jueves, 25 de noviembre de 2010

Okupas en Brooklyn



En su disciplinada novelística, Paul Auster (1947) ha logrado de nuevo encontrar un camino en el que probar estructuras narrativas, pero lo ha hecho a costa de emprender una vía sin definición, en el que los personajes aparecen y se esfuman, en el que la ausencia de trama es comandada por un narrador que, más que guiar un sólido argumento novelesco, actúa de cronista de diversas vidas. Se diría, pues, que Auster se entregó a una obra en marcha sin un plan prefijado, en la que pretendió averiguar a dónde le llevaban sus personajes. De ahí que el libro se divida en secciones a partir de quien las protagoniza, aunque se agrupe a «Todos» en el último apartado así titulado.
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En anteriores impresiones sobre el autor de Nueva Jersey, ya nos hemos referido a cómo hay narradores cuyo sello característico, su estilo pulido y asombrosamente personal, nos seduce desde el primer párrafo y no nos suelta hasta llegar al final, con independencia de que la historia nos atraiga más o menos. Eso ocurre habitualmente con el premio Príncipe de Asturias de las Letras 2006, aun en sus textos menos logrados. Se trata de una pulsación interna, un ritmo narrativo mezclado con una chispa de aturdimiento, el mismo con el que el propio Auster parece escribir, yendo a ciegas por un sendero que no sabe adónde va. Esta sensación de estar perdido, de invención constante, se transmite al lector, y éste experimenta el milagro de rescribir la novela junto al artista. Menos en esta ocasión, tal vez por una dispersión excesiva de personajes, por no haber hecho de unas vidas sueltas una vida entremezclada que choque entre sí, que se dirija a algún desenlace interesante.
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Así pues, una de cal y otra de arena le sugiere a uno la trayectoria del bueno de Paul Auster en lo que va de siglo. Novelas compactas, atractivas y de resolución perfecta, como El libro de las ilusiones o la penúltima, Invisible, conviven tanto con entretenidos textos –La noche del oráculo y Brooklyn Follies– como con experimentos valiosos desde el punto de vista artístico pero fallidos en su concepción, caso de Viajes por el Scriptorium, Un hombre en la oscuridad o esta Sunset Park. En ella, pareciera destacar más el Auster cineasta que prepara un casting, no el puro y excelso narrador que conocemos, al apoyarse en un punto de vista omnisciente, explicativo, de los movimientos de cada personaje y su pasado, filmando la existencia interior de cada uno de ellos.
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«Hay algo muerto en el vecindario, le parece, la desolada tristeza de la pobreza y la lucha del inmigrante, un barrio sin bancos ni librerías, sólo establecimientos para cobrar cheques y una decrépita biblioteca pública, un pequeño mundo aparte en donde el tiempo se mueve tan despacio que poca gente se molesta en llevar reloj», se lee en la página 123, donde se comenta qué es ese lugar llamado Sunset Park, un edificio abandonado que han ocupado varios jóvenes, en un lugar marginal de Brooklyn. Pero lo que justificaría el título, el sitio donde coinciden Miles, enamorado de una chica menor de edad, Pilar, de ascendencia cubana, la pintora fracasada Ellen –obsesionada por pintar desnudos a sus amigos– o sus compañeros Bing y Alice no tiene la presencia esperada y apenas actúa como convergencia novelesca de los personajes.
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En Sunset Park, Auster trata de crear existencias complejas mediante un narrador que juega a la introspección, seres separados de sus cultos y revelantes padres –una actriz y un editor, por ejemplo– y rendidos ante las limitaciones de su pobreza, con una madurez de pensamiento impropia para una juventud llena de escepticismo, e impone un discurso narrativo que habla sin fabular y alude sin pudor a acciones sexuales bastante gratuitas, como viene siendo frecuente en las últimas obras del autor, cuando antes empleaba el sexo de forma coherente con el argumento, como los fornicadores profesionales que ofrecían un show pornográfico en El libro de las ilusiones.
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Muy atrás ha quedado El Palacio de la Luna, a mi juicio una novela más original, preciosa y deslumbrante cada día que pasa, la obra que desarrolló todos los motivos temáticos de Auster –la falta y pérdida de dinero, el sexo enamorado, el clima de cine negro, el béisbol, Hawthorne, París, el constante azar amable y cruel, la soledad al fin– y más aún La trilogía de Nueva York (1985-86). Siempre en las novelas austerianas encontraremos estos elementos –más el repetido recurso al cuaderno hallado o escrito que abre enigmas en muchas de sus obras–, pero fundamentalmente, tanto en la primera como esta última, destacará un rasgo común que ha singularizado toda su trayectoria de forma brillantemente melancólica y desarraigada: el hecho de literaturizar la huida. Como en el caso de los buscavidas de La música del azar, del anarquista letrado de Leviatán, del estudiante y vagabundo Marco Fogg en El libro de las ilusiones. Escapar siempre, metafórica y geográficamente; escapar a un lugar como Sunset Park, que será todo lo contrario a un hogar al final, cuando los okupas pierdan enteramente sus ilusiones.
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Lo peor, con todo, es cuando la narración en sí parece una excusa para transcribir asuntos que han atraído al escritor en un momento dado: un libro enciclopédico sobre jugadores de béisbol, sus consideraciones sobre la película Los mejores años de nuestra vida o las tumbas de personas importantes que hay en un cementerio de Brooklyn. En definitiva, es esta a mi juicio sin duda la obra más floja de cuantas ha escrito este sobresaliente autor cuyas nuevas creaciones disparan nuestras expectativas, a la vez que las defraudan si no se ven colmadas.

Publicado en La Razón, 25-XI-2010

sábado, 20 de noviembre de 2010

Andrés Trapiello: la verdad de ayer



Desde hace veinte años, con su gigantesca obra caminante Salón de pasos perdidos, Andrés Trapiello (1953) ha ido atendiendo a lo que apuntaba en versos de su libro Rama desnuda (2001): «... Sin presente no hay vida. / Que tu divisa sea: no hay ni un después ni un antes» (poema «Divisa»). Ese presente que, captado con forma de diario en su día y que, pasado algún tiempo, se reescribe en clave más novelesca, ya llega a su entrega decimosexta con Troppo vero. En esta ocasión, a tenor de lo que el autor dice en el breve prólogo, podría pensarse que este tomo ha constituido para él cierto punto de inflexión tras un tiempo más que considerable de andadura literaria, tan abundante y prolífica. El propio Trapiello se asombra ante las miles de páginas ya publicadas, pero la legión de admiradores de esa novela en marcha convertida en narración de lo visto, sentido y leído no hace sino corroborar que el esfuerzo y la constancia bien merecen la pena. Trapiello es consciente de las consecuencias de tantos años dando este Salón, de las expectativas que despierta, del temor o el deseo de unos u otros en aparecer en él –siempre disfrazados de iniciales o tras la máscara de una X o Z–, y, tal vez cansado de que lo vean como un polemista que se ha metido en algún que otro jaleo (una querella por insultos, contada aquí con su humor característico), busca redimirse por medio de una aparición divina que orientará sus pasos hacia la bondad sempiterna.
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Esas páginas iniciales (31-44), tan cómicas, acaso sean lo más ingenioso de un libro que, como no puede ser de otra manera, acoge asuntos muy diversos, correspondientes al año 2002, en función de lo que le ocurre al autor día tras día y de su mirada hacia las cosas, una veces cínica o escéptica, otras melancólica y taciturna. De tal modo que aparecen reseñados sus habituales paseos por el Rastro en los que compra postales y fotografías antiguas, varias participaciones en actos culturales (la más destacada, una concerniente a un álbum sobre Cernuda preparado por la Residencia de Estudiantes), conversaciones con amigos de siempre (Ramón Gaya, Juan Manuel Bonet, Abelardo Linares), llamadas telefónicas convertidas en diálogos estrafalarios... Todo es materia narrativa, y el placer de leer a Trapiello está por encima de que se compartan o no sus consideraciones, por ejemplo, en torno a C. J. Cela y José Hierro cuando después de sus muertes aporta su punto de vista –muy duro el primero por considerar al Nobel un mal escritor; muy reflexivo el segundo por no encontrar verdadera poesía en poesía tan destacable sin embargo–, o al respecto de la antología Las ínsulas extrañas o las memorias de García Márquez, «preso de su propia literatura», de su «prosa presumida» (pág. 685).
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Vehemente y recto en sus opiniones, Trapiello es uno de esos creadores que no transige ante la oleada imperante de lo políticamente correcto o la hipocresía sociocultural. En un campo nuestro como el de la crítica literaria, afectada de tantos aduladores y cortesanos, siempre constituye un alivio leer las palabras sinceras y valientes de un hombre cuya primera norma es el sentido común. Desde su casa de campo en Las Viñas, donde le gusta empezar y acabar sus diarios, Trapiello observa la naturaleza y de ello nacen tanto bellos fragmentos líricos como historietas desternillantes (véanse los párrafos en los que cuenta cómo una mariposa se le posa en el pene en plena micción, págs. 280-282). Todo en el escritor es pensamiento y sentimiento a partir de escenas simples y evocadoras: unos niños que ve jugar al fútbol mientras vuelve al hotel sevillano donde se hospeda (pág. 93) en los días en los que asiste al estreno de su adaptación teatral de El tío Vania, que le parece aburrida y lenta y con unos actores que sobreactúan; la descripción de un reloj de estación (pág. 264), el aturdimiento de enfrentarse a la calle tras todo el día trabajando (págs. 275-276), primero ajeno al mundo y luego enfrentado a sí mismo. Todos son pasajes extraordinarios en los que, antes o después, asoma su amor profundo por Juan Ramón Jiménez, para él una constante inspiración y ejemplo, y en el que se ofrece un hombre tan culto y fino como sencillo y coherente, que ataca con rotundidad la pedantería y la mixtificación imperantes.
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Decía en un reciente libro Antonio Rivero Taravillo, Las líneas de otras manos, que el autor leonés «ha puesto patas arriba la prosa del yo en España, la cual se puede afirmar que ha conocido un antes y un después marcados por su entrega inaugural de 1990». Ciertamente. Un yo que se hace, como todos, más interesante cuanto más contradictorio se nos da: Trapiello escribe de sus cosas pero con el ánimo de despegarse de ellas, y es precisamente cuando usa un tono que lo distancia de sí mismo cuando la ironía se convierte en diversión de primera: su burla de sí mismo de forma genial, demostrando que el absurdo circundante también le atañe a él, como en los encuentros con políticos que dan pie a momentos hilarantes (con un alcalde madrileño una vez, otra con la ministra de cultura) y sus charlas con otros artistas, caso de Miquel Barceló, que no tiene desperdicio alguno (págs. 647-649).
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Llegar a ese equilibrio, en todo caso, es tarea ardua. En El escritor de diarios (1998), Trapiello afirmaba buscar en estas prosas «un poco de sinceridad y cierta intimidad. Esto último se presta a algunos malentendidos. Se cree que un diarista, por el hecho de hablarnos de su vida, está teniendo con nosotros la atención de invitarnos a su casa». Pero ¿qué es si no las páginas sobre sus tremendos problemas dentales o la alta fiebre que padece durante unas jornadas, sus momentos frente al espejo del baño o en la cama, una suerte de invitación a imaginarlo en su intimidad, en su hogar? En el prólogo a Las inclemencias del tiempo (diario de 1996 publicado en el 2001) afirmaba que «en este negocio de los diarios creo que el secreto reside en hablar poco de uno mismo, y cuando no hay más remedio, en hacerlo como si se tratara de otro». Ahí está el quid de la cuestión en estos pasos perdidos: al tomar distancia de lo que le ha ocurrido, surge el Trapiello más brillante y estiloso; cuando algunas veces, al menos para mi gusto, entra de modo demasiado prosaico en aspectos domésticos o muy personales, la sensación del lector de que está entrando en una casa con un exceso de familiaridad se hace explícita. Me ocurría eso al conocer la vida de sus hijos que, tal vez, el día de mañana no quieran verse inmortalizados en esas páginas (novias, suspensos en la escuela, salidas varias) al tratarse la adolescencia de una etapa tan cambiante, cuando no traicionera.
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Pero un libro como este, en su pluralidad de contenidos, llega a un mismo lector de muy diferentes maneras según la página que se visite. Y además, cabe considerar lo más relevante: el juego entre lo verosímil y lo imposible, lo verdadero y lo inventado, la infinita capacidad lúdica de la literatura. «La incertidumbre es la parte más valiosa de la verdad» (pág. 198), afirma Trapiello en un precioso aforismo, retomando la idea que exponía en el prefacio, sobre cómo «lo que nace como veraz se hace verosímil, sin renunciar a la autenticidad, en su redacción definitiva para ser publicada. Así, pues, es como ve uno a la verosimilitud, fiel aliada de la ficción: llevando a veces hasta la verdad a muchos más lectores que la misma veracidad». Con ese juego troppo vero, año tras año, va construyendo su gran obra este escritor que, justo después de aquel 2002 convertido en diario, le iba a esperar la obtención del premio Nadal por su novela Los amigos del crimen perfecto.
Publicado en Letra internacional (núm. 108, otoño 2010)

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Recordando una comida con Salman Rushdie

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Leo estos días en la prensa que Rushdie ya prepara sus memorias, contratadas en medio mundo por una cantidad astronómica, mientras que por aquí Mondadori publicará dentro de unos meses una nueva obra suya, en esta ocasión un relato infantil. Entonces recuerdo una comida con el escritor, hace justo cinco años, en petit comité (unos pocos editores y periodistas), en un distinguido hotel barcelonés, con motivo de la obra Shalimar el payaso. Aporto aquí el texto que publiqué en La Razón tras aquel encuentro... pero, oh, sorpresa, cuando consulto aquella publicación (22-XI-2005), encuentro junto a mi texto una entrevista a Rushdie, de la que se destaca la siguiente frase: "Nunca escribiré mis memorias porque no quiero sentir odio". Lo más gracioso es que titulé mis líneas "Fidelidad a uno mismo".
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Hay una línea regular, un trasfondo novelístico más o menos evidente, en el camino literario de Salman Rushdie; cada una de sus obras, detenida en su estación, en el momento de que vieron la luz, desde su celebrada Hijos de la medianoche (1981) hasta Shalimar, el payaso (2005), aporta un detalle a esa recta. El camino sería un largo espejo de la realidad multiétnica; cada obra, un escenario nuevo en el gran teatro del ser humano enfrentado a un presente marcado por la inmigración, el poder político, las presiones sociales que presenta cada nacionalidad.
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Rushdie es un ejemplo para sí mismo, para comprender al individuo que hoy se balancea entre los sueños y las realidades de un planeta tan tecnificado y tradicional como bienintencionado y hostil. Con los párpados a media asta, la mirada del autor británico nacido en Bombay parece escrutar con fina ironía su entorno más inmediato. Al escucharlo hablar, con una voz serena, segura, afable, se diría que tiene todo bajo control, que sabe cómo encarar los problemas más complejos, todos aquellos asuntos políticos e históricos que a los demás se nos escapan y que él encierra en un relato.
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Cómo reaccionaría este hombre, muchas veces tratado como una vulgar estrella de la canción por la prensa londinense por sus coqueteos con la vida social –cameo en la película Bridget Jones, joven novia modelo–, en la privacidad de su hogar cuando, un año después de publicar Los versos satánicos (1988), el ayatolá Jomeini le condenó a muerte por lo que consideraba un insulto al Corán. Cómo se acostumbra uno a ir desde entonces por el mundo protegido y custodiado, escondiéndose cuando como si estuviéramos en el Far West y un cartel con su nombre y la palabra «wanted» pusiera precio público a su cabeza (cinco millones de dólares, hasta que Irán afirmó que tal sentencia no iba a ser ejecutada).

Supongo que la respuesta a ello es seguir escribiendo, es seguir siendo quien es –disfrutando además de los lujos que puede ofrecer la fama–, es seguir añadiendo, incesante y valientemente, su verdad literaria a la Verdad que nos concierne a todos.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Entrevista capotiana a Israel Centeno (2000)



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló “Autorretrato” (versión en español dentro de su libro Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente “entrevista capotiana”, con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Israel Centeno.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Buscaría uno de esos cabos de Nueva Inglaterra, una pequeña casa de cara al Atlántico, de vista a una rada con un faro cerca. Un refugio para sobrevivir a una hecatombe nuclear. Una ciudad como Londres o un pueblo como Banyoles. Pasaría el resto de la vida frente a una tarde de otoño viendo a los botes desplegar sus velas o en una fiesta nocturna en Hamtead Hill. Pero se trata de un lugar. De imponerme una prisión. Un pequeño reducto. La promesa que le hicieran a Aníbal Lecter en El Silencio de los Corderos me atrae. Una isla. Pero me embarga el desasosiego al pensar en un solo lugar cuando el mundo en sí ya es uno y pequeño.
¿Prefiere los animales a la gente?
Tengo una mascota, le he puesto el nombre de un mariscal alemán, he pasado nueve años con él; en términos generales la hemos pasado bien, dejados uno del otro, pero insidiosos en la compañía. Vivo entre gente, ellos me han puesto nombres y motes a mí y yo les he puesto nombres y motes a ellos, yo soy conceptualmente gente, los que me rodean también. Vivo en una ciudad llena de gente, gente que vive, en ocasiones, como animales. Mi ciudad no es singular, la gente suele vivir como animales en las ciudades. Podría asegurar que somos mejores animales en la ciudad que en la selva. Mis gustos son citadinos, me inclino por los hombres, mujeres, niños, perros, gatos, arañas y ratas del paisaje en el cual trato de procurar la armonía necesaria para cumplir con mi destino.
¿Es usted cruel?
Nunca le he hecho muecas a un niño dentro de un ascensor. Hay mañanas en las que me levanto con la saña metida entre ceja y ceja. Pero otras personas se han levantado con ímpetus similares. Si nos confrontamos, termino siendo víctima de la crueldad. Me imagino que la crueldad funciona con el poder. Dicen que el poder es perverso. No soy un tipo demasiado poderoso, por lo tanto mis posibilidades para alardear como emperador decadente del imperio romano son ínfimas. Estoy ganado invariablemente por el sentido cristiano de la culpa, por eso necesito alimentarla con actos que pueda reprocharme luego, actitud que se traduce en crueldad hacia mí mismo.
¿Tiene muchos amigos?
Definitivamente no. Me gustaría echar mano a los lugares comunes y decir que tengo tantos amigos como libros. Pero los tiempos que vivimos nos inhiben de cualquier salida feliz. Mis amigos han pasado por la vida como el paisaje visto desde la ventanilla de un tren. Decir que mis compañeros de ruta quedaron atrás es pretencioso, más valdría decir quiénes han tomado otros caminos. Hoy voy casi solo, con la nostalgia por los afectos perdidos, músicas comunes, tertulias y sueños. Voy casi solo pues en ocasiones encuentro a otros que coinciden conmigo, intercambiamos impresiones, nos miramos de hito en hito, buscando el detalle de la posible ruptura. Nuestra especie, la humana, es, por condición, paranoica. Pero no existiría el peligro de las agresiones sin cercanías entrañables. Realmente somos dilemáticos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Algo difícil. Compartir objetivos comunes. No una réplica de objetivos. Sintonías. Un envión que se proyecta tolerante, el ejercicio de la disidencia. Un tiempo atrás hubiese contestado que busco la complicidad, pero uno madura, o quiere creer que madura. Más que la complicidad busco el acuerdo, la buena conversación, frívola e inteligente, el afecto y el humor —incisivo, despiadado, compasivo—. Sobre todo y a pesar de todo la solidaridad concebida en los términos de estar juntos para nosotros y no en contra de alguien.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
La dinámica es recíproca, volvemos a las frases hechas, la vida es un toma y dame. No podría decir que me han decepcionado mis amigos sin reconocer que yo los he decepcionado a ellos. En ocasiones suceden así las cosas, no se puede ser leal por principio, ni admirar por condición. Uno debe estar siempre dispuesto a enriquecer las relaciones pero de igual manera debe evitar engañarse, las relaciones pierden peso, se empobrecen y sobre todo languidecen y quedan expuestas a la vida. La vida es retórica. Y existe la retórica de la seducción y la retórica del desengaño. La vida es ganancia y pérdida. Práctica ágil y confusa. Sí, dentro de este orden de ideas suelen desilusionarme los amigos en la medida en que suelen cautivarme. Todo se corresponde y lo sano sería buscar un punto de equilibrio donde seamos más flexibles en cuanto a las expectativas que nos hacemos de las personas a las que llegamos a querer.
¿Es usted una persona sincera?
No. Un narrador, al igual que un político, necesita el uso de las máscaras. Soy sincero con cada una de las máscaras. Trato de poner un mínimo de sinceridad en mi trabajo. Me digo: coño, lo estoy haciendo mal, no es honesto el capítulo que escribo, debo mejorar la prosa. Pero me engaño y engaño a los demás con frecuencia. Creo que voy a tener el buen libro, el definitivo, que voy a manejar el argumento y la prosa. Entonces soy sincero, pero superficialmente sincero, es como cuando te enamoras y dices, te voy a querer para siempre, voy envejecer al lado tuyo, nunca te engañaré; es vana la sinceridad en ese momento, nadie sabe si a futuro perderá peso la afirmación. La sientes y la dices, pero no hay más garantía que la promesa, la referencia inmediata. Aún así me gusta pensar que puedo ser honesto en una o dos cosas. Que puedo ser coherente a pesar estar inmerso en diversas contradicciones. Y sobre todo, pensar que puedo ser leal. Sin embargo, creo que siempre este asunto será una carta de intención. Lo demás se lo dejo al sino.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Soy perezoso y he adquirido una patología que me ha circunscrito: las cosas que me gustan me causan una ansiedad infinita. Pudiera decir que me gustaría nadar permanentemente, estar en una piscina cálida: mas no lo hago, me quedo en el ensueño, igual pasa cuando creo que debería subir más al cerro, vivo en una ciudad que tiene una portentosa montaña, un lugar de bosques tropicales y páramos. El Ávila es la montaña más bella del mundo, no quiero decir que no existan otras montañas más bellas del mundo, pero para mí, el Ávila es un lugar que se ha esculpido armoniosamente. Me gustaría subir al cerro, me gustaría escuchar música o ir al cine, mojar mis tobillos en una bella playa. Pero me paralizo y me quedo boca arriba con la barriga expuesta a la imaginación, disfrutando de todas esas posibilidades, sin hacer absolutamente nada.
¿Qué le da más miedo?
Todo. Absolutamente todo me da más miedo. Vivo asombrado. La vida me aturde y en medio de la noche me despierto bañado de sudor pensando que ella está llena de incertidumbre. Por eso me gustaría creer que tiene algún sentido, sin embargo eso me atemorizaría mucho más. El sentido de la vida es otra frase feliz que tiene una connotación gótica, de horror. Suelo desarrollar fobias y ahora le temo a la vejez. No tengo una sola causa que me dé más miedo. O sí. Es abrumador. El miedo mayor, el terror, va más allá de mi vida; temo, he aquí el detalle mínimo, temo con morbosidad indecible por mis hijas, sólo pensar en las tragedias posibles, me abisma.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
La censura.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Creo que hubiese sido un buen farmaceuta. Me gusta mucho trabajar con sustancias. Es como si fueses un alquimista, un trasmutador. Cuando estoy ansioso, corro y me refugio en los olores de una gran farmacia, respiro profundo y encuentro un paz cercana al estado de gracia. Yo oficiaría una misa frente a un estante lleno de medicamentos, comulgaría con una que otra pastilla y sobre todo trabajaría con las sustancias puras. Hubiese sido un buen farmaceuta al frente de un laboratorio.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
Camino para ir de mi casa al trabajo. Si la ocasión se presta, bailo un poco y si estamos para amar, sencillamente amo. No estoy ganado a la idea de darle vueltas a un parque sin tener otro destino que darle vuelta a un parque. Me parece ocioso. Me gustaría caminar por los parques y sostener una conversación, así como me gusta nadar para disfrutar del agua, de los golpes de ola, de esa vida que va y viene, que entra a soplos de brisa y sal. Me gusta ir a la piscina, pero por placer, por mirar cuerpos hermosos, por ignorar el mío. Me duele mucho hacer jogging y correr como una vieja salamandra con el corazón afuera y desmedido, a punto de infarto para evitar el infarto. No. No practico ejercicio físico de manera disciplinada. Soy un desastre.
¿Sabe cocinar?
En ocasiones cocino y lo hago bien. Me gusta preparar la comida de Navidad. Hacer un lomo de cerdo relleno, vigilar el cocimiento de un asado negro o inyectar de licor al pavo antes de meterlo al horno. Todo esto me gusta hacerlo solo, por eso quizá no participo de esas labores multitudinarias que implica preparar nuestro plato típico, la hallaca. Me aterran las multitudes. Incluso en el propósito que encierran los rituales y las tradiciones.
Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre "un personaje inolvidable", ¿a quién elegiría?
A Marilyn Monroe, pero ya Norman Mailer ha escrito una biografía que pondría en ridículo mis pretensiones. Entonces creo que debo contemplar una variable. Me gustaría escribir sobre Leon Davinovich, Trotsky, pero no creo pueda conciliar con la línea editorial de Reader’s Digest. Sin embargo lo intentaría. Me fascina el personaje.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Shalom.
¿Y la más peligrosa?
Nación.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
La impulsividad es mi signo. Eso me ha llevado a querer matar a muchas personas, cuando estoy ganado por la rabia. Pero soy voluble, a los pocos minutos reconsidero mis sentimientos y me gana una compasión decadente. Creo que siempre se desea matar algo, el tiempo, una mosca, una persona. Nos solemos desbocar con las fantasías y siempre, en todo momento, surge una fantasía, una necesidad de que algo imposible suceda, de transgredir con impunidad las leyes, de ahorrarnos las culpas. Ahora bien, nada mejor que matar a un personaje, no hay consecuencias que no sean la resolución de una trama.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Hace años me manejaba dentro de la dicotomía izquierda y derecha. Era un hombre de izquierda. Me gustaba ser zurdo y radical. Hasta soñé con ser guerrillero. Pero a estas alturas esos valores se han desvirtuado o se han reacomodado. Por ejemplo hay ciertos personajes que en el pasado admiré por revolucionarios y que hoy considero medularmente reaccionarios. Desde niño he tenido un sentido de justicia social, creo que el bienestar económico debe ser distribuido de tal manera que la pobreza sea cada vez menos pobreza. Que las personas se ocupen de enriquecer sus conocimientos en vez de sufrir por la falta de bienes y servicios. Pero del mismo modo creo entender que sin generar riquezas, sin políticas económicas que se deslastren de estereotipos trasnochados con respecto al mercado, es imposible brindar bienestar. Todo se complica cuando contamos y vemos que somos seis mil millones de personas con necesidades. Mi preocupación política ubicada dentro de un discurso socialdemócrata y ecologista, se centra en cómo demonios vamos a hacer para que la civilización sobreviva dentro de parámetros de bienestar sin excluir a nadie. Y cuando digo a nadie pienso también en las focas y en las ballenas y en las selvas tropicales.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Un ángel. Caído o no, pero un ángel.
¿Cuáles son sus vicios principales? ¿Y sus virtudes?
La facilidad para perderme en los vicios y la virtud para salir de ellos a tiempo, creo.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Creo que mi infancia. Dolorosa y contradictoria. Mi querido abuelo Centeno sumido en una profunda ansiedad al tratar de cuidar mis espaldas un día en que me hallaba metido en un disturbio. Mi mamá cantándome Vereda tropical. Mis amores, el día en que conocí a Graciela, Marta, mi tía, en una mecedora de mimbre, cantando Bambi, a mi papá, inasible, silbándome desde la esquina del pasaje en que vivía, Mariana, mi hija, cuando nació y salió de pabellón envuelta en sábanas verdes, mis hermanos... vendrían tantas imágenes dolorosas, tiernas, desesperadas... mi tío Edgar llevándome al barbero para que me hicieran un corte de “varoncito”, mi tía Irma con un barquito de papel, mi mamá en prisión, las noches en las que apagaban las luces y cerraban las puertas del calabozo, el libro rojo de Mao, a mi Mamaicha llorando cuando me fui a España hace un poco más de veinte años, la manera compulsiva en que escribí mi primera novela, Camila, mi segunda hija inquiriéndome desde su pequeño corral, angustiada y rabiosa, el día en que Graciela se apareció con Rommel, mi perro, entre sus brazos, Port Bou, Banyoles, mis marchas por las Ramblas, los lagos de Hamtead Hill, las jornadas de cine en el Oval House, a la hermana Adela peleando en contra de legiones de espíritus malignos, Paraguaná, mi primera sesión de reaggae en Brixton, la lucha de Graciela por su vida una vez que estuvo enferma... y basta. Si continuaran sucediéndose las imágenes no me ahogaría nada, pues serían tantas las imágenes, como una vida vivida a trancadas y sobresaltos durante 42 años. Dentro de algún tiempo, quizá también recuerde mis horas muertas chateando en una sala de conversación virtual en Murcia.
T. M.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Carlos Edmundo de Ory: surrealismo a la deriva

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Nació en 1923, destacó en el panorama cultural de Madrid muy pronto, en 1942, cuando fundó el movimiento postista con Eduardo Chicharro y Silvano Sernesi, pero no fue hasta los años setenta –cuando se publican tres antologías a cargo de grandes estudiosos– que la poesía del gaditano Carlos Edmundo de Ory empezó a ser conocida. En parte por su raigambre experimentalista, que lo alejaba de las tendencias dominantes de la época, como la poesía social, y en parte porque ya en 1952 se trasladó a París, para luego instalarse de forma permanente en Amiens. Muere, pues, una rara avis de la poesía española, un vanguardista de raza que desde su exilio francés se mantuvo unido y separado a la vez del ambiente literario que lo vio nacer.

Hijo del poeta modernista Eduardo de Ory, que fue amigo de Villaespesa y Rubén Darío, el joven Carlos Edmundo ingresó en la Escuela de Náutica, aunque abandonó sus estudios cuando estalló la guerra civil. Una vez trasladado a Madrid, se ganó la vida como bibliotecario, impulsó las revistas Postimo y La Cerbatana y publicó varios libros en los cuarenta: Sombras y pájaros, Canciones amargas y Versos de pronto, fue redactor de El Correo Literario y creó, en colaboración con el pintor Darío Suro, en 1951, el «manifiesto introrrealista», donde defendía la idea de una poesía que naciera del interior del ser humano, respondiendo con la escritura al estado de ánimo y subconsciente.
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Ory se busca y se encuentra en esa deriva casi surrealista, y buscar ampliar fronteras. Así, visita Marruecos e Italia y ejerce de profesor en Perú, en los años 1957-58. Más tarde publica Los sonetos (1963), funda en 1968 el Atelier de Poésie Ouverte, concebido desde el ideal de una poesía colectivizada que llegue a un público mayoritario, y no sólo responde a la llamada poética, sino que se adentra en la prosa con un Diario (1975) o la novela Mephiboseph en Onou, diario de un loco (1973). Carlos Edmundo de Ory: escritor inclasificable, en definitiva, hoy clasificado entre los poetas difuntos del vanguardismo del siglo XX más tardío.

Publicado en La Razón, 12-XI-2010

martes, 9 de noviembre de 2010

Entrevista capotiana a Carlos Castán



En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló "Autorretrato" (versión en español dentro de su libro Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente "entrevista capotiana", con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de Carlos Castán.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamas de él, ¿cuál elegiría?
Seguramente Madrid, cerca de mi infancia, cerca de los billares donde crecí, en las calles donde estuvieron los bares y los amigos
¿Prefiere los animales a la gente?
Prefiero a la gente, es más fácil dosificar su presencia. He tenido gatos que a cambio de hacerme una dudosa compañía se cobraron buena parte de mi libertad.
¿Es usted cruel?
No. No soporto la crueldad. No puedo ni verla, literalmente.
¿Tiene muchos amigos?
Tengo muy buenos amigos. Muchos no, pero son tan buenos que no necesito más, consiguen que no eche en falta ni siquiera a ese prototipo de amigo ideal que nunca llega.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
Sentido del humor, mundo interior, lealtad... que me permitan tener la ilusión de que darían la vida por mí. No que la den de hecho, sino que por momentos consigan hacérmelo creer.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
No, jamás. Si puedo presumir de algo es de ellos.
¿Es usted una persona sincera?
Lo cierto es cada día soy más sincero. A medida que va pasando el tiempo me interesa menos el fingimiento.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Mi diversión preferida es una buena sobremesa después de cenar. Que nos den las tantas hablando del hombre y de la vida. También necesito a menudo de mi soledad, los libros, la música, el cine, los paseos...
¿Qué le da más miedo?
La angustia, el miedo a nada concreto, la culpa.
¿Qué le escandaliza?, si es que hay algo que le escandalice.
Me escandaliza la miseria, la indiferencia ante el dolor ajeno.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Supongo que nada, ganarme la vida y mirar vivir.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
No, jamás, bajo ningún concepto. A no ser que consideremos ejercicio físico el sexo o un melancólico paseo al atardecer.
¿Sabe cocinar?
No. Sé sobrevivir, digamos que sé arreglármelas para comer caliente.
Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre "un personaje inolvidable", ¿a quién elegiría?
Quizá a San Juan de la Cruz.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
"Compasión" en su auténtico sentido etimológico, "padecer con", ponerse en el lugar del otro.
¿Y la más peligrosa?
Me asusta la palabra "Verdad", sobre todo cuando es escrita con v mayúscula, pero creo que la más peligrosa sigue siendo la palabra "Patria".
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Por espacio de pocos segundos sí, a veces. Por ejemplo a Raúl, cada vez que se dispone a tirar a puerta.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Soy de izquierdas, valoro la libertad por encima de cualquier cosa, y el pan para todos, y la justicia. Me sigo rebelando ante la alienación, ante el explotación del hombre por el hombre.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Me hubiera gustado poder subir a un escenario con una guitarra, cantar tangos y canciones de Brel, que desde la oscuridad me arrojasen alguna flor.
¿Cuáles son sus vicios principales?
Soy propenso a la languidez, muchas veces me sumerjo en mí mismo, me ausento de las conversaciones, soy despistado, poco detallista y puedo llegar a comportarme como un ser bastante huraño.
¿Y sus virtudes?
Creo que no soy un mal encajador.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Seguramente sería un torbellino de mujeres y palabras, libros olvidados y noches de amor.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Entrevista a Pere Gimferrer en el 2006


Tomo el pretexto de la publicación de este estudio de la obra de Pere Gimferrer, en la editorial Los Libros del Señor James, para rescatar la entrevista que le hice al autor en marzo del 2006, publicada en La Razón.
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Toda una vida dedicada a la lectura, a la escritura, a la traducción le contemplan, pero con sesenta y un años Pere Gimferrer parece haber iniciado una nueva etapa, tanto personal como literaria, a raíz de una vivencia amorosa que ahora cobra la forma de dos libros, uno en prosa y otro en verso.
¿Hasta qué punto Interludio azul y Amor en vilo son complementarios y cuáles han sido las circunstancias de su creación?
Interludio azul es un libro escrito en catorce días; constituye un cuerpo cerrado y, al mismo tiempo, deliberadamente lo que en él se narra queda en suspenso, porque se propone sólo, por así decirlo, describir una situación, sus precedentes y sus planteamientos iniciales. Después, con la diferencia de unos dos meses, empecé a escribir poemas. Si miramos esto desde el punto de vista de la relación entre lo narrado y la escritura, el libro en verso continúa el libro en prosa, pero los dos son autónomos.
Interludio, al remitir continuamente a citas, ¿podrían considerarse unas memorias como lector?
En el libro se acentúa mucho una tendencia que estaba en otros textos míos pero que aquí adquiere mucho protagonismo, el hecho de que hay muchas equivalencias y correlaciones no sólo literarias, sino también relacionadas con la pintura y el cine.
En cuanto a Amor en vilo, dado que la pasión amorosa es el tema principal, ¿su habitual reflexión sobre la poesía, retomando la frase que tanto aprecia de Stevens –el tema de la poesía es la poesía– ahora es secundaria?
Esto es verdad, y al mismo tiempo hay otro aspecto de forma latente que está en otra zona del libro, la cantidad de variedades métricas y estróficas que uso, lo que tácitamente remite a la historia de la literatura. Los sonetos, por ejemplo, son muy variados y no todos ortodoxos, y hay también verso libre, endecasílabo y alejandrino blanco, estrofas de mi invención, intentos de estrofas que se acercan a la poesía trovadoresca provenzal. Hay muchas cosas que remiten a la propia poesía; todo está implícito.
Tiempo atrás reconoció ser un poeta anticonfesional. Con estos dos libros, de carácter tan íntimo, pareciera cambiar de actitud literaria, partir del yo profundo.
Sí, hay una parte de mi poesía, muy extensa, que no es confesional, sino deliberadamente impersonal, pero esto queda alterado en gran medida por el mero hecho de que Amor en vilo es mi libro más largo con mucha diferencia, una especie de diario poético. La confesión de todas maneras no sé si es la palabra. Al hablar de confesión la gente piensa en poetas que yo admiro y respeto mucho, como Gil de Biedma, pero el tipo de mi poesía es muy distinto.
En su Dietario, se lee la recomendación que le hizo un día Cabral de Melo: escribir cosas que se puedan visualizar, imágenes. ¿Es una actitud de cara a conectar con la sensibilidad mejor del lector o hacerle más accesible la lectura?
De la poesía, y del arte en general, hay que preguntar no qué significa sino qué es. Por otra parte, el lector de estos poemas de ahora no creo que tenga ninguna dificultad, sí con algunos anteriores, supongo. Las palabras de Cabral de Melo se refieren a la eficacia poética: algo que el lector pueda visualizar, es eficaz poéticamente; algo no visualizable, no funciona como poesía.
Por cierto, ¿cómo es el proceso que le lleva a concebir un poema?
Salvo la diferencia estética de cada página o de cada frase, en la cual me concentro muchísimo, no me hago un plan estético previo. El plan estético surge cuando empiezo a escribir y entonces organizo el texto. Hay una idea general de lo que quiero hacer, un núcleo de sonidos antes que de palabras, luego de palabras, y eso se va organizando según voy escribiendo.
Llevaba muchos años sin publicar poesía en castellano. En el libro explica por qué (es la lengua que usa con la persona que los ha inspirado), ¿pero además se siente observado o presionado por el entorno intelectual y político?
Esa explicación me parece que es totalmente ajena a cuestiones políticas. Me ocurre una cosa muy sencilla: como desde el año 69 me preguntan por qué escribo en catalán, ahora preveo que me preguntarán lo contrario, y entonces me adelanto a esta pregunta. Y otra cosa: aunque ni entonces ni ahora mi elección de lengua responde a motivos políticos, es evidente que, a efectos de la sociedad, no es lo mismo escribir en catalán en el 70 que en castellano en el 2006. La situación política es distinta.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Chateaubriand: instinto de muerte


Con motivo de estas tres novelas cortas de Chateaubriand, prologadas de forma elocuente por Manuel Gregorio González para la editorial Paréntesis, rescato la crítica que publiqué en La Razón sobre las Memorias de ultratumba (Acantilado, 2004). Texto que luego acabé incluyendo en Desarticulación.
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Un profesor llamado David Zimmer, que ha perdido a su familia en un accidente aéreo y vive aislado del mundo, recibe un día la carta de un viejo amigo. En ella, se le sugiere que traduzca una obra apenas publicada en Estados Unidos, las Mémoires d’autre-tombe de Chateaubriand. El encargo prospera pese a esa existencia desconsolada, y Zimmer –en realidad, Paul Auster en El libro de las ilusiones– aporta en una página un resumen de la gestación de ese libro monumental más otro posible título, Memorias de un muerto, pues el literal le parece burdo e incluso difícil de entender. Y es que ambas cosas, la poca difusión de la obra y su nombre enigmático, habían permanecido ocultas durante un siglo y medio sin que casi nadie se atreviera a actualizarlas.
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De hecho, ni en Francia contaban con una edición a la altura de las circunstancias hasta hace pocos años, al ser «consideradas de común acuerdo por las posiciones extremistas como política y filosóficamente desdeñables», según el académico Marc Fumaroli, autor de la magnífica «Presentación», mientras que en España sólo disponíamos de la selección de textos que publicó esta primavera Alianza con traducción de J. Zamacois. Ahora bien, la formidable iniciativa de la editorial Acantilado, creando una edición modélica, preciosa, con el rigor al que nos tiene acostumbrados el traductor José Ramón Monreal, colma todas nuestras expectativas, instalando para siempre el libro en el lugar que le pertenece entre los clásicos universales.
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Resulta harto curioso que un manuscrito de tres mil quinientas páginas, fruto de treinta y cinco años de un trabajo iniciado el 4 de octubre de 1811 y que se publicó, de forma póstuma, en París en 1849 –sin hacer caso al deseo expreso del escritor acerca de que el texto viera la luz medio siglo después de su desaparición–, haya podido ser tan controvertido y, lo que es peor, apartado como ejemplo de un sinfín de alardes literarios. Al menos en lo que respecta a su estudio serio, pues las Memorias de ultratumba son una de esas exquisitas referencias propias del campo de las letras más o menos comparadas que, por sí mismas, no han generado análisis profundos; ni siquiera por parte de expertos como Mario Praz, que llama a Chateaubriand el «precursor del decadentismo» en otro estupendo volumen de Acantilado: La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica (1999).
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Fue, precisamente, esa aura decadentista lo que maravillaría a Baudelaire, que elevó las Memorias en 1859 «a la categoría de lema programático de una nueva estética: la “modernité”». ¿Pero quién se acuerda en verdad del Chateaubriand memorialista cuando se repasa la evolución del prerromanticismo goetheano hacia el simbolismo y lo que se dio en llamar, en efecto, modernidad? Sólo se cita a su René como paso adelante en el arquetípico Werther, como reflejo de una desilusión vital más compleja, no sólo desde el sentimentalismo y la melancolía, sino del más puro taedium vitae, del pesimismo sentido por la aristocracia descendente napoleónica, por la insatisfacción irresoluble del individuo ante cualquier acontecimiento.
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Un hastío este que Chateaubriand experimenta desde la hora del complicado parto de su madre: «Apenas había vivido unas pocas horas, cuando ya la pesadumbre del tiempo estaba impresa en mi frente. ¿Por qué no me dejarían morir?», dice al comienzo; e irá insistiendo: «Tras la desgracia de nacer, no conozco otra mayor que la de dar a luz a un hombre»; «Nuestra vida entera transcurre dando vueltas a nuestra tumba». Y sin embargo, el instinto mortuorio del escritor no cobra la forma de lúgubres arrebatos; se viste de poesía gracias a su estilo elegante, sereno, majestuoso. Recurramos a Pla: «Llega un momento en que diríamos que la triste fugacidad de las cosas se produce para que Chateaubriand emplee en ella su pluma privilegiada».
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Así lo hace, ciertamente, ya en el sublime prefacio, mostrando su intención de «explicar mi inexplicable corazón», de escribir «un templo de la muerte erigido a la luz de mis recuerdos». El modelo de las Confesiones de Rousseau no le basta –como señala Fumaroli y luego Jean-Claude Berchet, autor del «Prólogo» y responsable de la edición gala de la obra– en cuanto entiende que el yo ha de unirse al transcurso de la Historia, dentro de «ese conflicto eterno e inevitable entre el ideal social o nacional y su plasmación concreta, demasiado humana y sombría», como afirma Stefan Zweig en El legado de Europa (de nuevo Acantilado, 2003).
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Por ello, el libro es a la vez un testimonio del tiempo inaugural de las revoluciones, de sus promesas y flaquezas. Por ello, por el relato del yo inserto en el cauce de hechos militares y políticos que cambiaron el destino de Europa, Zimmer no se equivocó al decir: «Ésta es la mejor autobiografía jamás escrita».

martes, 2 de noviembre de 2010

Gorki citando a Tolstói

Foto: en el centro de Islandia

"Las personas son troncos, raíces, piedras,
te tropiezas con ellas y a veces te dañan."

Frase anotada por Maxim Gorki, en
Recuerdos de Tolstói, Chéjov y Andréiev (Nortesur, 2009)