sábado, 31 de octubre de 2009

Casanova: los recuerdos de un seductor

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El personaje se tragó al artista, y éste ha de ser redescubierto por fin, pues en muchas ocasiones se ha olvidado al escritor en pos de mantener por inercia un mero arquetipo: el del galán en los salones nobles y aristocráticos de la Europa del siglo XVIII, aquel que apareció en la gran pantalla interpretado por Alain Delon en una película de 1992, el buscavidas metido en mil oficios e iniciativas para beneficiarse de la protección de los más poderosos. Hablamos de Giacomo Casanova (Venecia, 1725-Dux, Bohemia, 1798), tan famoso por sus correrías amorosas, pero a la vez tan desconocido, a pesar de tener una de las vidas más fascinantes que puedan encontrarse y ofrecer una literatura llena de originales virtudes, muy en especial, en Historia de mi vida, su descomunal autobiografía que este mes, de la mano de la editorial Atalanta, ve la luz de forma íntegra por primera vez en español.
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En el ámbito literario, a Casanova se le conoce y admira fundamentalmente por esa larga narración de sus vivencias, pero al parecer él hubiera querido alcanzar la inmortalidad mediante sus ficciones literarias. No lo logró, sin embargo, y de forma irremediable su actividad artística es imposible deslindarla de su existencia íntima: se ha destacado la notable factura de un cuento como El duelo, por ejemplo, pero éste en verdad responde a un episodio real que sufrió el escritor: la marcha de la corte polaca tras un duelo a causa de una bailarina. Prologando esta obra, Ángel Crespo reflexionó sobre cómo el autor extendió su ser a su propia escritura: «Hombre temperamental hasta la imprudencia, a la que solía oponer como contrapeso su astucia y su conocimiento del corazón humano, todo cuanto escribió en torno a su vida parece obedecer a la necesidad de desahogar los humores que, a consecuencia de semejante carácter, amenazaba, a veces, con asfixiarle».
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Esta astucia, este don psicológico para retratar a los demás, el desparpajo a la hora de hablar de lo propio se palpa en Histoire de ma vie, escrita cuando Casanova estaba empleado como bibliotecario en el castillo del conde Waldstein, en Bohemia, y deseaba recuperar su intenso pasado y mostrarlo al mundo, reclamando una atención que había perdido para siempre. «Es entonces cuando aparece ese magnífico y único caso fortuito llamado Casanova», cuenta Stefan Zweig en su estudio triple Casanova. Stendhal. Tolstói. Tres poetas de sus vidas (editorial Backlist, 2008): «Por fin un apasionado sibarita, el típico devorador de instantes, narra su vida desmesurada y lo hace sin tapujos morales, sin dulcificaciones poéticas, sin atavíos filosóficos, sino de una manera absolutamente concreta, tal y como fue: apasionada, arriesgada, licenciosa, desconsiderada, divertida, vulgar, indecente, atrevida y desordenada, pero siempre interesante e imprevista». Se trata de un hito literario, una obra como ninguna hasta la fecha, que no sólo refleja la trayectoria de un solo hombre sino la cotidianidad del tiempo dieciochesco en torno a todas las clases sociales en todo el continente.
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Aquejado de gota, el viejo Casanova va a componer doce volúmenes (unas 3.500 páginas hoy) sobre su trayectoria desde su nacimiento hasta alcanzar el año 1774. El escritor habla, como detalla en el prólogo Félix de Azúa, «de la República de Venecia; le sigue un crecimiento deslumbrante en las cortes más poderosas de Europa; viene luego una madurez robusta, durante la cual esa viva lumbre se va achicando poco a poco; y por fin una decadencia insoportable a la que sólo la muerte puede aliviar». Relato de viajes, de anécdotas alrededor de la realeza y de las noches tabernarias, de calles y palacios y muchas mujeres y artistas y políticos, Historia de mi vida es sobre todo un texto donde se respira la doble cara de Giacomo Casanova –amable pero sinvergüenza, encantador pero embustero– y que, según Azúa, «conmueve, exalta, divierte, inspira, solaza y excita tanto la lujuria como el raciocinio».
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Lo habrá comprobado profundamente el traductor de la obra, Mauro Armiño, quien cuenta los avatares que sufrió el manuscrito: un sobrino lo conservó tras la muerte de Casanova, en Dresde, hasta que fue vendido en 1820 a un editor de Leipzig, que purgó el texto quitando los pasajes más escabrosos; además, otros manuscritos no verían la luz hasta después de la Segunda Guerra Mundial, y no sería hasta el año 1960 cuando los papeles originales de Casanova, sin censuras ni tampoco tergiversaciones, pudieron editarse. Extraordinario autorAtrás han quedado olvidadas la mayoría de sus cuarenta y tres obras –aunque cabrá algún día publicar como se merece su copiosa correspondencia–, pero la «Historia de mi vida», pese a estar redactada en un francés lleno de recursos más cercanos a los relatos orales –como si el autor estuviera conversando «con una persona o un grupo de amigos que tuviera enfrente»– en palabras de Armiño, es la obra imperecedera de un individuo que fue mucho más que un donjuán caballeroso con todas sus amantes: un extraordinario escritor cuya valía está aún pendiente de calibrarse en su justa medida.
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(Publicado en La Razón, 31-10-2009)

jueves, 29 de octubre de 2009

Los judíos y el lobo


Con obras como La familia Moskat (1950) –traducción de Juan José Guillén, editorial RBA–, el polaco en lengua yiddish Isaac Bashavis Singer (1904-1991) pretendió recrear al dedillo la vida de los judíos en Varsovia. A eso se consagró desde su exilio en Estados Unidos, en 1935, el año de su debut literario con la novela histórica Satán en Goray, es decir, desde un lugar lejano (en el espacio y el tiempo) a la masacre que iban a padecer sus compatriotas varios años después. Sin duda, ese esfuerzo por volcar en el recuerdo literario todo un modus vivendi de una población siempre amenazada con la exclusión sería el principal baluarte que la Academia sueca esgrimiría para concederle el premio Nobel en 1978.

Este vegetariano hasta la médula –«en relación con los animales, toda la gente son nazi», llegó a decir–, radicado primero en Nueva York y muerto en Miami, compaginó su tarea periodística a favor de los judíos con la escritura de esta voluminosa historia sobre Meshulam Moskat, «un judío de la vieja escuela», y su progenie. Era su segunda novela, y el inicio de una forma de narrar con una estructura muy definida y que iba a repetir en relatos igualmente extensos como La casa de Jampol (1967). Si en esta obra conocíamos los sucesos de todo un pueblo mediante su protagonista, un comerciante que creaba fortuna a la vez que sufría diversas desgracias personales (muertes y abandonos familiares), en La familia Moskat Singer coloca a otro judío acaudalado para centrar las divergencias que irán asolando a sus hijos, nietos, amigos y conciudadanos, durante su vida (primer tercio del texto) y tras su muerte: en especial, cómo cambia todo la llegada de Asa Heshel, un estudiante que huirá con una de las hijas del patriarca.

Así, se van desarrollando relaciones primarias de amores y divorcios, discusiones sobre hábitos rabínicos, bodas y costumbres ancestrales; de vez en cuando, se alude a «los rumores de que van a matar a todos los judíos» (pág. 335) y el autor salpica el texto de referencias a la tendencia de hablar, en aquella época, de los llamados «judíos modernos» frente a los tradicionalistas, de la «nación judía» y de los fanáticos religiosos, etcétera.

Singer es un puro practicante del costumbrismo, su ritmo novelesco es lento y está falto de intensidad argumental y garra narrativa; se limita a detallar los entresijos de la vida diaria de los Moskat, e intercala largas epístolas de algunos personajes que no hacen más que lastrar el contenido. Y como había hecho con el relato de Jampol, al insinuar el tema interesante cuando se acababa la novela (en aquella ocasión: «¿Por qué los judíos no tienen su propia tierra? ¿Por qué no viven en Palestina?»), en La familia Moskat hay que esperar a la página 723 para que aparezca Hitler –«No hacía falta ser un estratega para distinguir los vientos que soplaban. El lobo nazi estaba aullando a las puertas de Polonia»–, y se explique el éxodo de varios personajes, entendiendo que nada va a ser igual a partir de aquel momento.

(Publicado en La Razón, 29-10-2009)

martes, 27 de octubre de 2009

El azar para que la cosa funcione


La última escena de Si la cosa funciona, la última obra literaria magistral de Woody Allen, pone imagen a unas palabras de una novela gloriosa que estoy leyendo, Percusión, de José Balza: «Me pregunto qué pasaría si pudiéramos tener con nosotros a cada ser que adquirió verdadera importancia en nuestra vida; cómo asumiríamos el optimismo o el fastidio, con ellos siempre al lado, aunque sean pocos: ¿seis, diez personas?»
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La secuencia a la que aludo muestra justamente tal cosa: la reunión cordial, un fin de año, de cuantos han rodeado al cascarrabias protagonista, Boris Yellnikoff, un genio de la física y del absurdo de una vida llena de límites: «¿Por qué creemos que cada relación va a durar infinitamente? ¿Por qué no intuir que aun el afecto más intenso sólo sirve como tránsito al olvido, que los seres únicamente nos pueden corresponder durante cierta etapa y que de manera inexorable debemos extraviarnos para esa persona tan amada?», sigue diciendo el autor venezolano.
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El personaje del film –interpretado por Larry David– estaría de acuerdo con Balza, sobre todo cuando su joven esposa le comunica que va a romper con él. «Si el universo se está desmoronando, ¿por qué nosotros no?», le contesta en una cafetería de cualquier calle neoyorquina, más comprensivo que decepcionado. Porque, como él mismo va a decir después: el azar rige cada acción, incluido el cruce de caminos al que se refiere con terminología cósmica, la concatenación de casualidades en la que nos vemos inmersos todos y que nos llevará a tener vínculos amorosos que son siempre una moneda al aire.
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Balza, hablando de Proust, dice: «Sólo el azar ha de influir en la asociación de dos elementos ajenos entre sí». Boris y Melody en la película; Ella y Yo, en mi vida real: dos elementos que sólo responden a la única filosofía de vida: seas como seas, más allá de las diferencias de pensamiento, edad, creencia, estatus, carácter, región, más allá de las compatibilidades o lo que dice la racionalidad... si la cosa funciona, adelante. Y no hay más vueltas que darle.

sábado, 24 de octubre de 2009

Aforismos escritos en verano para una película que descubriré en octubre

«El poeta es el que no puede, porque no debe, romper con el pasado»…
es lo que va a llevar a la práctica un abogado con aspiraciones narrativas, al jubilarse, en El secreto de sus ojos. Benjamín Espósito, el personaje que encarna Ricardo Darín, es incapaz de desprenderse de una vieja obsesión relacionada con un caso truculento. Él vive en el pasado, reconstruyendo lo que pudo ocurrir en relación con una joven asesinada, pero, en realidad, ansía quedarse atrás, en los años en los que amó a su jefa, contrapunto de la historia: ella, la doctora en leyes Irene, interpretada por Soledad Villamil, sólo mira hacia adelante: «El pasado no es mi jurisdicción», dice esa mujer casada de vida estable frente a su tímido enamorado, frente a su valiente hombre de acción en cuestiones judiciales. Es el amor insinuado pero incompleto de El mismo amor, la misma lluvia, la otra obra maestra de Juan José Campanella, que reunió a los dos mismos protagonistas. Amor, amor, amor, y eternas soledades.
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«Amé en legítima defensa»…
escribí, también, volviendo a casa un día, en mitad de una calle descendente, de vuelta a la soledad de juguetes y bromas. Pero hasta ayer, mediante un personaje ficticio, tales palabras no se levantan de su siesta aforística y confesional para tener cuerpo y sangre. Espósito sigue amando a su jefa, convertida ya en amiga y cómplice en el laburo, y lo hace en parte para dar significado a una vida «llena de nada», por decirlo con una expresión que él mismo usa frente a ella. El pasado es el amor que tuvo; el presente, olvidarse de ese romanticismo pretérito. Es decir, la nada. Por ello hay que concretar los recuerdos en un caso, y hacer de ello un intento de novela. El manuscrito será la vía para regresar a Irene, para que ella también haga ese tránsito hacia el pasado y lo que pudo ser y no fue. Espósito ama a una mujer para defender su vida, para atrincherarla, y eso hacemos todos: amar al que nos besa y mata cada día, para confiar en aquello en lo que apostamos y que dio significado y destino a nuestras decisiones.

jueves, 22 de octubre de 2009

Obedecer al destino




Como todo libro escrito por un autor perseguido, en tiempos difíciles y que atañe a asuntos de máxima gravedad, este también tiene una historia detrás. Erika, hija de Thomas Mann, lo escribió exiliada en alemán –versión perdida– pero se tradujo al instante al francés (en opúsculos) y al inglés, y se publicó en Londres y Nueva York en 1940. Irmela von der Lühe, encargada de editar los textos autobiográficos de Erika Mann en Precisamente yo (Minúscula, 2002), nos proporciona estos detalles y muchos otros que remiten a la manera en que la autora concibió unos relatos que son pedazos de una misma narración: el acoso y derribo al pueblo judío por parte del partido nacionalsocialista.

Cuando las luces se apagan, así, se compone de diez «capítulos» encabezados cada uno con unas palabras en cursiva que indican el tema que se va a desarrollar en «La ciudad» –como reza el primer texto– donde se va a representar el drama, siempre protagonizado por individuos de clase media que abarcan diferentes profesiones. Literatura y realidad se dan la mano de forma absoluta, pues, como apunta Mann en una nota final, «todas las historias, tragedias, personajes, acontecimientos, sucesos, leyes, estadísticas y declaraciones que figuran en estas páginas están basadas en hechos; son hechos», y así lo constata en un apéndice donde se especifican las fuentes informativas usadas.

De este modo, la ficción es verdad, una verdad que se corresponde con las situaciones corrientes del día a día de los judíos que, una y otra vez, fueron acusados de los delitos más disparatados que puedan imaginarse. Y entonces es cuando esa espantosa mezcla de absurdo peligro –como la maestra Marie, sospechosa falsamente de haber abortado y que se suicidará junto a su novio por no soportar el juicio del que es víctima, en «Por culpa de un error»–, se convierte en la mayor tristeza. Esta desconcertante fusión tragicómica se extiende a cuentos en los que Mann consigue que, leyendo narrativa, conozcamos con realismo los entresijos de los pequeños comercios –en el cuento «Controles recíprocos»–, la actitud de los profesores rebeldes en «La justicia es aquello que sirve a nuestros propósitos», o el temor de las empresas a la hora de complacer al Reich en «El señor Huber, empresario».

Éste «era el ciudadano típico de nuestra ciudad. Los otros también se sentían como él, desdichados y confundidos, “víctimas de las circunstancias”. Es el destino, pensaban, nuestro destino, el destino de Alemania. Y sólo en raros momentos de lucidez se formulaban la pregunta de cuya respuesta dependía todo. ¿Por qué? –se preguntaban en esos momentos–, ¿por qué seguimos con obediencia ciega un destino llamado Adolf Hitler?» (pág. 80). Pero no hay respuesta a ello, y la obediencia va a continuar, maravillosamente recreada en este libro (traducido por Carles Andreu) de una Erika que, como en el caso de su inseparable hermano Klaus, pudo sortear la imponente figura del padre y convertirse en una escritora con voz y personalidad propias.

(Publicado en La Razón, 22-10-2009)

miércoles, 21 de octubre de 2009

Memoria de Amelie

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Algún compás de «Le moulin» de Yann Tiersen, de la B.S.O. de Le fabuleux destin d'Amélie Poulain, oído por azar, y la cicatriz del dolor se abre. Sigo el reguero de sangre, de melancolía plena, y mi edad es roja y fluye en la constatación de mi viejo piano abandonado, testigo de un tiempo transitorio, de esperanza y luego pena y luego amor. La espiral de la vida me diseca con sólo unas notas musicales, y sin llorar, me coso la herida con los horizontes del pentagrama entero. El día, como acompañando, trae lluvia y pulsaciones lentas. Un día para olvidar que se recordó la sensación de remembranza.

lunes, 19 de octubre de 2009

Castidad y Amor

Foto: Antoni Bofill

Como es de rigor, un hombre duerme profundamente en la butaca de al lado; ha venido a descansar al piso tercero del Gran Teatre del Liceu, mientras allá abajo, encima de un escenario aséptico, armado de artilugios móviles, a cuál más espantoso, se interpreta la opera buffa de Vicente Martín Soler y Lorenzo da Ponte L’arbore di Diana. Por qué la actualización de obras clásicas se convierte en excusa para que la tecnología impere en la escenografía moderna, me pregunto una y otra vez. Aquél que vi no era un lugar artístico que sirviera de hermoso marco para la obra que el compositor valenciano y el libretista de Mozart estrenaron en 1787, en el Burgtheater de Viena, sino una construcción que sólo transmitía una idea: la sofisticación esnob de lo que cuesta mucho dinero.

La calidad de los cantantes, la perfección de la orquesta, el sonido magnífico, los subtítulos en catalán para no perdernos en nuestra ignorancia del italiano... Todos son elementos incuestionablemente positivos, pero también hay otro que se puede apreciar con cierto estupor: el silencio y la sequedad de un público que no encaja aquí. Me explico. Francisco Negrín, el director, dice que se trata de una pieza «divertida, popular y picante, pensada para gustar a todo el mundo», nada intelectualista y que se corresponde con el conocimiento de las gentes vienesas de finales del siglo XVIII: todos sabían quién era Diana y Endimión, por ejemplo, todos reirían con la tensión sexual establecida entre los que representaban la castidad y aquellos otros enamoradizos, entre la vigilancia de una diosa y las travesuras de sus ninfas.

Hoy vivimos al margen de los personajes mítico-simbólicos, y cuántas cosas nos perderemos por esa carencia educativa al ver una obra de tales características. El auditorio de 1787 sonreiría por los chistes de tono elevado, por la ironía clasicista convertida en una suerte de sainete-fábula. Aquella noche en la ópera, disfrutando de todos los detalles que han de acompañar una velada semejante –una bella y elegante mujer como compañía; un desconocido durmiendo a pata suelta codo con codo–, el público sin embargo permaneció mudo y sólo se atrevió a soltar carcajadas por cosas tan primarias e incluso estúpidas como las que siguen: que un perro enorme de juguete entrara caminando solo al escenario, y que los actores y actrices, casi al final de la función, se pusieran a bailar una especie de sardana. El refinamiento de las corbatas y tacones, de los vestidos oscuros y de los ancianos burgueses se vino abajo en un instante, y salimos a las Ramblas, aturdidos por no saber nada pero intuyéndolo todo.

sábado, 17 de octubre de 2009

In memoriam Andrés Montes


La noticia me llega leyendo la prensa digital, despreocupado, acabando la taza de café frente al ordenador y junto a los libros, antes de las seis de la mañana. Es un golpe duro entre las costillas, un derechazo que convierte la noche oscura aún en el esfuerzo por asimilar una muerte lejana y a la vez cercanísima: el locutor Andrés Montes ya es cadáver, en su casa, a los 53 años.

Hay veces que uno atesora amigos que no ha visto en persona, pero que son íntimos desde la pantalla del televisor. Compañía en forma de voz e imagen ha formado el transcurrir de una profunda amistad: presencias cotidianas y cómplices de una pasión, porque configuraban una cita con, es mi caso, la religión del baloncesto. Ramón Trecet, Pedro Barthe, Antoni Daimiel, Andrés Montes... narradores y comentaristas televisivos, grandes compañeros a los que jamás conoceré pero a los que les debo tanto: desde la infancia hasta el día de hoy, miles de horas de felicidad, entretenimiento y emociones; el ritual de cada semana, año tras año, frente a los partidos de la NBA, la liga española o las competiciones internacionales.

«La vida puede ser maravillosa», solía repetir Montes, un hombre lúdico y apasionado de la música y de la gastronomía, que últimamente se perdió (para mí) en la masa futbolera pero que resurgió en los veranos de los años 2006-2009 mediante la retransmisión de los encuentros de basket de España en el campeonato del mundo de Japón, los juegos olímpicos de Pekín y el campeonato europeo de Polonia. Qué indigno final para quien abanderó esa frase como modus vivendi. Como si un hombre que rió y quiso hacer sonreír a los demás se mereciera una muerte más risueña, una existencia longeva, una suave salida de un mundo que disfrutó tanto y que, hoy, silencia su voz y entierra un poco nuestra compañía.

viernes, 16 de octubre de 2009

Cumpleaños







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A Sergio
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Se apagaron las luces en el barrio
y las velas encendieron la mesa.
No hubo un instante más luminoso
que aquella oscura reunión de sonrisas.
Fui feliz mientras la luz de la noche
cumplió su tiempo, lugar y misión.
Luego, el aniversario tuvo un fin
y el recuerdo tan sólo fue presente.
Maldito sea aquel día dichoso
de imprevistas llamaradas fraternas;
tan lejos que parece una injusticia.
Pues aquellas velas siguen quemando
en la piel y en la pupila de ahora,
y sangra el taciturno ayer sin risas.

jueves, 15 de octubre de 2009

La diplomacia de los premios

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Sería lógico suponer que un premio de la magnitud del Nobel se entregará a aquellos autores geniales que marcan un hito en su campo: los llamados a convertirse en clásicos el día de mañana. Pero hasta en la busca de excelencia hay tensas subjetividades, y el galardón sueco es una buena prueba de ello, sobre todo cuando lo político (en forma de favoritismo, compensación, discriminación positiva, etc.) se convierte en la batuta que dirige una orquesta cuyas partes acaban desafinando. Y así, en esa lista de privilegiados desde que se instauró el premio, en 1901, para reconocer una obra o acción «ideal» o «idealista», según las palabras de Alfred Nobel, se encuentran continuamente escritores que permanecen en el olvido absoluto.

Sólo Kipling y Sienkiewicz, de entre los que lo recibieron en la primera década del siglo, permanecen como clásicos modernos, por ejemplo, Y lo mismo ocurrirá en cada decenio: sólo un par o tres autores cada vez han devenido merecedores del dinero y la fama proporcionados por la Academia Sueca. Algunos que el tiempo ha dado la razón: Yeats y Thomas Mann en los años veinte, Pirandello en los treinta, Faulkner y Hesse en los cuarenta, Hemingway y J. R. Jiménez en los cincuenta, Steinbeck y Kawabata en los sesenta, Neruda y Böll en los setenta, García Márquez y Mahfuz en los ochenta. Y sin embargo...

¿Qué criterios se establecen para dar el premio a Herta Müller, intrascendente para la literatura universal, y a la vez a un gran escritor como J. M. Coetzee? ¿Qué credibilidad tiene un premio que no se fijó en Tolstói, Galdós, Joyce, Proust, Borges? En los noventa, la Academia reparó en las escritoras (Gordimer, Morrison, Szymborska), en Oriente (Oé, Xingjian), en los isleños (Walcott, Heaney), dando la sensación de que el mérito recae en el azar del punto de planeta o una literatura que reivindicar. ¿Verdaderamente la austriaca Elfriede Jelinek tiene la altura necesaria para el Nobel? Knut Ahnlund abandonó su cargo en la Academia al opinar que era una autora mediocre.

Pero ser mujer en un contexto de represión social, o feminista (Doris Lessing), es un reclamo, al igual que haberse dedicado al Holocausto judío, como Imre Kertész. La política, los países maltratados por guerras y dictaduras, las voces que ponen a prueba las injusticias de los Estados, tienen un mayor peso en la decisión de los votantes suecos. Los dramaturgos Harold Pinter y Dario Fo arrastrar una larga trayectoria como críticos literario-políticos. El turco Orhan Pamuk, de notable obra narrativa, se habrá beneficiado por ser un autor agredido por los sectores integristas. Y con todo, la magnífica idea de reconocer la valentía del escritor de turno, a menudo, no se corresponde con su mera calidad literaria. El citado Ahnlund, en una conferencia en El Escorial en 1991, hablaba de cómo «debajo de todas las virulentas críticas hay una opinión prevaleciente de que el trabajo de preparación se hace ahora en un espíritu de equidad y sin prejuicios». ¿Quién puede creer tal cosa?
(Publicado en La Razón, 10-10-09)

miércoles, 14 de octubre de 2009

Propósito

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Siento que dos ideas deberán regir la concepción de este blog que hoy nace. La primera es de E. M. Cioran: «El fragmento, un género sin duda decepcionante, aunque el único honesto». Así, rechazo esa no continuidad de un texto dejado en reposo para preferir el estallido de una ilusión hecha nota de diario, reflexión, apunte de viaje por la memoria o el mundo. De tal modo que, en el desciframiento de algo que se intuye, se ha leído o se recuerda, es donde anidará la armazón de este grano de arena en el ciberespcio. Bien. La segunda idea es de Remy de Gourmont, que me inundó un día hasta asfixiar una vida demasiado llena de desasosiegos que pronunciar en voz alta pero lo suficientemente bochornosos para ocultarlos: «Existen cosas de las que hay que tener el coraje de no escribir». ¿Será bastante lo fragmentario para la creación de lo diario? ¿Habrá coraje para eludir la autobiografía en pos de la biografía literaria?