jueves, 30 de junio de 2011

Una vida enciclopédica




Me pregunto qué es «una biografía intelectual». ¿Aquella que sólo capta el pensamiento del biografiado? La editorial Acantilado ha añadido ese subtítulo, ausente en la edición original; pero la del belga Raymond Trousson es simplemente una gran biografía de un gran hombre; en ella caben su familia, su matrimonio, sus hijos, su amante, sus amigos y su paso por prisión, es decir, su vida plena; aunque, claro está, el contenido de un libro como éste habrá de ser erudito, pues Diderot consagró todo su tiempo, en pleno Siglo de las Luces, a la realización de la «Enciclopedia» y a una obra ensayística y narrativa de trasfondo político y religioso realmente abundante.

Gracias a Philipp Blom habíamos conocido la «Encyclopédie». El triunfo de la razón en tiempos irracionales (2007) y, con Tzvetan Todorov, El espíritu de la Ilustración (2008). Son sólo dos ejemplos de la multitud de estudios que se publican sobre la época que cambió el modo de ver el arte y la sociedad por medio de valientes filósofos como Denis Diderot y Jean-Jacques Rousseau, matemáticos como Jean d’Alembert y científicos como Louis de Jaucourt. Este cuarteto sufrió lo indecible en un lugar y tiempo contrarios al librepensamiento, pero su objetivo se cumplió: 27 tomos con 72.000 artículos firmados por los mayores expertos e insignes colaboradores como Voltaire.


Aquí, la aventura ilustrada se personifica en Diderot, «curioso por todo», del que Trousson nos cuenta sus primeros años «muy disolutos» en París, su relación con su mujer Nanette, «arpía y verdulera» según Rousseau, y cómo abandera el proyecto enciclopédico mientras es acusado de materialista por su Carta sobre los ciegos, contraria al dictado eclesiástico, y es encarcelado tres meses y medio. Cómo no acordarse de El camí de Vincennes (1995), de Antoni Marí, sobre la visita de Rousseau a su amigo encarcelado. La novela se abría con una cita del propio Diderot: «Las luces disiparán las manchas de oscuridad que aún cubren la superficie de la Tierra». ¿Se habrá cumplido ese presagio o nuestra civilización iluminada es otra forma de oscuridad?

Publicado en La Razón, 30-VI-2011

martes, 28 de junio de 2011

La mirada hembra de Maupassant



Decía el «Decálogo del perfecto cuentista» de Horacio Quiroga en su punto uno: «Cree en un maestro –Poe, Maupassant, Kipling, Chejov– como en Dios mismo». Y así ha sido en la historia de la literatura moderna para muchos escritores de todos los rincones del planeta, porque Guy de Maupassant (1850-1893) ha sido y sigue siendo una referencia máxima en el género del relato corto; no en vano, concibió muchas de las mejores historias cortas que se han escrito en el último siglo y medio. Su corta vida fue inversamente proporcional a su ingente producción, y los temas que trató, innumerables.

De ahí que su obra dé para realizar multitud de antologías en segúnel asunto que trate: cuentos de terror, de misterio, libertinos, de guerra, etc. Así, Mauro Armiño (1944) propone ahora la suya: un volumen de ochocientas páginas con un nexo común: las mujeres como protagonistas. El traductor, tras su extraordinaria entrega a obras magnas como A la busca del tiempo perdido, de Proust o Historia de mi vida, de Casanova, ha seleccionado setenta y tres cuentos bajo el título Todas las mujeres, el cual, por cierto, coincide con la cómica novela publicada por José María Conget en 1989.

En esa obra, el autor zaragozano se enfrentaba a la disección de parejas y amantes femeninas mediante siete sesiones de cine, lo que le llevaba a radiografiar la España del tardofranquismo y la Transición. Maupassant, cien años antes, en el apogeo de la corriente naturalista en Francia y el resto de Europa, hace lo propio con las herramientas de la época: el lenguaje y estilo de corte realista, la preponderancia de la actualidad sociopolítica y, en definitiva, la captación de una red de situaciones donde las diferencias entre clases sociales son notorias, y la función e importancia de la figura femenina, aún restringidas, están dando un paso adelante en pos de una mayor independencia y de unos derechos más justos.

Es lo que ejemplifica esta antología, cuyos cuentos el propio traductor sugiere unir a partir del amor, el adulterio, los celos, la maternidad, el incesto, el infanticidio, el libertinaje, el matrimonio, la prostitución, el sadismo-violencia, la violación… Maupassant, próximo a las dotes de observación del que fue su amigo, Gustave Flaubert, en la misma época en que Zola se esfuerza por llevar a la literatura el modus vivendi de la sociedad parisina, como había hecho Balzac con La comedia humana, rebusca entre periódicos y abre los oídos a lo que ocurre alrededor. Esa atención, mas su increíble talento para convertir cualquier acontecimiento en un texto literario, le conducirá a una obra en el que la presencia femenina es preponderante: «Aparece en todas sus variantes, en todos sus estados sociales, en todas sus situaciones emocionales, desde las cursis baronesitas recién casadas y ya aburridas hasta las que encarnan a la clase media y sus prejuicios, a la clase humilde y sus miserias», dice Armiño.

El catálogo de mujeres representadas es impresionante, desde la primera en aparecer, Bola de sebo, la prostituta que da título al célebre cuento y que significó para Maupassant un éxito repentino: su andadura literaria no podía empezar mejor, si bien antes había publicado algún escrito bajo seudónimo (en 1875 sale a la luz su primer relato, «La mano disecada»), cuando estaba empleado en el Ministerio de la Marina y Colonias (y luego, gracias a la intervención de Flaubert, en el de Instrucción Pública) y colaboraba en varios periódicos, pues también se convertiría en un cronista prolífico en la prensa política y artística. En 1879, se le había llevado a juicio por ultraje a la moral pública a causa de uno de sus poemas, caso que el juez decide anular, y es después de «Bola de Sebo» cuando intentará ganarse la vida sólo con su escritura.

Lo logrará ampliamente. Y, mientras, su misoginia no es óbice para tener tres hijos con una aguadora de una estación termal con la que no comparte techo. Maupassant solamente tiene tiempo y energías para su obra, pero también para disfrutar del dinero que obtiene por ello: se compra un barco de recreo, viaja por Italia, se establece en la Costa Azul, va en globo a Bélgica, visita el norte de África… Todo ello dará pie a crónicas de viajes, a multitud de cuentos. Porque Maupassant publica, publica, publica. Es, en cierta medida, su forma de responder a una salud quebradiza que lo llevará a la tumba pronto. Ya en 1877 se jactaba, en carta a un amigo, de haber contraído la sífilis, y en 1880 había padecido parálisis en un ojo y problemas cardiacos. Ni el éter, ni el hachís ni la morfina le curarán una serie de dolencias que se irán agudizando.

De hecho, las jaquecas, las depresiones, todo un desmoronamiento físico brutal lo convierten en un ser fantasmal, casi un personaje sacado de uno de sus relatos fantásticos. A comienzos de 1892 intenta suicidarse con una pistola y se hiere con un cuchillo en el cuello. La sífilis con la que bromeaba de joven le pasa factura, llevándole al delirio y a una parálisis general, y matándolo el 6 de julio de 1893, en una clínica en la que llevaba dieciocho meses ingresado. Semejante vida de ascensión y caída, vertiginosa, tiene, como aspecto constante, un rasgo que sería contradictorio tal vez con tantos cuentos con protagonistas femeninas: una atroz misoginia, propia del autor y también procedente del ambiente de la época, pues, como aclara Armiño: «La misoginia maupassantiana deriva de una visión del mundo que marcó a buena parte de los artistas de la generación finisecular».

Y sin embargo, «Maupassant recolecta amante tras amante sin hacer distingos sobre su inteligencia o estado social. Algunas dejarán cierta huella en personajes de sus novelas». Es el caso de una baronesa y una condesa, por ejemplo, ya que el escritor se movió en los entornos más exclusivos de la sociedad. Aunque al fin fuera la mencionada aguadora, Joséphine, la que le daría descendencia, la cual no podrá beneficiarse de la herencia paterna, dado que la madre de Maupassant hizo lo indecible para cortar todo trato tras la muerte de su hijo.

Y no obstante, qué sensibilidad la de Maupassant para interpretar los desvelos, carencias, anhelos y sufrimientos de las mujeres. El lector podrá comprobarlo a lo largo de este tomo fascinante. Pero quizá se podría mencionar un título que rebela lo que consiguió literaturizar el autor: «Confesiones de una mujer» (1882). En él, una vieja dama responde a la petición de un amigo, que le anima a evocar sus recuerdos más vivos. Ella había sido muy hermosa: «Puedo decirlo hoy que ya no queda nada. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido la muerte a una vida sin ternura, sin un pensamiento siempre unido a mí» El cuento trata de un asesinato, de una infidelidad, pues la mujer en Maupassant cautiva desde su lado oscuro. Pero es esa inclinación por representar la parte femenina más perversa lo que llevó a Maupassant a hacer de la mujer, con Madame Bovary muy cerca, un personaje poliédrico, complejo, vivo y, aún hoy, real.

Publicado en La Razón, 28-VI-2011

jueves, 23 de junio de 2011

Escribir contra el tedio




Publico hoy un largo artículo sobre Graham Greene con el que se abre el suplemento de libros de La Razón. Lo enlazo en el diario, y no lo coloco directamente en el blog como suelo hacer, porque aparece una foto que me ha gustado especialmente más algún apartado de datos.

domingo, 19 de junio de 2011

La génesis de una saga vasca



En un viaje de ida y vuelta, la andadura de Ramiro Pinilla (Bilbao, 1923) eclosionó con su trilogía Verdes valles, colinas rojas (Tusquets, 2004-05), que tardó dieciocho años en redactar. Era el regreso de un hombre que, durante décadas, se había apartado del mundillo editorial tras ganar el premio Nadal y el de la Crítica por Las ciegas hormigas (1961) y resultar finalista del Planeta en 1972 por Seno. El escritor siguió publicando, pero decidió hacerlo en el sello que fundara con un socio, Libropueblo, cuyos libros vendían por las calles de Getxo a precio de costo.

Aquella sublimación de la historia vasca desde finales del siglo XIX, la cual partía de los conflictos de dos familias enfrentadas, tuvo algunos de sus primeros retazos en los dos libros de relatos que ahora se reúnen: Recuerda, oh, recuerda y Primeras historias de la guerra interminable, publicados en 1975 y 1977. No en balde, en ellos encontramos personajes que luego, en la trilogía, tendrán una presencia capital, como los pertenecientes a la familia del magnate del hierro Baskardo, cuya vida se recrea en «El megatafio».

Pinilla busca reflejar la esencia del alma vasca, y para ello crea cuentos de trasfondo legendario, como «Nombre» y «El viaje», en los que surge la tribu del clan citado, o ya en tiempos modernos, el Sator Baskardo que trabaja para el traslado de una ballena en «El pez». Como siempre, el cuadro costumbrista que nos ofrece Pinilla se balancea entre lo mundano y lo misterioso, lo enigmático y lo pueblerino, lo imaginativo y lo ordinario. Pero creo firmemente que es en la distancia larga donde el autor desarrolla todo su potencial, pues en ella era capaz de dotar de un gran ritmo narrativo al paisaje humano, historia local y trasfondo sociológico descritos. Lo que no consigue en mi opinión en estos cuentos que también ofrecen otra de las máximas preocupaciones del escritor: la guerra civil española.

Publicado en La Razón, 9-VI-2011

jueves, 16 de junio de 2011

El criminal igual que el escritor



El hombre en asombro permanente que fue Gilbert Keith Chesterton (1874-1936) tuvo, entre sus infinitas inquietudes, una que le acompañó desde sus primeras lecturas hasta su muerte: el relato policíaco.A ello le dedicó innumerables páginas ensayísticas y narrativas, y ahora el editor Jaume Vallcorba recoge cuarenta y dos textos sobre el asunto que el autor publicó en diferentes revistas. Un regalo de antología porque, como no podía ser de otra manera, la felicidad, la gracia y la inteligencia que destila cada renglón es insuperable. El autor de El hombre que fue Jueves –del que habla ampliamente en el volumen– cumple este junio setenta y cinco años de inmortalidad, y su detective eclesiástico, «cuyo rasgo característico era no tener rasgos característicos», un centenar desde que vio la luz El candor del padre Brown.

Cómo escribir relatos policíacos bien podría convertirse en el manual oficial de instrucciones lectoras y creativas para todo aquel al que le guste el género de policías y asesinatos, tal es su variedad de reflexiones y el acierto en sus análisis y consejos. En especial, Chesterton consagra bastante espacio a las innovaciones de Conan Doyle, quien, «por encima de todo, rodeó a su detective del auténtico ambiente poético londinense». Y es que el género que nos ocupa muestra «un drama de máscaras y rostros» que a su vez refleja «la poesía de la vida moderna». Es en este tipo de libros populares donde se haya la ética del presente: «Creo que las novelas de crímenes son la parte más moral de la ficción moderna», sentencia. Y así nos va divirtiendo e iluminando, como cuando dice que el criminal y el escritor se parecen mucho, pues cada uno esconde un delito: «El criminal busca ocultarlo de la policía, y el escritor, de sus lectores».

Publicado en La Razón, 16-VI-2011

martes, 14 de junio de 2011

La naturaleza como juez


De las Bucólicas de Virgilio a las denuncias ecologistas del narrador Luis Sepúlveda; de las sagas islandesas donde se palpa el latido de esa isla convulsa hasta La costa de los mosquitos de Paul Theroux. A lo largo de toda la historia de la creación y pensamiento literarios hay una filosofía de la naturaleza, distinta según lugares y tiempos pero con un nexo común: glorificar el Edén perdido, sugerir cierta redención por haber traicionado a la Madre Naturaleza, penetrar en nuevos modos de recuperarla o enfrentarse a ella. Una relación que se orientará hacia un ecologismo que, en paralelo a las investigaciones de Darwin, tiene un origen incuestionable: el retiro de Henry David Thoreau a una cabaña en el bosque en 1845. Fruto de esa soledad nace Walden, descripción de una vida salvaje que tendría un discípulo en nuestra lengua: el uruguayo Horacio Quiroga. «Soy un narrador rural apasionado por la naturaleza», decía Miguel Delibes; como él, otro cazador, Hemingway, recreó con maestría cómo la fauna y la flora convierten al hombre en un ser vulnerable ante los elementos. Y es que ya lo dijo Josep Pla: nuestro ánimo depende del clima; y sentenció Ralph Waldo Emerson: la naturaleza juzga a todos los que se le acercan.

Publicado en La Razón, 14-VI-2011

domingo, 12 de junio de 2011

La pater/maternidad como ficción legal

Foto: homenaje a los niños no nacidos, casa de Papá Noel, Islandia


Que los adultos se descuarticen, se mientan y traicionen, que se maten e impidan las resurrecciones, que insistan en cultivar el desprecio, la estupidez y el enfrentamiento. Que les ocurra lo peor si con ello se salvaguarda la integridad de los niños. Lo único sagrado de este mundo son ellos. Mi ascendente cobardía frente a la bofetada de la información diaria se registra en minúsculos comportamientos que buscan negar la verdad: los medios dan noticias de muertes infames, hambrunas y violaciones físicas o laborales sufridas por chiquillos. Aparto la vista, cambio de canal, sintonizo otra emisora. De esa ignominia universal se puede escapar mirando hacia otro lado. Pero de las pequeñas ruindades no lo hago: digno de mi inútil profesión como observador de las "enormes minucias", que diría Chesterton, convertidas en palabra escrita, camino y observo, escucho y apunto.

Hace un par de días, paso al lado de un tipo que, inclinado para abrochar el cinturón del cochecito de su hijo, no es capaz de quitarse el cigarro de la boca, que apunta directamente a los ojos y la nariz de la criatura a menos de diez centímetros. Cruzo de acera, y una señora increpa a un ser de menos de tres años para que camine más deprisa: lo hace con tal alteración y exigencia que el apremio cobra la imagen de una agresividad desmedida; al imbécil del cigarrillo, a la desgraciada que grita al pequeño cuyos pasitos no dan para más en ese día de fuerte lluvia, qué les podría decir sino manifestarles mi más honda repulsión… Enseguida entro en una cafetería y, mientras desayuno a la vez que leo un jugoso libro y tomo notas, veo entrar a un grupo de madres que acaban de dejar a sus hijos en la escuela y van a tomar un café también junto con un padre. Este, elevando la voz de una forma desvergonzada, y ante la aprobación general, dice que “a veces es mejor trabajar que estar con los niños”. Y entonces pienso en toda esa gentuza que tiene descendencia sin vocación, sin felicidad, sin moral, que proyecta sus frustraciones y amarguras y hartazgos en los más vulnerables, y me dan un asco indescriptible, tanto esos hombres que no consagran todo su tiempo disponible a alegrar a sus hijos como esas mujeres que se sienten realizadas presumiendo de su esnob estrés originado por combinar trabajo, maternidad y hogar, dándose importancia mediante esa autoexcusa para no afrontar lo más importante: educar a aquel que engendraron.

No levanto la cabeza de mi libro, pero me mantengo a la escucha, y luego vendrá a rescatarme el recuerdo de la foto que prefiero de Joyce, la que aparece sentado en mitad del campo, mirando hacia abajo también, con un parche en el ojo izquierdo, con los codos apoyados en las rodillas, con una flor en el ojal; foto que acompañaba una cita misteriosa, infinita: “Amor matris, genitivo, sustantivo y objetivo, puede ser la única cosa verdadera de la vida. La paternidad puede ser una ficción legal”. Lástima que, a diario, en las calles y edificios públicos, y seguro en la íntima impunidad de las casas particulares, se produzcan tantas ficciones de malvados de pacotilla que no saben que tienen ante sí la única cosa verdadera que cabe proteger y amar.

jueves, 9 de junio de 2011

Avatares rusos de una estudiante





Un primer libro de género inclasificable es bien recibido. Elif Batuman, de ascendencia turca, neoyorquina de nacimiento en 1977 y formada académicamente en California, ofrece un conjunto de textos llamativos por su frescura, ingenio y pasión literaria con un nexo común: las letras rusas.Al final dirá que sólo en la literatura se pueden encontrar respuestas a los enigmas que nos rodean. Y es en lo que se ocupa esta profesora universitaria –cuando escribió el libro estaba en la recta final de sus estudios, lo que se refleja en las pesquisas que expone– cuando va tras los pasos de Bábel, Pushkin, Tolstói y Dostoievski.

La vida de estos autores se mezcla con la de Batuman, que consigue, desde la autobiografía, desarrollar un serio análisis crítico de obras y hacer una crónica de lugares tan significativos como Yásnaia Poliana, Samarcanda y Venecia. El resultado es brillante por su inteligencia y entretenido por su comicidad, pero sabe a poco: la introducción es demasiado extensa para lo que apunta, y el primer capítulo, sobre Isaac Bábel, empieza de forma enrevesada, aunque se convierte en un texto genial cuando aparecen las anécdotas de un congreso dedicado al escritor de Caballería roja.

Tomando prestado el título de la novela más extraña de Dostoievski, Los demonios, traducida anteriormente como Los poseídos, Batuman escribe poseída por aprender ruso y uzbeco y lanzarse a experiencias incluso peligrosas en pos de lograr sus objetivos. Es magnífico cuando ridiculiza el ambiente universitario, propone disparates con gran rigor documental, como que a Tolstói lo asesinaron, y desacraliza la casa veneciana del autor de El idiota. Al libro le sobraría parte de los tres capítulos sobre Samarcanda, pero es el riesgo de un trabajo híbrido que cabe celebrar y nos avisa de que estamos ante una autora muy a tener en cuenta.

Publicado en La Razón, 9-VI-2011

sábado, 4 de junio de 2011

Elogio ilimitado de la editorial Vicens Vives

Navego por la edición digital de El País para hojear qué sale en Babelia. La decepción semanal por los temas, libros, autores tratados y firmas hoy está acompañada por una ausencia del todo injusta en el amplio apartado que el diario dedica a los libros ilustrados. No aparecen las novedades de la mejor editorial que aúna texto y dibujo: Vicens Vives.

En mi cortísima trayectoria (cuál no lo es) como colaborador en muchas casas editoriales durante tres lustros, no he visto semejante autoexigencia y calidad como en Vicens Vives, la cual sobre todo es visible, a efectos comerciales, en la red de colegios e institutos. Muchas veces, las colecciones clásicas que maneja un estudiante de filología –Cátedra, Alianza, Austral, Castalia, etc.– se quedan cortas, en su supuesta especialización y erudición, al lado de los volúmenes que, con la inocente apariencia de dar literatura clásica a los más jóvenes con el añadido de bellas ilustraciones, nos deslumbran, en cuanto uno pasa la primera página, por un nivel literario, lingüístico, intelectual, artístico en suma, absolutamente sublime.

No sé si Vicens Vives ha recibido el típico premio institucional a la edición que otras editoriales han obtenido tras breves andaduras, pero no se me ocurre ninguna que se lo merezca más. ¿O acaso hay algo más importante y precioso que introducir en la mejor literatura universal de todos los tiempos a niños, adolescentes y jóvenes? Uno de los méritos, a propósito, es que cada edición está tan bien preparada que no solo colma el horizonte de expectativas de los más pequeños, instruyendo y deleitando, sino que un adulto puede disfrutar igualmente de ediciones cuyo rigor, claridad y profundidad, como digo, rebasa con creces el nivel del resto de editoriales que uno conoce de cerca o de lejos. Hasta la más pequeña nota a pie de página, hasta los apéndices que estimulan la relectura, están tan primorosamente elaborados que da gusto aprender literatura mientras uno ve cómo la aprenden los primeros lectores de tantas historias.

El responsable de todo esto es Francisco Antón, cuya labor no puede ser más excelsa, más profesional. Incontables sus traducciones, sus revisiones de los mejores clásicos, su coordinación de tantas obras magnas. Su portentoso escudero, Agustín Sánchez Aguilar, creador de adaptaciones del Quijote, de los mitos grecolatinos, de Pinocho... lleva a cabo una ingente labor que tiene como guinda al pastel a los ilustradores. Y ahora vuelvo al comienzo, a la sorpresa de cómo Babelia no repara en que para Vicens Vives trabajan, simplemente, los mejores del mundo: vean el arte de Victor G. Ambrus para El mago de Oz, el de Christian Birmingham para Cuento de Navidad, el de Alan Lee para las Metamorfosis, el de Robert Ingpen para Robinson Crusoe o la última novedad de la editorial, la mejor edición que yo he visto de Alicia en el País de las Maravillas en cualquier lengua.

Doy fe de que muchas de todas estas joyas que atesoro –la antología Poesía española que se publicó el año pasado, la adaptación del Quijote del 2004, las Estampas de Platero y yo...– y los dibujos y pinturas que las acompañan parten de algo que no tiene precio: muchas horas, meses, años consagrados a cada proyecto con un único objetivo: la perfección. Y, en verdad, cómo se acercan a ella ese dúo de incansables lectores que traen la palabra del ayer al ritmo del hoy, todos esos pintores que convierten la literatura en imagen de rotunda belleza y fantasía para siempre.

jueves, 2 de junio de 2011

Soledades de un dandi en el exilio



Tres años después de Luis Cernuda. Años españoles (1902-1938), Antonio Rivero Taravillo (1963) completa su viaje por la cambiante andadura del autor de La Realidad y el Deseo. Si en aquella ocasión se nos aparecía un Cernuda contradictorio y solitario, en este volumen, que investiga su trayectoria de exiliado en Europa y Norteamérica, tales cosas se intensifican hasta darnos una imagen del poeta de pura zozobra, de tierno aislamiento, de alma insatisfecha, áspera y exquisita a la vez. De tal forma que la «sensación de paz», como él mismo confesó, con la que salía de España el 14 de febrero de 1938, durará poco. Le espera una navegación con demasiados puertos en donde intentar echar amarras y pocas anclas donde asentar sus sentimientos.

Rivero Taravillo coge el timón de esta vida fluctuante con gran meticulosidad, consiguiendo un trabajo de mérito cuyo mayor aliciente habrá sido rastrear los pasos que Cernuda dio por tierras francesas, británicas, estadounidenses y mexicanas. El Londres, París y Glasgow bélicos y su empleo como profesor sin vocación, su afán por mejorar su situación laboral en Cambridge, donde se sumerge en las lecturas de Shakespeare, Keats y Eliot que tanto influirán en su obra en marcha, y su traslado a América en 1947 nos acercan a un Cernuda poco hábil con el inglés y el francés, retraído y distante, cuando no malencarado.

Y otro tanto pasará en Nueva York, Massachussets, Los Ángeles, San Francisco, los lugares donde continúa ejerciendo de maestro y conferenciante con la ayuda de escritores con los que a veces se muestra ingrato; por algo definió así Jorge Guillén su forma de relacionarse: «Transformar la amistad creciente en odio avanzado» (pág. 229). Un dandi con genio, una figura egocéntrica con rutina de «anacoreta», así era el Cernuda persona. ¿Y el Cernuda poeta? Aquí se nos dan las claves íntimas de sus libros, a la luz de sus enamoramientos, nostalgias y anhelos, y se explica su querencia por México, cómo el artista permaneció en su caparazón para entregarse a lo más sublime: trabajar para que la realidad y el deseo se mezclaran con la vida y la memoria hasta hacerse poesía.

Publicado en La Razón, 2-VI-2011