una coalición árabe que desembocó en un ataque jordano a Jerusalén, el volumen es un rosario de matanzas, explotaciones y crueldades que alimenta la idea que se expone al comienzo, esta es, que Jerusalén «ha sido un nido de supersticiones e intolerancia». A este respecto, también se alude al sectarismo, al comportamiento intransigente, conceptos que están en la cresta de la ola aún hoy en día, aunque Sebag evita posicionarse políticamente, «ni siquiera habida cuenta del conflicto actual» entre Israel y Palestina, a su juicio, el «más intenso y emocional» del planeta.

Para enfatizar dicho enfoque, el escritor concluye el grueso del libro en la citada Guerra de los Seis Días que originó buena parte de la situación actual y que resulta tan cambiante como enquistada. Tras ello, añade un epílogo donde describe la política israelita de las últimas décadas, además de recrear un día cualquiera en los Santos Lugares de las tres fes –la Iglesia del Santo Sepulcro de los cristianos, el Muro de las Lamentaciones de los judíos y la Cúpula de la Roca de los musulmanes–, ninguna de las cuales, advierte en la página 666, «logró jamás ganar Jerusalén por otro medio que no fuera la espada, el mangonel o la artillería pesada».

Todavía hoy los jerosolimitanos pisan la misma tierra contradictoria que se encontró el rey David: la de la santidad y la del apocalipsis, la de lo sagrado y lo violento. El cielo que la cubre es igualmente imprevisible, siempre pendiente de la bonanza o del estruendo, de la paz o de los proyectiles. La misión de Sebag ha sido demostrar que tales contrastes existieron en todas las épocas de Jerusalén; que, en efecto, el destino de la ciudad ha sido, es y será estar en el centro de las miradas del mundo.
Publicado en La Razón, 15-IX-2011

domingo, 11 de septiembre de 2011

Entrevista capotiana a Fernando Iwasaki



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló «Autorretrato» (en Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente «entrevista capotiana», con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Fernando Iwasaki.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría? Por supuesto, mi casa. Precisamente, una de mis fantasías es que me condenan a cinco años de arresto domiciliario. ¡Tengo tantas lecturas pendientes!
¿Prefiere los animales a la gente? Prefiero a los animales que conozco antes que a la gente desconocida. Por lo tanto, debo ser peor que Noé, quien incluso se rodeó de animales desconocidos.
¿Es usted cruel? Sí, pero sólo con las personas jurídicas.
¿Tiene muchos amigos? Sin duda más de los que merezco.
¿Qué cualidades busca en sus amigos? Creo que a los amigos no hay que demandarles nada. Los amigos de la infancia o del barrio –por ejemplo- casi nunca tienen nada en común con los amigos de la universidad o del trabajo, pero son imprescindibles. Los amigos siempre son un regalo.
¿Suelen decepcionarle sus amigos? Si son amigos verdaderos no tendría razones para decepcionarme, porque sólo quien tiene expectativas concretas puede experimentar una decepción.
¿Es usted una persona sincera? La sinceridad no se demuestra con palabras sino con actos. De hecho, cada vez que alguien nos dice «¿quieres que sea sincero contigo?», más vale prepararse para lo peor. La sinceridad no es ciega, pero debería ser sordomuda.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre? Llevo más de treinta años sin tener tiempo libre. Todo mi tiempo es laboral, porque cuando no trabajo para otros trabajo para mí. Los domingos, los festivos, las noches y las madrugadas son mis horarios de trabajo. Y si viajo a una Feria del Libro o dirijo un curso de verano, me lo descuento de mis vacaciones.
¿Qué le da más miedo? No poder pagar mi hipoteca.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice? La gente que se escandaliza me llama la atención. Sobre todo ahora que los transgresores de antaño son los mojigatos de hogaño.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho? Habría sido músico, que también es una actividad creativa. Sin embargo, antes de dedicarme a escribir enseñaba en la universidad y reconozco que echo de menos la docencia, porque me encanta la enseñanza.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico? Cavo agujeros, siego malahierbas, planto árboles, rastrillo la tierra, llevo un huerto, acarreo sacos de abono y preparo la leña para los inviernos, pero no tengo tiempo para jugar al paddle.
¿Sabe cocinar? Pero sólo comida peruana. Y además soy cocinero arcaico, pues no entiendo la vitrocerámica y todavía no sé manipular el horno de microondas.
Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre «un personaje inolvidable», ¿a quién elegiría? Siempre elegiría a un personaje olvidado: escritores desleídos, artistas menores o pensadores preteridos.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza? El Ying.
¿Y la más peligrosa? El Yang.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien? No, pero los he borrado de la agenda, que para el caso es lo mismo.
¿Cuáles son sus tendencias políticas? Anarco-Liberal.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser? Superhéroe de cómic.
¿Cuáles son sus vicios principales? Los cómics de superhéroes.
¿Y sus virtudes? ¿Quiere decir mis poderes?
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza? ¡Menos mal que pagué el seguro de vida de la hipoteca!


T. M.

jueves, 8 de septiembre de 2011

La amistad de los opuestos




Decía Cicerón que «la amistad no es otra cosa que la suma concordia en todas las opiniones divinas y humanas, sostenidas con amor y buena voluntad», una frase que podrían firmar Johann Wolfgang Goethe y Friedrich Schiller. Estos dos colosos de las letras germánicas –Walter Scott dijo del primero que era el «padre de la literatura alemana», y Thomas Mann convocó al segundo como «médico del alma para nuestro tiempo enfermo», en 1955– no podían ser más diferentes y, sin embargo, alcanzaron un nivel de complicidad y aprecio inconmensurables tras un cultivo cuidadoso: «Goethe y Schiller consideraron su amistad como una planta rara, maravillosa, como una suerte, como una dádiva», afirma Rüdiger Safranski al comienzo de esta «Historia de una amistad», como reza el subtítulo.

Hablábamos de sus diferencias: Goethe «busca el arte como asilo contra la Historia, también contra la Revolución, a la que detesta. En cambio, Schiller, al que repugna igualmente la Revolución en su desarrollo, se deja incitar por ella» (pág. 90); Schiller «consideraba la naturaleza solamente como su enemiga», pero para Goethe «la naturaleza es sagrada» (pág. 106); «Goethe sigue el camino de lo particular a lo universal, mientras que él, Schiller, procede a la inversa» (pág. 109); «Para Goethe, el arte es un medio de vida, pero, a diferencia de Schiller, no tiende a sobrevalorar el efecto moral en el público» (pág. 139); Schiller «trabajaba por la noche, dormía hasta el mediodía, no era muy dado a la vida social», por lo que «sus hábitos de vida se oponían por completo a los de Goethe» (pág. 161).

Decíamos «sin embargo». Porque, ciertamente, ambos autores edificaron su amistad a partir de sus disensiones, de tal forma que todo cobró un carácter constructivo. Safranski dice que Goethe y Schiller «se complementaban de manera prodigiosa», que cada uno aprendió del otro, pues «en aquella amistad todo era estimulante, y lo eran, especialmente, las diferencias» (pág. 293), como ha quedado claro. Pero no fue siempre así: al comienzo se vieron como rivales, e incluso la relación emergió con una mezcla de amor y odio, hasta que comprendieron que su ayuda y promoción mutua redundaba en la mejoría de sus obras respectivas. Goethe, además, le dirá a Schiller que se ha convertido de nuevo en poeta gracias a su influencia, en 1798, coincidiendo con el clímax creativo de su amigo, que vuelve al teatro triunfalmente con su obra Wallenstein; las expectativas al respecto eran altas, pues no en balde con Los bandidos había alcanzado una gran fama desde su estreno, en 1781.

¿Pero en qué momento sucede el trascendente encuentro? Safranski cuenta el tiempo previo de cada uno antes de aquel 7 de septiembre de 1788 que los vio juntos en una misma sala y que preparó una dama de Weimar ávida por tener un salón cultural. Goethe, que hacía poco había vuelto de su gran viaje a Italia, era un dios para Alemania: con su Werther había cambiado por completo la literatura de su país, y su fenómeno sociológico era aún palpable. Schiller estaba redactando una obra que admirará Goethe, Historia de la independencia de los Países Bajos, dirigía la revista Las horas y, siendo ya toda una celebridad en el campo de la filosofía, iba a ser requerido por la Universidad de Jena al año siguiente gracias también a Goethe, aunque a esas alturas aún no pueda hablarse de amistad.

El cruce de dos trayectorias semejantes sólo podría derivar en dos caminos extremos: o el desprecio producto surgido de la envidia y la competencia, o la estimación por el talento ajeno. Felizmente, va naciendo desde las primeras cartas un profundo respeto e interés por lo que hace el otro: cada pieza literaria de Goethe y Schiller, a partir de esos momentos, tendrá un comentarista de lujo recíproco. Se harán inseparables cuando Schiller se establezca en Weimar; siempre enfermo, será atendido paternalmente por Goethe, quien le animará a dar paseos y quedará hundido por la muerte de su colega el 9 de mayo de 1805.

El genio de Fránckfort se encierra en su casa, hundido por la pena, y tardará veinte años en preparar la rica correspondencia que intercambiaron y que hoy es toda una lección de estética, una mirada erudita y controvertida de los autores que les rodearon, admiraron o atacaron: Novalis, Hölderlin o los hermanos Schlegel. Resulta conmovedor, de la mano de Safranski, conocer cómo el espíritu de Goethe se llenaba con la inteligencia y creatividad de Schiller; éste justificaba su vida y labor literaria, le daba una compañía personal e intelectual incomparable. Años después confesará a Johann Peter Eckermann, el editor de su legado literario y autor de las maravillosas Conversaciones con Goethe (póstumas, 1836): «Sólo se aprende de aquel a quien se aprecia». Y sólo el viejo escritor sabía lo profunda y sentida que era tal afirmación, y en recuerdo sobre todo de quién la decía.

Publicado en La Razón, 8-IX-2011

lunes, 5 de septiembre de 2011

¡Pasen y vean!




A comienzos de los años treinta del siglo XIX, un joven Charles Dickens busca la manera de ganarse la vida escribiendo en la prensa londinense. La suerte está de su lado: sus llamados «Esbozos», que firma con el seudónimo «Boz», le reportan notoriedad en un par de publicaciones, a lo que se añade Los documentos póstumos del Club Pickwick, cuya primera entrega ve la luz dos días antes de casarse, en 1836, precisamente con la hija de uno de sus jefes. Este Dickens ducho en entornos periodísticos empieza a ver su senda como novelista, y se hace valer: pide trescientas libras por un libro que le encargan, cuando su sueldo mensual como editor de la revista Bentley’s Miscellany es de cuarenta.


Estos y otros detalles vienen de la mano de Eduardo Berti, que prologa y traduce Memorias de Joseph Grimaldi (Páginas de Espuma), publicadas en 1838, poco después de que muriera el más célebre payaso que han dado las islas británicas, aún recordado, pues «Joey», su «nombre de guerra», apunta el escritor argentino, se utiliza en Inglaterra como sinónimo de «clown». Así, «la vigencia de Grimaldi se comprueba una vez por año, cada primer domingo de febrero, cuando cientos de payasos, arlequines y mimos del mundo entero se dan cita en Haggerston (…) para celebrar una misa en homenaje a Joey, a la que religiosamente sigue un espectáculo».


El proceso de creación de estas memorias tuvo una trayectoria curiosa: Grimaldi preparó su autobiografía y pidió ayuda a un dramaturgo llamado T. E. Wilks para que le ayudara a limarla. A la muerte del payaso, Wilks ofreció el libro al editor Richard Bentley, que a la sazón estaba divulgando la serie de Oliver Twist de Dickens. Y como vio el texto tan mal escrito no dudó en proponerle a su exitoso escritor que lo mejorara para ser publicado. Su comercialidad estaba asegurada; no en vano, Grimaldi había sido todo un ídolo durante sus cincuenta años de carrera en los mejores teatros de Londres (apareció en un escenario con dos años de edad; no en balde era hijo de un maestro de ballet y de una bailarina). Dickens, en apenas dos meses, dejó lista la reescritura, se dice que dictándola a su propio padre, que a la vez necesitaba dinero tras su paso por la cárcel por deudas. No hay que dudar sin embargo de la autoría, puesto que como apunta Berti, «la estructura episódica de las Memorias se parece a las primeras obras de Dickens, llenas de coloridas experiencias y de imborrables personajes secundarios».


Algo de especial vería Dickens en Grimaldi para acometer una labor que a la postre iba a ser muy rentable para la editorial: el mismo origen de pobreza, la atracción por el mundo teatral (el escritor estudió interpretación e intentó en vano aparecer en alguna obra en su juventud), un mismo sesgo cómico, aunque en su caso de carácter narrativo. Lo cierto es que Dickens alcanzó con creces su objetivo. Dickens nos introduce en el ambiente del entretenimiento popular, en el que el abuelo y el padre de Grimaldi ya destacaban con sus bufonadas, incluso frente a los miembros de las monarquías italiana y francesa. No extraña que de esa ascendencia surgiera un genio como Joseph, que cautivó al público desde su primer papel en una pantomima de Robinson Crusoe: «Pronto se convirtió en alguien muy querido delante y detrás del telón». Hasta el punto de que pasó a formar parte del teatro Drury Lane hasta su muerte.


Es impactante el pasaje en que Dickens cuenta cómo, por una travesura, Grimaldi padre dio una paliza a su hijo, lo que no impidió que éste subiera a escena: el resultado es que el público se desternilló de risa al verlo en ese estado y el padre siguió pegándole. «Este episodio ilustra bien ciertos misterios de la vida de los actores», dice Dickens. Es el payaso de ojos tristes que provoca carcajadas. Joseph iba a encaminarse hacia una vida durísima, trabajando en dos teatros, casi sin tiempo para desplazarse, seis días a la semana. Una vida de infortunios y enfermedades oculta tras la sonrisa de un payaso, al decir de Dickens, «sensible y refinado», que dejó dicho en su autobiografía: «La vida es un juego que hay que jugar».


Publicado en La Razón, 5-IX-2011


domingo, 4 de septiembre de 2011

Leer a Tolstói leyendo a otros



En la Letra Internacional (núm. 111) de este verano, tengo el placer de publicar un artículo largo titulado «Cien años sin el narrador felino. Vistazo bibliográfico al siglo XXI de Tolstói». En él comento las magníficas novedades que tuve la ocasión de leer al hilo del centenario de la muerte del escritor ruso: Recuerdos de Tolstói, Chéjov y Andréiev (Nortesur), de Gorki; Sobre mi padre (Nortesur), de Tatiana Tolstói; Memorias literarias (Nevsky Prospects), de Dmitri Grigoróvich; Vida de Tolstói, de Romain Rolland; El viejo León. Tolstói, un retrato literario (Edhasa), de Mauricio Wiesenthal; El reino de Dios está en vosotros (Kairós), del propio Tolstói; y los Diarios (1862-1919) (Alba) de su esposa, Sofia Bers.