martes, 29 de diciembre de 2009

La mar-mujer del ensueño

Foto: Arnau Blanch
r Presagio

Esta tarde, frente a ti,
en los ojos siento algo
que te mira y no soy yo.
¡Qué antigua es esta mirada,
en mi presente mirando!
Hay algo, en mi cuerpo, otro.
Viene de un tiempo lejano.
Es una querencia, un ansia
de volver a ver, a verte,
de seguirte contemplando.
Como la mía, y no mía.
Me reconozco y la extraño.
¿Vivo en ella, o ella en mí?
Poseído voluntario
de esta fuerza que me invade,
mayor soy, porque me siento
yo mismo y enajenado.

«Variación XIII» de El contemplado
escrita en Puerto Rico por Pedro Salinas

lunes, 28 de diciembre de 2009

«¡Oportunidad! ¡Casa vende, su dueño...»

Quedarse afuera, imaginando por qué está mirando esa muñeca hacia la cuesta que me devuelve a la carretera principal de Isla Negra, viniendo de las rocas nerudianas. Qué clase de bromista de Psicosis, qué cachondo mental ideó esa oferta pero también ese desafío a nuestro miedo de telefilme barato. Llamar y entrar para ver de cerca el lugar de esa muñeca, o permanecer afuera.

El vecino ha querido ser un exhibicionista moderno: para una casa como la de Neruda, atestada de objetos diversos, se necesitan décadas de diseñar, comprar, visitar mercadillos y barcos desmantelados, coleccionar. Para que esa casa a la venta sea portadora de misterio, sólo se necesita una muñeca que una niña dejó abandonada a cambio de convertirse en adolescente.

sábado, 26 de diciembre de 2009

Tristes estampas navideñas

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Recorriendo a pie la ciudad periférica, llego a mi ex barrio en el mediodía de Navidad. En la larga calle que me conduce a él, veo el éxtasis de la ignominia, de nuestro Estado del Bienestar: mujeres raquíticas se distribuyen en las aceras, algunas con niños que no tienen más de dos años, sentados en el suelo, a ras de viento, mientras yo ando con bufanda, guantes y abrigo. Qué mierda de país, de gobierno es este que permite que tales criaturas estén a expensas del frío, de la enfermedad, de la explotación –quién sabe; la miseria hacer perder a la gente los escrúpulos– por parte de esas madres con aspecto de abuelas cadavéricas.

La podredumbre del barrio de mi infancia, de fealdad y pobreza aberrantes, se convirtió, en esta Barcelona escaparate, en barrio con farolas nuevas y contenedores de basura, monumentos modernos absurdos y parques infantiles sin óxido. Se reconstruyeron los cientos de pisos con aluminosis –una anciana tuvo que morir para que se hiciera algo al respecto– que un empresario depravado había hecho, con materiales de juguete, para alojar a obreros sin recursos pero con la ilusión de empezar una vida nueva cuando el barrio era apenas una montaña. El área se civilizó, pero en este día navideño, qué separa la tristeza de aquel recuerdo sobre el barrio preolímpico de, no sólo las mujeres flacas de pañuelos y faldas rurales, sino de los hombres también apostados en las aceras, pidiendo dinero, uno de ellos enseñando una pierna repleta de llagas, a la entrada de la iglesia a la que ahora acuden algunos viejos lugareños y muchos inmigrantes latinoamericanos.

Sigo caminando, cruzándome con padres e hijos y parejas de novios en dirección a las hogareñas comidas de los parientes, con esa garrulería en el vestir, ese mal gusto propio de los que les estuvo vedado un oficio digno, dinero, una educación y una cultura para ir por el mundo, y, atravesando el espejo, vuelvo a ser uno de ellos, y la ignominia de ayer es la de hoy. De repente, en un semáforo, veo pasar ante mí una ambulancia y me da tiempo a ver al conductor y su ayudante luciendo rostros risueños, con sendos gorros de Papá Noel. La luz roja cambia a verde y prosigo. Esta mañana también es Navidad para los enfermos, accidentados, moribundos, muertos.

jueves, 24 de diciembre de 2009

10 novelas para la 1ª década del siglo XXI

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En La Razón me encargaron una lista (publicada hoy junto con un artículo al respecto de Javier Ors) donde aparecieran diez de las novelas de mayor resonancia de lo que llevamos de siglo. Así que me puse a repasar los últimos diez años y busqué obras que hubieran impactado en el mundo entero, obtenido galardones, obtenido ventas millonarias o premios, captado innumerables lectores en muchas lenguas, generado debates y controversias a veces y cambiado tendencias editoriales y nuevas búsquedas temáticas en el género narrativo. Et voilà:

1) J. M. Coetzee, Desgracia (1999, en España en el 2000)
2) Javier Cercas, Soldados de Salamina (2001)
3) Dan Brown, El código Da Vinci (2003)
4) Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento (2001)
5) Michel Houllebecq, Plataforma (2002)
6) Paul Auster, El libro de las ilusiones (2003)
7) Roberto Bolaño, 2666 (2004)
8) Ildefonso Falcones, La Catedral del Mar (2006)
9) J. K. Rowling, Harry Potter y las reliquias de la muerte (2007)
10) Stieg Larsson, trilogía Millenium (2008)

¿Dicha lista es indicativa de algo? Tal vez sólo desde el plano económico, que es lo que impera en el mundillo literario y cultural. Vistos los nombres, ¿hay alguna diferencia entre literatura y narrativa de entretenimiento? Bueno, como no existen ni las publicaciones ni los críticos que discriminen con rigor tal cosa, como explica Germán Gullón en Una Venus mutilada. La crítica literaria en la España actual (Biblioteca Nueva, 2008), todo es un cajón de sastre donde los gatos y las liebres confraternizan junto a una caja registradora.
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En torno a todo esto se aprecian dos cosas harto significativas: a) el hecho de que ese libro de Gullón –excepcional, valiente, perfecto para avivar un rico debate intelectual– no haya sido reseñado dignamente en la prensa, por la cobardía de los que prefieren mirar hacia otro lado; y b) que aparezcan obras increíblemente infames en colecciones de supuesta calidad –obras que uno mismo ha sufrido a la hora de realizar informes literarios para agencias o editoriales y, por supuesto, recomendado no editar y que, encima (Dios mío, es el colmo), tienen buenas críticas en Babelia o El Cultural–. Ejem, todo ese berenjenal dice tan poco de nuestro ambiente cultural, de los lectores, de los críticos, de mí mismo, pues no entiendo nada ni quiero entender que...
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En fin, deseo a casi todo el mundo una feliz navidad y prósperas lecturas para el año 2010, para la siguiente década, para lo que nos quede de siglo XXI.

martes, 22 de diciembre de 2009

Entrevista a Kenzaburo Oé


(Ahora que se acaba de publicar esta novela de Kenzaburo Oé, tengo a bien recuperar la entrevista que le hice para La Razón, en marzo del 2004, en la Casa Asia de Barcelona.)
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Agarra nerviosamente la lámpara que tiene al lado de su butaca, se acomoda una y otra vez y asiente a su traductora. Kenzaburo Oé, nacido en 1935 en un pequeño pueblo de un archipiélago del sur del Japón, y conocido mundialmente a raíz de la concesión del premio Nobel en 1994, responde a la imagen de hombre cordial que fácilmente podemos hacer de un escritor oriental de su trayectoria. Marcado por la Segunda Guerra Mundial y las masacres de Hiroshima y Nagasaki, Oé sigue volcando en sus obras todo lo que concierne a la violencia que vio de niño y, aún hoy, contempla con clarividencia. Su exquisita educación, su humildad y sentido del humor, sólo son algunos de los ingredientes que le han convertido en un ser comprometido con sus compatriotas y su familia: su hijo, deficiente mental, el cual aparece de una forma u otra en sus textos —crudamente en Una cuestión personal (1964)— transformó su visión de la vida y la muerte. Ahora llega a España para hablar de su última novela, Salto mortal (Seix Barral).
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Quisiera saber si la obtención del Nobel, y la responsabilidad que ello implica, le afectó al reemprender su trabajo.
Por casualidad en aquel momento no estaba escribiendo nada. Mi ciclo de escribir novelas es una cada tres años; dejo entonces un espacio para leer muchos libros. En aquel tiempo también recibí un premio gubernamental otorgado por el emperador.
Premio que rechazó.
Es que me gustaría morirme sin tener que conocer al emperador. (Risas) El asunto salió en los periódicos y gente de extrema derecha se manifestó frente a mi casa. Fue la primera vez que disfruté de una manifestación para mí solo.
Leyendo la novela, que abarca el fanatismo religioso y las organizaciones anarquistas, uno podría evocar el séquito de soldados de Yukio Mishima.
El ejército de Mishima era una cosa muy especial. Yo quería referirme a otro tipo de agrupación, la de aquellos jóvenes que sufren en busca de soluciones para sus almas y cuyo líder les ha abandonado, como ocurrió con la secta Verdad Suprema.
Asimismo, la novela se asienta en tres grandes pilares: el sexo hetero y homosexual, la existencia de Dios y la confianza en que la poesía puede ayudarnos. ¿Es acertado tal análisis?
Sí, pero más que sexo propiamente dicho, se trata de relaciones humanas por medio del sexo. Un homosexual muy conocido me escribió y me dijo: «usted no es homosexual». (Risas) Por lo visto tengo algún defecto para serlo.
Bailarina, Guiador, Patrón... ¿Por qué buscó nombres simbólicos para los protagonistas?
En la novela sale un reportero norteamericano que va poniendo apodos a cada uno de estos personajes. No se trata de individuos, sino de tres papeles que tienen que desempeñarse.
Con el libro Cartas a los años de nostalgia, propuso un nuevo humanismo adecuado a la actualidad japonesa desde perspectivas religiosas. ¿En qué grado la religión ha sido para usted una inquietud trascendente?
Desde siempre he sentido interés por ella. Me llama mucho la atención el hecho de que el hombre rece. A mí me hubiera gustado no haber orado nunca, pero tras el nacimiento de mi hijo me di cuenta un día de que estaba rezando sin querer; pero no a Dios, porque yo no pienso en su presencia. Bebo agua, y a la vez estoy rezando, cuando sopla el viento, estoy rezando. Por eso, pretendía describir a aquellos hombres que quieren orar, pero no a los que pertenecen a grupos religiosos; deseaba describir a las personas que creen en dioses un poco... «sospechosos».
En sus relatos hay elementos escatológicos y macabros, seres monstruosos, cadáveres... ¿Es su visión de la realidad tan dantesca?
Yo utilizo mucho el adjetivo «macabro». Batjin hablaba del «realismo grotesco», lo que equivale a macabro, parecido a la vez al estilo gótico.
En una conferencia dictada en la universidad de Berkeley, en la que hablaba de sus gustos literarios, como Flannery O’Connor, Mark Twain o Ernest Hemingway —en su momento autores prohibidos en Japón por el mero hecho de ser estadounidenses—, calificaba a Natsume Soseki como el mejor autor japonés del siglo XX. Aquí es desconocido.
Es un escritor realmente intelectual, formado en Inglaterra, que nació con el inicio de la modernización de Japón, a finales del siglo XIX. La literatura japonesa no se puede considerar intelectual, porque tanto los escritores como los lectores no son inteligentes. (Risas) Vargas Llosa es intelectual, García Márquez no tanto, Octavio Paz sí, y también Alfonso Reyes, Machado... En ese sentido, yo quiero crear una literatura japonesa intelectual, es decir, pertenecer a la corriente de Soseki.
¿Aún es pesimista frente a la invasión de la subliteratura en detrimento de las obras de ambición artística?
En Japón tienen mucho éxito aquellas obras de subcultura, que se venden por millones de ejemplares. Sin embargo, estoy convencido de que existe una literatura seria que permanecerá, aunque sea con pocos lectores, como ocurre con El Quijote. No somos escritores tan buenos como Cervantes, pero nuestro deseo es que podamos crear un tipo de literatura como la suya.
T. M.

domingo, 20 de diciembre de 2009

Mi alma en las montañas

Hay un libro de Gao Xingjian cuyo título enriquece la metáfora de un contenido que ya no necesito conocer: Las montañas del alma. Ellas mismas, cada año, visitando el pueblo de Camprodón y los valles que lo rodean, atemperan el dolor de mi soliloquio tan raído de memoria que deshacer. La naturaleza es símbolo, carta de paz, sumisión a su presencia. En Percusión, la obra maestra que he prologado para la editorial Paréntesis y que está a punto de ver la luz, como quintaesencia literaria de lo que supone sentir los cerros, los volcanes, los montes a lo ancho y largo del mundo por parte de su protagonista, me ha dado la manera de entender lo místico de la montaña. De tal modo que, el mes pasado, vi de otra forma los Andes nevados desde el avión que me iba a aterrizar en Santiago de Chile; de tal modo que, este mes, conduciendo hasta los Pirineos, ya en territorio francés, percibí con rotundidad la belleza de la cordillera y todo lo que todavía esa magnificencia puede hacer por mí y por los míos. Ojalá tarde mucho en ocurrirme lo que el poeta Philip Whalen (abad zen de un monasterio de California, como refiere Jesús Aguado en la antología No pasa nada. Los poetas beat y Oriente) cita a partir de un escrito (del siglo V) de Tsong Ping y que usa como epígrafe a su poema “Mirador de la montaña Sourdough”: “Ahora estoy viejo y débil. Temo no volver a ser capaz de vagar por las hermosas montañas. Despejando mi mente, medito en los senderos montañosos y ando por ellos sólo en sueños”.
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Aquí, mi artículo sobre Camprodón en El Viajero de El País, el 11-IV-2009

jueves, 17 de diciembre de 2009

El reino del niño lobo

Resulta difícil entender la tendencia a sobreexplotar las creaciones del pasado: hace pocos años, surgió la idea de que alguien escribiera una segunda parte de Peter Pan. ¿Pero tal cosa era necesaria? Las secuelas, las adaptaciones, las obras basadas en otras obras proliferan en un alud de novedades que no lo son en el fondo. En el caso que nos ocupa, esta iniciativa de usar material exitoso artístico da una vuelta de tuerca, y así, Dave Eggers (1970) firma una novela que adapta el libro ilustrado de 1963 Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak (1928), y que a la vez parte del guión que el propio autor escribió junto con Spike Jonze para la película que éste ha dirigido y estrenado este año, Where the Wild Things Are.
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Los monstruos es un libro de encargo; según cuenta Eggers, el dibujante le propuso convertir el volumen y el film en una novela. Pero el resultado es decepcionante: el trabajo de Sendak es excelente, como se lleva diciendo durante décadas en todo el mundo, y Jonze es simplemente un genio –véanse sus docenas de vídeos musicales y sus películas Cómo ser John Malkovich y El ladrón de orquídeas– y a buen seguro que su concepción fílmica de la historia infantil habrá sido estupenda. En cambio, más reparos hay que poner a la labor de Eggers, que se ha visto en un desafío literario tan atractivo como peligroso. De tal forma que su texto presenta situaciones harto estandarizadas –el niño que se siente incomprendido por su hermana, su madre y el novio de ésta– y que huye a otros mundos donde sus actos no tengan consecuencias, y apenas aporta nada original o ni siquiera entretenido.
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Me pregunto si Los monstruos, en su intento de narrar cómo el niño Max, disfrazado de lobo, parte de viaje en barco hasta alcanzar una tierra llena de enormes y feas criaturas en la que se convertirá en rey, podrá interesar a un niño o un adolescente. A mi juicio, no ocurre nada digno de mención narrativa y los diálogos son insustanciales, por lo que sospecho que el lector adulto no encontrará tampoco demasiados alicientes. Es preferible reencontrar a Eggers en sus tres libros publicados por Mondadori o interesarse por su publicación McSweeney’s y su tarea pedagógica en el centro 826 Valencia (para el aprendizaje de la escritura), pues creo que este libro no añade positivo nada a su fulgurante trayectoria, tan apreciada en su país que lo ha llevado a ser premiado y alabado de continuo, a ser calificado –y no sé si esto es bueno o malo– como una «persona influyente» por la revista Time.
Publicado en La Razón, 17-XII-2009

lunes, 14 de diciembre de 2009

Una mañana en el Palau Blaugrana


Al llegar a las privilegiadas sillas de detrás de la canasta donde el Barça hace la rueda de calentamiento, la primera sorpresa: delante, un ojeador oriental, con abrigo puesto y prominente cabeza calva, que toma notas en un idioma tan gráfico que sus palabras se mezclan con los trazos de las jugadas que luego trasladará al papel. En el segundo cuarto, el partido se ha roto: un Valladolid sin espíritu, con extranjeros intrascendentes, con un tal García, enclenque, con más aspecto de joven de barrio suburbano que malgasta el día con sus colegas en el parque de ambiente rap que de jugador de ACB, es el más destacado de su equipo por sus ganas de encarar el aro, de repartir pases a los pívots, de correr el contraataque, de defender, en vano, a Juan Carlos Navarro.

A éste le bastan unos cuantos bloqueos para armar el brazo y lanzar de tres para ayudar en la fácil victoria de su equipo: los finos movimientos del talentosísimo Lorbeck, la presencia del todoterreno Grimau, la intimidación de Ndong, y el Barcelona gana de diez, veinte, treinta puntos. Estoy a un metro del lesionado Barton, a unos pasos del banquillo azulgrana: veo a demasiados buenos jugadores sentados o sentándose insatisfechos: qué hace allí Ricky Rubio, en vez de seguir progresando, libre, en el Joventut; qué hace allí Fran Vázquez, en lugar de estar en los Orlando Magic, que lo esperaban con tanto anhelo, cuando ahora ni siquiera va a la selección española. Demasiada competencia en todos los puestos, y una estresante consecuencia: menos unos pocos, el resto no sabe si es titular o reserva, si va a disfrutar de minutos o no.

Los vallisoletanos tiran la toalla; sólo uno de sus americanos tiene el orgullo de mejorar sus estadísticas, y el trámite acaba a la espera de empresas mayores. Entonces el pabellón se vacía y nos quedamos unos cuantos, las mujeres e hijos de los jugadores yendo a la sala VIP, yo también gracias al azar y a la generosidad de una de esas esposas. Juan Antonio San Epifanio, Epi, Superepi, mi ídolo de la adolescencia, también está allí. Qué rara esta vida, que nos da como realidad tangible y natural lo que el pasado elevó a mito inalcanzable. Me como un pincho de fruta, departo con el capitán del equipo, tan cordial fuera de la cancha como aguerrido dentro de ella, y a la salida, surge una imagen de anuncio publicitario: Ricky es asaltado por decenas de niños que le piden un autógrafo. Hoy no ha hecho nada para merecer semejante atención, bueno, excepto un dribling genial en sus pocos minutos disputados, pero su estrellato es descomunal: no tiene ni veinte años y ya es el icono de otra generación, y yo salgo por su lado sorteando a los admiradores, en un tiempo paralelo, pues este ya no me pertenece por ser demasiado próximo, por no tener la fijación del ensueño, de los pósters de los héroes con el balón en las paredes de la infancia, de la propia estrella que nunca llegó a encenderse.

jueves, 10 de diciembre de 2009

El verso en la historia

Veinticinco años de labor filológica están sintetizados en este volumen en el que José María Micó (Barcelona, 1961) ha reunido quince trabajos donde convergen sus inquietudes como profesor, lector, poeta y traductor. En unos tiempos en que los estudios de literatura clásica se han convertido en campo de unos pocos interesados, evidenciándose un declive en las carreras humanísticas y un descenso en el número de ensayos académicos que las editoriales se atreven a publicar, la impresionante y precoz trayectoria de Micó es, además de ejemplar por su rigor, constancia y humildad, verdaderamente estimulante para cualquiera que desee adentrarse con profundidad en la lectura de las obras que han formado la sensibilidad literaria moderna.
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Los que han tenido la fortuna de presenciar sus lecciones de Micó, catedrático de literatura española en la Universidad Pompeu Fabra, verán en Las razones del poeta (editorial Gredos) un reflejo de la meticulosidad con la que el joven sabio maneja sus conocimientos de poesía y narrativa renacentista y barroca, de los clásicos españoles e italianos y su relación recíproca. No en vano, Micó ha desarrollado esa mirada paralela hacia ambas lenguas, lo que le lleva de continuo a indagar en lo literario desde lo comparatista, por lo que el presente libro, más allá de fijarse en un puñado de obras maestras, se asienta en disquisiciones que tienen que ver con la “forma poética e historia literaria”, con “la necesidad de avanzar hacia una métrica histórica española”, como dice en la “Presentación”.
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En pos de este objetivo, Micó se pone en la piel del poeta al que analiza y hace que el núcleo de sus investigaciones parta del porqué de una elección métrica, de los motivos que condujeron a tal o cual escritor a abordar una tradición literaria específica para construir sus propias creaciones. Diestro en labores de crítica textual y experto en la edición de textos de Mateo Alemán, Cervantes, Góngora y Quevedo, en la traducción de poetas como Ludovico Ariosto y Ausiàs March, Micó está sin embargo muy lejos de ser un erudito encerrado en su biblioteca de marfil, y es muy consciente de las deficiencias que arrastra la comunidad filológica y las consecuencias que ello tiene en el empobrecimiento cultural que nos asola. Tomando como pretexto el más célebre libro de Harold Bloom, sobre el cual Micó tiene una certera y sensata opinión, nos ofrece la siguiente reflexión en “Un prólogo melancólico en torno a los cánones”: “España está necesitada de una crítica retrospectiva y de un replanteamiento del canon, pero no nos atrevemos a intentarlo con la literatura reciente, por falta de distancia, y no osamos hacerlo con la del pasado, que nos parece intocable y eterna en su jerarquía”.
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En esa línea de revalorización de nuestros clásicos, desde una perspectiva europeísta, ajena a secuestrar el arte literario bajo el sello de una nación o una lengua, Micó señala en el prólogo la incongruencia de que Ausiàs March, “el mejor poeta europeo del siglo XV”, de influencia capital para el Marqués de Santillana y Garcilaso, sea un “desconocido para un estudiante de literatura”; y más adelante, en “De la forma al género: el ‘Canzoniere’ como libro en la poesía española”, aborda una de las injusticias mayores en la historia de las letras: el hecho de que Petrarca, en contraste con el caso de Dante, sea “una especie de clásico olvidado que, aunque pueda parecer lo contrario, ha tenido poca suerte en y con los estudios literarios”.
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“El valor fundacional del cancionero de Petrarca” es sólo un ejemplo de todos estos precisos temas en los que indaga Micó con precisión y maestría, como en los escritos dedicados a las aliteraciones en el mismo Petrarca y sus traductores españoles, a las agudezas de Gracián –que podrían relacionarse con el Huidobro del “Non serviam” o el Neruda de las Odas elementales, indica–, o a las relaciones entre Cervantes y el Orlando furioso. Todo ello conforma un libro erudito, escrito con la claridad expositiva de un buen conferenciante, que no deja de proporcionar ideas para investigaciones filológicas y, lo que es más importante, anima a volver a esos autores para leer sus obras desde una óptica nueva, atenta en los detalles verbales, rítmicos, semánticos, lo que, en última instancia, marca la grandeza de toda creación artística.
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Aparte de los trabajos ya referidos, el lector encontrará otros de carácter más técnico y necesariamente complejo: “Breve historia de la rima idéntica”, en el que Micó busca las razones que tuvo Dante para la elección de ciertas palabras-rimas y estudia el mot tornat trovadoresco, hasta aportar algunos ejemplos españoles (sobre todo, de Herrera); “La tolerancia rítmica del ‘Libro de buen amor’”, en el que se ahonda en los hábitos métricos de Juan Ruiz; o “En los orígenes de la ‘espinela’. Vida y muerte de una estrofa olvidada: la novena”, sobre la décima y la poesía octosilábica del Siglo de Oro. Además, con “Las pretericiones de Jorge Manrique”, comprenderemos mejor las Coplas a la muerte de su padre a partir de su estructura y temática; y leyendo “Verso y traducción en el Siglo de Oro”, exploraremos el concepto de imitación y algunos ejemplos de traducciones del siglo XVI del Orlando furioso. Por último, los textos “El libro de Góngora” –“fue autor de poemas, no de libros, y sus composiciones están desprovistas de vínculos que permitan organizarlas en torno a una idea post-petrarquista de libro o cancionero” es el punto de partida–, “Ariosto en el ‘Polifemo’” –donde Micó encuentra “muchos temas y motivos que forman parte de un fondo común de lecturas poéticas” entre Ludovico y don Luis–, y “Épica y reescritura en Lope de Vega” –en el que estudia de nuevo el Orlando furioso y su influencia en la poesía castellana–, completan esta dedicación a la edad dorada de nuestras letras.
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Mención aparte merecen los dos trabajos que cierran el volumen. En un salto adelante en el tiempo, Micó se ocupa de Rubén Darío y de Jorge Luis Borges, explicando lo que da en llamar “formas truncas” en el primero, y analizando la presencia del soneto en la obra del segundo. “Las audacias y tientas métricas” del nicaragüense, “introduciendo quiebros y quebraduras a veces delicados, a veces violentos” (interrogaciones, puntos suspensivos, falsos estribillos, pies quebrados...) son vistas por Micó con la sensibilidad de alguien acostumbrado a preguntarse por sus propias razones y decisiones poéticas (La espera, Letras para cantar, Camino de ronda, Verdades y milongas y La sangre de los fósiles son los poemarios que el catedrático ha publicado hasta la fecha). En cuanto a la lectura de la poesía borgeana, Micó explica cómo el argentino evolucionó desde el versolibrismo de su poesía inicial hasta convertirse “en un sonetista pertinaz y en un artista consumado de la rima obvia”, algo que el propio Borges había rechazado en El tamaño de mi esperanza (1926). En ambos ensayos, el placer de captar las puntillosas observaciones de Micó se mezcla con la dicha de volver a los poemas de esos magnos escritores en un claro ejemplo de cómo un poeta-estudioso de hoy se comunica profundamente con la tradición de ayer, de siempre: “En poesía, todo aspecto formal, por mínimo que sea, debe estudiarse históricamente, atendiendo a la doctrina literaria de su momento, a la evolución de los usos retóricos, de los estilos, de la lengua poética”, dice en la página 49. Pues, ciertamente, no hay gran talento que no se base en una técnica literaria culta y bien engrasada, a la vez que la mera capacidad de retomar los tópicos literarios se difumina si no hay el talento suficiente para elevar lo escrito a categoría de arte.

Publicado en la revista Letra Internacional, otoño 2009

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Entrevista capotiana a José Ángel Mañas


En 1972, el escritor estadounidense Truman Capote (1924-1984) publicó un original texto que venía a ser la autobiografía que nunca escribió. Lo tituló “Autorretrato” (versión en español dentro de su libro Los perros ladran, Anagrama 1999), y en él el autor de A sangre fría se entrevistaba a sí mismo con especial astucia y brillantez. Aquellas preguntas que sirvieron para proclamar sus frustraciones, deseos y costumbres, ahora, extraídas en su mayor parte, forman la siguiente “entrevista capotiana”, con la que conoceremos la otra cara, la de la vida, de José Ángel Mañas.

Si tuviera que vivir en un solo lugar, sin poder salir jamás de él, ¿cuál elegiría?
Mi casa. Lo del arresto domiciliario no lo llevaría demasiado mal. Entiendo que tendría a mi disposición una pequeña biblioteca con mis clásicos, para poder viajar.
¿Prefiere los animales a la gente?
A veces. Pero no soy un animalista convencido. Mis alergias me lo impiden. Y eso que tengo tendencias vegetarianas y que considero moralmente reprobable el zamparnos, por el mero placer, a tanto bicho viviente.
¿Es usted cruel?
Con mis personajes. En la vida real peco más bien de indiferencia.
¿Tiene muchos amigos?
Mi abuelo se murió repitiéndome hasta la saciedad que los verdaderos amigos se pueden contar con los dedos de una mano. Tengo los justos.
¿Qué cualidades busca en sus amigos?
No persigo cualidades. Procuro aceptar a la gente como es. La amistad se desarrolla a menudo antes de que nos demos cuenta de por qué nos gusta una persona. Las afinidades no se buscan, se encuentran.
¿Suelen decepcionarle sus amigos?
Cada vez menos, pero porque cada vez soy menos exigente. Considero que las pequeñas traiciones son inevitables. Hay que tomárselas con humor. Es lo más sano.
¿Es usted una persona sincera?
Es imposible serlo. Estoy convencido de que una persona que se dedicara a ir por ahí diciendo lo que piensa realmente de la gente no sobreviviría más allá de unos pocos días. Es un cuento que me gustaría escribir.
¿Cómo prefiere ocupar su tiempo libre?
Fútbol y ajedrez.
¿Qué le da mas miedo?
Hay un poema de Carver que me gusta. Es una lista de las cosas que le dan miedo. Con la edad esa lista se va incrementando. Se acaba por tener miedo a las cosas más absurdas. De todas formas, el miedo es constitutivo al ser humano. Hasta la valentía nace del miedo.
¿Qué le escandaliza, si es que hay algo que le escandalice?
El chapuceo. Independientemente del trabajo que se realice, considero que uno debe procurar hacerlo bien. Recuerdo haber leído que a Dashiell Hammett, cuando lo encarcelaron, le dio por barrer su celda con la misma meticulosidad con la que previamente escribía sus novelas. Escribir, barrer, coser, ser camarero, enfermero o diputado. Lo mismo da. Hay que procurar hacer las cosas lo mejor posible.
Si no hubiera decidido ser escritor, llevar una vida creativa, ¿qué habría hecho?
Dar clases en algún instituto o en la universidad. Siendo licenciado en Historia no veía demasiadas alternativas a la docencia.
¿Practica algún tipo de ejercicio físico?
El fútbol. Juego en una liga de veteranos.
¿Sabe cocinar?
Lo suficiente.
Si el Reader's Digest le encargara escribir uno de esos artículos sobre "un personaje inolvidable", ¿a quién elegiría?
¿A Talleyrand? ¿Napoleón? ¿César? ¿Alejandro? No lo sé. Alguno que tuviera una vida movidita y que me abriera las puertas de una época. De todas maneras, no soy mitómano.
¿Cuál es, en cualquier idioma, la palabra más llena de esperanza?
Lo que uno procura, con la edad, es aprender a convivir con la desesperanza.
¿Y la más peligrosa?
Solidaridad. Libertad. Las grandes palabras.
¿Alguna vez ha querido matar a alguien?
Hombre, el odio es humano. Hay unas cuantas personas a las que no lloraré cuando desaparezcan. Eso sí, entretanto mejor no gastar energía. Odiar es muy cansado.
¿Cuáles son sus tendencias políticas?
Progresista en lo social. Centralista, republicano, laicista, castellanista.
También pienso que, si las mujeres nos gobernaran, las cosas funcionarían mejor.
Si pudiera ser otra cosa, ¿qué le gustaría ser?
Dios o Cristiano Ronaldo.
¿Cuáles son sus vicios principales?
El rencor, je, je.
¿Y sus virtudes?
La intuición. La energía. La perseverancia.
Imagine que se está ahogando. ¿Qué imágenes, dentro del esquema clásico, le pasarían por la cabeza?
Lo vería todo muy negro.

T. M.

martes, 8 de diciembre de 2009

Herta Müller, hija del dolor del siglo


(Hoy publico una breve semblanza de Herta Müller, tras su discurso en la Academia Sueca y a tres dias de recibir el Nobel. Pero me pregunto qué se premia: el haber sufrido calamidades y permanecer en la lucha intelectual o la literatura pura y dura. Bueno, me temo que una mezcla de los dos.)

Esta mujer de rostro de cine mudo –tez blanca, boca apiñonada, voluminoso pelo corto–, de actriz en blanco y negro que ha cobrado el color de la universalidad que confiere el premio Nobel, es hija directa de dos grandes dolores de la política del siglo XX: la guerra mundial y el encarcelamiento represivo. Así, de un padre soldado y nazi en la Segunda Guerra y una madre deportada a un campo de trabajo de la Unión Soviética sólo podría salir una hija comprometida con la historia que le tocó vivir: el régimen comunista de Ceausescu, al que atacó ya desde su primer libro, En tierras bajas, prohibido y censurado, pero finalmente publicado en Alemania en 1982. Obligada a ejercer trabajos mediocres y a mantenerse en la clandestinidad de las tertulias literarias, a lo que se suma el acoso de la policía secreta, todo condujo a Müller a decidir dos exilios: la marcha al extranjero (universidades de Europa y Estados Unidos) y la narrativa denunciante. En particular, en la obra El ser humano es un gran faisán en el mundo, de 1986. Tanto sufrimiento y pundonor creativo, ahora, reciben su recompensa.

Publicado en La Razon, 8-XII-2009

viernes, 4 de diciembre de 2009

Preferiría releerlo

Puede variar la traducción de las primeras palabras: “Soy un hombre de cierta edad” (J. L. Borges); “Soy un hombre más bien mayor” (A. Rivero Taravillo). O de la última, siquiera sutilmente: “¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!” (Borges); “¡Ay, Bartleby! ¡Ay, humanidad!” (J. M. Benítez Ariza); “¡Oh, Bartleby! ¡Oh, la humanidad!” (Rivero). Pero hay algo inalterable en las distintas versiones de Bartleby, the Scrivener, de Herman Melville, esto es, la frase, casi diría ya sentencia, que el protagonista pronuncia cuando su jefe le pide que trabaje en alguna copia en su oficina de amanuenses de Wall Street: “Preferiría no hacerlo”.
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He mencionado a Borges por ser el más distinguido traductor, de entre nuestros clásicos contemporáneos, de este cuento largo que se publicó originalmente en 1853, en la Putnam’s Magazine; he aludido a Benítez Ariza pues suya es la traducción del texto de Melville que editó Pre-Textos en un fenomenal volumen del año 2000 que iba acompañado de tres ensayos de Gilles Deleuze, Giorgio Agamben y José Luis Pardo, y que se tituló precisamente Preferiría no hacerlo. He citado a Antonio Rivero Taravillo (1963) porque se acaba de enfrentar a la siempre difícil tarea de volcar en otra lengua uno de esos relatos llenos de carisma, intensidad y precisión lingüística, en esta ocasión, a partir de la iniciativa de una nueva editorial, creadora de bellísimos libros ilustrados, Metropolisiana. En el caso que nos ocupa, el diseñador, grafista y pintor Manolo Cuervo (1955) ha interpretado la historia a través de trece láminas en las que un mismo rostro es pintado y coloreado con trazos rápidos o salpicaduras, con colores vivísimos, pero siempre tras un mismo patrón, como si en la cabeza repetitiva del contorno facial se escondiera la poliédrica y a la vez monótona personalidad de Bartleby.
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Sin duda, lo más inquietante del personaje no es su negativa a hacer lo que se le manda, sino la fórmula que elige para desobedecer, eligiendo “preferir”, como dejando una puerta abierta a la posibilidad de aceptar la orden y llevarla a cabo, aunque esto jamás se produzca. Deleuze analizó dicha fórmula en el ensayo del libro referido: “Bartleby no es una metáfora del escritor, ni el símbolo de nada. Se trata de un texto de una violenta comicidad, y lo cómico siempre es literal. Se asemeja a las narraciones de Kleist, de Dostoievski, de Kafka o de Beckett, con las cuales forma una subterránea y brillante secuencia. No quiere decir más de lo que literalmente dice. Y lo que dice y repite es PREFERIRÍA NO HACERLO, I would prefer not to”. Por su parte, Agamben, se refirió a “una constelación literaria” que remite a la escritura bizantina, a Aristóteles y a la cábala medieval: “Como escriba que ha dejado de escribir es la figura extrema de la nada de la que procede toda creación y, al mismo tiempo, la más implacable reivindicación de esta nada como potencia pura y absoluta. El escribiente se ha convertido en la tablilla de escribir, ya no es nada más que la hoja de papel en blanco”. Son dos maneras intelectualistas de aproximarse a un cuento que admite todo tipo de lecturas entre las dos extremas: la superficial y meramente cómica, y la metafísica y simbólica, tal es su grandeza, su originalidad, su infinito presente.
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Demostración de ello es la imbricación de la personalidad de Bartleby con sujetos de nuestra propia cotidianidad, como ejemplifica Rivero, en su epílogo titulado “Non serviam”: el traductor cuenta cómo sufrió en sus carnes la compañía ignominiosa de un Bartleby de pacotilla en un antiguo puesto de trabajo. ¿Cómo puede ser un personaje tan inverosímil y a la vez tan real como este que Melville concibió, tal vez, recordando su etapa como empleado en las Aduanas neoyorquinas? De allí, como explica Andrew Delbanco en su magnífica biografía del escritor (Seix Barral, 2007), extraería inspiración para dos personajes también memorables: Turkey y Nippers, de los que dice tan acertadamente Rivero –tomando una idea de Flann O’Brien– que “merecerían pasar a algún otro cuento o novela como una de esas parejas cómicas que funcionan por su compenetración”. A buen seguro, podríamos decir lo mismo del innominado jefe de la oficina, a mi juicio el verdadero protagonista de la historia. De Bartleby no sabemos nada aunque intuyamos, imaginemos, todo, pero del abogado conocemos hasta sus más profundas emociones, sus más hondos pensamientos. Él es el narrador, el que crea a Bartleby; a la vez, se presenta como un escritor que habla de la vida de alguien que ha decidido dejar de escribir, y por ello es el cronista de una existencia desconocida, pues no hay biografía posible de Bartleby, como remarca en su estudio José Luis Pardo.
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El biógrafo Delbanco fue más allá, y estudió la obra de Melville en su contexto urbano, sociológico, viajando al corazón del Nueva York de mediados del siglo XIX; la conclusión es que Bartleby es la proyección, personificada, del deprimente ambiente laboral de la época: “El exceso en el número de candidatos en Manhattan estaba destruyendo el viejo sistema de aprendices en el que los empresarios contrataban a aprendices de su propia clase social, que luego subían en la jerarquía hasta unirse o suceder a quienes fueron sus maestros. En los años cincuenta, el aprendizaje en un despacho de abogados era probablemente más un callejón sin salida que una piedra de paso en una carrera de derecho, de ahí que el despacho de abogados en Bartleby sea una mazmorra donde hombres acabados envejecen, moviendo nerviosamente su vitalidad hasta arrancarle las últimas chispas de vida”.
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El propio Bartleby se muestra activo al comienzo, disciplinado en grado sumo, pero en un momento dado decidirá parar, no volver a escribir. En la gris y prepessoana poética oficinesca, él es un Rimbaud que se retira de la meticulosidad de copiar documentos fríos, jurídicos, notariales, un suicida pasivo que se deja morir, que sólo quiere de repente consumirse. Es un K. sin proceso, sin castillo, sin metamorfosis: un japonés del siglo XXI tirándose a la vía del metro porque ha perdido su empleo, un cínico griego vagabundeando en cualquier sitio, sin posesiones ni ambiciones. Ese “preferiría no hacerlo” es tan cortés como desquiciante, tan valiente como cobarde; en su ambigua literalidad, valga la paradoja, se condensa la firmeza –disfrazada de duda– de hacer o no hacer, de escribir o no escribir, de seguir adelante o abandonarlo todo.
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Publicado en la revista Clarín, mayo-junio 2009

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Una espiral en la editorial Paréntesis

J. Aguado, J. Á. Cilleruelo y T. Montesinos. Foto: Miquel Benítez
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Voy a hablar de la espiral literaria de la fraternidad. Del cruce de caminos que origina la creación individual y luego la experiencia lectora. Los libros se comunican entre sí, y a veces eso se extiende a los autores; por eso me voy a referir a una red de textos y escritores que han coincidido en un mismo sello editorial. La misma entrega al arte literario ya es un paréntesis en la vida ordinaria. El tiempo y el espacio se difuminan, la escritura es una cámara secreta llena de invenciones, una forma de aislamiento que sólo comprende en verdad el otro que también practica esa extraña y fecunda soledad. El fenómeno literario así rompe las barreras de edad y lugar: se deshacen las diferencias y todos somos hermanos de letras. Y mi hermano mayor desde este punto de vista, mi faro y mi guía y mi ejemplo, es José Ángel Cilleruelo, centro de conexión para algunos de nosotros con otros amigos e incursiones literarias.
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Empleaba el término paréntesis a propósito haciendo un obvio guiño a la editorial que nos ha acercado a varias personas, y yo casi me siento en una taberna de literatos que tiene forma de cómoda espiral. José Ángel ha publicado Doménica en Paréntesis, el mismo sitio al que llegó, gracias a su sugerencia, una historia llamada Hildur, que firma quien esto escribe y que él leyó con una atención desmesurada.
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Doménica: novela o novela corta, la primera por género, claro está, la segunda por intención o desafío: José Ángel busca relatos de extensión muy definida, de ahí que disfrute de algunas novelas de autores que frecuentan tal formato. Se diría que en esas 120 o 150 páginas a lo sumo, desea atrapar una trama y unos sentimientos que de otra manera no encontrarían su justo acomodo. Eso persiguió en su primera novela escrita, que no publicada, pues vio la luz mucho más tarde, titulada Trasto, y también en El visir de Abisinia, y en la reciente Al oeste de Varsovia.
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De hecho, entre Al oeste de Varsovia y Doménica se pueden establecer más concomitancias aparte de la extensión y que se centren, en parte, en la Europa de la primera mitad de siglo XX: un escenario algo difuso de guerra (en la primera, explícito pero sólo como telón de fondo y en la segunda un entorno indefinido de peligro y huida), cierto acercamiento erótico, y asimismo cosas alusivas al oficio de maestro, de la vida en un instituto de enseñanza secundaria, lugar que conoce bien por su oficio. Es una atmósfera colindante con los textos de otro autor que ha surgido también en Paréntesis, Marc Gual, con su libro de cuentos La maldición del cronista: también aquí hay ambientes sin detallar de un lugar donde los soldados imponen su ley, y también donde el amor es una válvula de escape sufriente. En Doménica, se dice: «El amor es el mejor antídoto contra la realidad», y ese amor es simbólico y carnal a partes iguales. El protagonista, Etienne Estame, ya desde su nombre nos indica algo: dice el propio José Ángel que su apellido «evoca el verbo "estar"; Estame no aspira a "ser" sino sólo a "estar" bien o a salir bien parado en cada secuencia de la vida. Este es el modelo de su pragmatismo, que tal vez resulte excesivamente contemporáneo».
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Es la intención poética, simbólica de otro autor cuyos libros leía en estas semanas, el venezolano José Balza, del que prologo una novela que publicará en breve Paréntesis: un personaje de una de sus obras se llama Juan Estable, y ocurre justo lo contrario: viajero y mercenario, es el ejemplo de la inestabilidad por antonomasia. Así pues, no podía en estos días pensar en José Ángel sin alargar puentes en esta taberna libresca de literatos en Paréntesis que se va llenando de amigos. Como Jesús Aguado, el autor de un maravilloso prólogo a El domador, un libro editado también en Paréntesis, de Rafael Pérez Estrada, quien a su vez fue faro y guía y ejemplo moral y artístico para José Ángel.
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De hecho, creo que los preciosos textos que José Ángel publica en su blog El visir de Abisinia, siempre de cien palabras de largo, son un homenaje inconsciente a Pérez Estrada, creador de cuentos que muchas veces no iban más allá de un tercio de página. Porque si decía que José Ángel busca en la novela un marco muy preciso, y también una estructura muy bien organizada, en sus creaciones cibernéticas también ofrece esta limpidez, esta determinación de orden, de precisión, de moderación. Y es que ese es su carácter: firme, observador, detallista, delicado, astuto. El cerebro privilegiado de este hombre, su paciencia y calma me orientan en mi barco, que suele perderse mucho y no encontrar puerto. Pero él siempre me deja una luz puesta, para regresar siempre.
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Por eso, por el regalo de su amistad y por nuestros encuentros en su casa rodeados de libros, y siendo el día especial que es hoy (3-XI-2009), voy a acabar con unas palabras que Tolstói dijo a Chéjov por teléfono, según cuenta Gorki: «Hoy tengo un día tan bueno, siento tanta alegría en mi alma, que quisiera que usted también estuviese alegre. ¡Usted sobre todo! ¡Es usted tan bueno, tanto!»