sábado, 31 de octubre de 2009
Casanova: los recuerdos de un seductor
jueves, 29 de octubre de 2009
Los judíos y el lobo
Con obras como La familia Moskat (1950) –traducción de Juan José Guillén, editorial RBA–, el polaco en lengua yiddish Isaac Bashavis Singer (1904-1991) pretendió recrear al dedillo la vida de los judíos en Varsovia. A eso se consagró desde su exilio en Estados Unidos, en 1935, el año de su debut literario con la novela histórica Satán en Goray, es decir, desde un lugar lejano (en el espacio y el tiempo) a la masacre que iban a padecer sus compatriotas varios años después. Sin duda, ese esfuerzo por volcar en el recuerdo literario todo un modus vivendi de una población siempre amenazada con la exclusión sería el principal baluarte que la Academia sueca esgrimiría para concederle el premio Nobel en 1978.
Este vegetariano hasta la médula –«en relación con los animales, toda la gente son nazi», llegó a decir–, radicado primero en Nueva York y muerto en Miami, compaginó su tarea periodística a favor de los judíos con la escritura de esta voluminosa historia sobre Meshulam Moskat, «un judío de la vieja escuela», y su progenie. Era su segunda novela, y el inicio de una forma de narrar con una estructura muy definida y que iba a repetir en relatos igualmente extensos como La casa de Jampol (1967). Si en esta obra conocíamos los sucesos de todo un pueblo mediante su protagonista, un comerciante que creaba fortuna a la vez que sufría diversas desgracias personales (muertes y abandonos familiares), en La familia Moskat Singer coloca a otro judío acaudalado para centrar las divergencias que irán asolando a sus hijos, nietos, amigos y conciudadanos, durante su vida (primer tercio del texto) y tras su muerte: en especial, cómo cambia todo la llegada de Asa Heshel, un estudiante que huirá con una de las hijas del patriarca.
Así, se van desarrollando relaciones primarias de amores y divorcios, discusiones sobre hábitos rabínicos, bodas y costumbres ancestrales; de vez en cuando, se alude a «los rumores de que van a matar a todos los judíos» (pág. 335) y el autor salpica el texto de referencias a la tendencia de hablar, en aquella época, de los llamados «judíos modernos» frente a los tradicionalistas, de la «nación judía» y de los fanáticos religiosos, etcétera.
Singer es un puro practicante del costumbrismo, su ritmo novelesco es lento y está falto de intensidad argumental y garra narrativa; se limita a detallar los entresijos de la vida diaria de los Moskat, e intercala largas epístolas de algunos personajes que no hacen más que lastrar el contenido. Y como había hecho con el relato de Jampol, al insinuar el tema interesante cuando se acababa la novela (en aquella ocasión: «¿Por qué los judíos no tienen su propia tierra? ¿Por qué no viven en Palestina?»), en La familia Moskat hay que esperar a la página 723 para que aparezca Hitler –«No hacía falta ser un estratega para distinguir los vientos que soplaban. El lobo nazi estaba aullando a las puertas de Polonia»–, y se explique el éxodo de varios personajes, entendiendo que nada va a ser igual a partir de aquel momento.
(Publicado en La Razón, 29-10-2009)
martes, 27 de octubre de 2009
El azar para que la cosa funcione
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sábado, 24 de octubre de 2009
Aforismos escritos en verano para una película que descubriré en octubre
es lo que va a llevar a la práctica un abogado con aspiraciones narrativas, al jubilarse, en El secreto de sus ojos. Benjamín Espósito, el personaje que encarna Ricardo Darín, es incapaz de desprenderse de una vieja obsesión relacionada con un caso truculento. Él vive en el pasado, reconstruyendo lo que pudo ocurrir en relación con una joven asesinada, pero, en realidad, ansía quedarse atrás, en los años en los que amó a su jefa, contrapunto de la historia: ella, la doctora en leyes Irene, interpretada por Soledad Villamil, sólo mira hacia adelante: «El pasado no es mi jurisdicción», dice esa mujer casada de vida estable frente a su tímido enamorado, frente a su valiente hombre de acción en cuestiones judiciales. Es el amor insinuado pero incompleto de El mismo amor, la misma lluvia, la otra obra maestra de Juan José Campanella, que reunió a los dos mismos protagonistas. Amor, amor, amor, y eternas soledades.
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«Amé en legítima defensa»…
escribí, también, volviendo a casa un día, en mitad de una calle descendente, de vuelta a la soledad de juguetes y bromas. Pero hasta ayer, mediante un personaje ficticio, tales palabras no se levantan de su siesta aforística y confesional para tener cuerpo y sangre. Espósito sigue amando a su jefa, convertida ya en amiga y cómplice en el laburo, y lo hace en parte para dar significado a una vida «llena de nada», por decirlo con una expresión que él mismo usa frente a ella. El pasado es el amor que tuvo; el presente, olvidarse de ese romanticismo pretérito. Es decir, la nada. Por ello hay que concretar los recuerdos en un caso, y hacer de ello un intento de novela. El manuscrito será la vía para regresar a Irene, para que ella también haga ese tránsito hacia el pasado y lo que pudo ser y no fue. Espósito ama a una mujer para defender su vida, para atrincherarla, y eso hacemos todos: amar al que nos besa y mata cada día, para confiar en aquello en lo que apostamos y que dio significado y destino a nuestras decisiones.
jueves, 22 de octubre de 2009
Obedecer al destino
Como todo libro escrito por un autor perseguido, en tiempos difíciles y que atañe a asuntos de máxima gravedad, este también tiene una historia detrás. Erika, hija de Thomas Mann, lo escribió exiliada en alemán –versión perdida– pero se tradujo al instante al francés (en opúsculos) y al inglés, y se publicó en Londres y Nueva York en 1940. Irmela von der Lühe, encargada de editar los textos autobiográficos de Erika Mann en Precisamente yo (Minúscula, 2002), nos proporciona estos detalles y muchos otros que remiten a la manera en que la autora concibió unos relatos que son pedazos de una misma narración: el acoso y derribo al pueblo judío por parte del partido nacionalsocialista.
Cuando las luces se apagan, así, se compone de diez «capítulos» encabezados cada uno con unas palabras en cursiva que indican el tema que se va a desarrollar en «La ciudad» –como reza el primer texto– donde se va a representar el drama, siempre protagonizado por individuos de clase media que abarcan diferentes profesiones. Literatura y realidad se dan la mano de forma absoluta, pues, como apunta Mann en una nota final, «todas las historias, tragedias, personajes, acontecimientos, sucesos, leyes, estadísticas y declaraciones que figuran en estas páginas están basadas en hechos; son hechos», y así lo constata en un apéndice donde se especifican las fuentes informativas usadas.
De este modo, la ficción es verdad, una verdad que se corresponde con las situaciones corrientes del día a día de los judíos que, una y otra vez, fueron acusados de los delitos más disparatados que puedan imaginarse. Y entonces es cuando esa espantosa mezcla de absurdo peligro –como la maestra Marie, sospechosa falsamente de haber abortado y que se suicidará junto a su novio por no soportar el juicio del que es víctima, en «Por culpa de un error»–, se convierte en la mayor tristeza. Esta desconcertante fusión tragicómica se extiende a cuentos en los que Mann consigue que, leyendo narrativa, conozcamos con realismo los entresijos de los pequeños comercios –en el cuento «Controles recíprocos»–, la actitud de los profesores rebeldes en «La justicia es aquello que sirve a nuestros propósitos», o el temor de las empresas a la hora de complacer al Reich en «El señor Huber, empresario».
Éste «era el ciudadano típico de nuestra ciudad. Los otros también se sentían como él, desdichados y confundidos, “víctimas de las circunstancias”. Es el destino, pensaban, nuestro destino, el destino de Alemania. Y sólo en raros momentos de lucidez se formulaban la pregunta de cuya respuesta dependía todo. ¿Por qué? –se preguntaban en esos momentos–, ¿por qué seguimos con obediencia ciega un destino llamado Adolf Hitler?» (pág. 80). Pero no hay respuesta a ello, y la obediencia va a continuar, maravillosamente recreada en este libro (traducido por Carles Andreu) de una Erika que, como en el caso de su inseparable hermano Klaus, pudo sortear la imponente figura del padre y convertirse en una escritora con voz y personalidad propias.
(Publicado en La Razón, 22-10-2009)
miércoles, 21 de octubre de 2009
Memoria de Amelie
lunes, 19 de octubre de 2009
Castidad y Amor
La calidad de los cantantes, la perfección de la orquesta, el sonido magnífico, los subtítulos en catalán para no perdernos en nuestra ignorancia del italiano... Todos son elementos incuestionablemente positivos, pero también hay otro que se puede apreciar con cierto estupor: el silencio y la sequedad de un público que no encaja aquí. Me explico. Francisco Negrín, el director, dice que se trata de una pieza «divertida, popular y picante, pensada para gustar a todo el mundo», nada intelectualista y que se corresponde con el conocimiento de las gentes vienesas de finales del siglo XVIII: todos sabían quién era Diana y Endimión, por ejemplo, todos reirían con la tensión sexual establecida entre los que representaban la castidad y aquellos otros enamoradizos, entre la vigilancia de una diosa y las travesuras de sus ninfas.
Hoy vivimos al margen de los personajes mítico-simbólicos, y cuántas cosas nos perderemos por esa carencia educativa al ver una obra de tales características. El auditorio de 1787 sonreiría por los chistes de tono elevado, por la ironía clasicista convertida en una suerte de sainete-fábula. Aquella noche en la ópera, disfrutando de todos los detalles que han de acompañar una velada semejante –una bella y elegante mujer como compañía; un desconocido durmiendo a pata suelta codo con codo–, el público sin embargo permaneció mudo y sólo se atrevió a soltar carcajadas por cosas tan primarias e incluso estúpidas como las que siguen: que un perro enorme de juguete entrara caminando solo al escenario, y que los actores y actrices, casi al final de la función, se pusieran a bailar una especie de sardana. El refinamiento de las corbatas y tacones, de los vestidos oscuros y de los ancianos burgueses se vino abajo en un instante, y salimos a las Ramblas, aturdidos por no saber nada pero intuyéndolo todo.
sábado, 17 de octubre de 2009
In memoriam Andrés Montes
Hay veces que uno atesora amigos que no ha visto en persona, pero que son íntimos desde la pantalla del televisor. Compañía en forma de voz e imagen ha formado el transcurrir de una profunda amistad: presencias cotidianas y cómplices de una pasión, porque configuraban una cita con, es mi caso, la religión del baloncesto. Ramón Trecet, Pedro Barthe, Antoni Daimiel, Andrés Montes... narradores y comentaristas televisivos, grandes compañeros a los que jamás conoceré pero a los que les debo tanto: desde la infancia hasta el día de hoy, miles de horas de felicidad, entretenimiento y emociones; el ritual de cada semana, año tras año, frente a los partidos de la NBA, la liga española o las competiciones internacionales.
viernes, 16 de octubre de 2009
Cumpleaños
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y las velas encendieron la mesa.
No hubo un instante más luminoso
que aquella oscura reunión de sonrisas.
Fui feliz mientras la luz de la noche
cumplió su tiempo, lugar y misión.
Luego, el aniversario tuvo un fin
y el recuerdo tan sólo fue presente.
Maldito sea aquel día dichoso
de imprevistas llamaradas fraternas;
tan lejos que parece una injusticia.
Pues aquellas velas siguen quemando
en la piel y en la pupila de ahora,
y sangra el taciturno ayer sin risas.
jueves, 15 de octubre de 2009
La diplomacia de los premios
Sólo Kipling y Sienkiewicz, de entre los que lo recibieron en la primera década del siglo, permanecen como clásicos modernos, por ejemplo, Y lo mismo ocurrirá en cada decenio: sólo un par o tres autores cada vez han devenido merecedores del dinero y la fama proporcionados por la Academia Sueca. Algunos que el tiempo ha dado la razón: Yeats y Thomas Mann en los años veinte, Pirandello en los treinta, Faulkner y Hesse en los cuarenta, Hemingway y J. R. Jiménez en los cincuenta, Steinbeck y Kawabata en los sesenta, Neruda y Böll en los setenta, García Márquez y Mahfuz en los ochenta. Y sin embargo...
¿Qué criterios se establecen para dar el premio a Herta Müller, intrascendente para la literatura universal, y a la vez a un gran escritor como J. M. Coetzee? ¿Qué credibilidad tiene un premio que no se fijó en Tolstói, Galdós, Joyce, Proust, Borges? En los noventa, la Academia reparó en las escritoras (Gordimer, Morrison, Szymborska), en Oriente (Oé, Xingjian), en los isleños (Walcott, Heaney), dando la sensación de que el mérito recae en el azar del punto de planeta o una literatura que reivindicar. ¿Verdaderamente la austriaca Elfriede Jelinek tiene la altura necesaria para el Nobel? Knut Ahnlund abandonó su cargo en la Academia al opinar que era una autora mediocre.
Pero ser mujer en un contexto de represión social, o feminista (Doris Lessing), es un reclamo, al igual que haberse dedicado al Holocausto judío, como Imre Kertész. La política, los países maltratados por guerras y dictaduras, las voces que ponen a prueba las injusticias de los Estados, tienen un mayor peso en la decisión de los votantes suecos. Los dramaturgos Harold Pinter y Dario Fo arrastrar una larga trayectoria como críticos literario-políticos. El turco Orhan Pamuk, de notable obra narrativa, se habrá beneficiado por ser un autor agredido por los sectores integristas. Y con todo, la magnífica idea de reconocer la valentía del escritor de turno, a menudo, no se corresponde con su mera calidad literaria. El citado Ahnlund, en una conferencia en El Escorial en 1991, hablaba de cómo «debajo de todas las virulentas críticas hay una opinión prevaleciente de que el trabajo de preparación se hace ahora en un espíritu de equidad y sin prejuicios». ¿Quién puede creer tal cosa?